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RETRATOS DE FAMILIA: EL MODELO NUCLEAR COMO ARTIFICIO DE LA SOCIEDAD OCCIDENTAL

Armando Gutiérrez Escalante 1

Resumen

Se presenta el modelo de familia nuclear como un sistema de relaciones conyugales y filiales, resultado de un proceso de construcción en la historia de Occidente. Se cuestiona la posibilidad de la existencia de familias nucleares durante la prehistoria de la humanidad. Se exponen los modelos familiares y las disposiciones legales que los conformaron durante diferentes momentos en la historia occidental. Se propone, finalmente, que la familia nuclear es un modelo de relaciones de parentesco

inexplicable por sí mismo, no obligado biológica o funcionalmente, y que se encuentra en transición hacia formas de relación más flexibles y horizontales.

Palabras Clave: Construcción, historia, conyugal, filial, matrimonio

Abstract

We present the nuclear family model as a system of conjugal and filial relations, the result of a process of construction in Western history. We question the possibility of the existence of nuclear families during the prehistory of humanity.

We expose the familiar models and legal dispositions that shaped them during different moments in Western history. We propose, finally, that the nuclear family is a model of kinship relations inexplicable by itself, not biologically or functionally bound, and that it is in transition towards more flexible and horizontal forms of relationship.

Keywords: Construction, history, conjugal, filial, married

1 Profesor de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: sexusconstruendo@hotmail.com

Armando Gutiérrez Escalante

Introducción

En los últimos años, como en la segunda mitad del siglo XIX y, nuevamente, a finales de la sexta década del siglo XX, la familia reaparece como un tema de continuos y ríspidos debates entre la población occidental en general y entre los

estudiosos de las ciencias sociales en particular.

En el siglo XIX, la aparición y propagación del matrimonio por amor, y la cada vez menos frecuente práctica del matrimonio arreglado, por conveniencia económica o social, en la que muchas veces la opinión de los cónyuges no era en realidad considerada, causó estragos en la dinámica de las sociedades

occidentales (Duby, 1999).

La concentración y distribución de los recursos económicos; la posición jerárquica de ciertos grupos; la posibilidad de ascender en la escala social; la autoridad paterna; y la generalidad de las tradicionales estructuras del parentesco; atravesaron un periodo de inestabilidad y transformación de gran escala, que no pasó desapercibido para los estudiosos de la sociedad.

El afecto como nueva base del establecimiento y formalización de relaciones conyugales hizo patente la existencia de motivos distintos para la vinculación humana y la artificialidad de las entonces existentes.

Las teorías evolucionistas se encontraban en pleno apogeo en la generalidad de las ciencias naturales; y las ciencias sociales no tardaron mucho en adoptar los mismos principios: las sociedades, las instituciones, las costumbres, las normas y demás, evolucionan, cambian, se transforman y, según algunos, se mejoran.

Es comprensible que el siglo XIX fuera profuso en teorías sobre la evolución de las instituciones familiares y los vínculos conyugales; y que se entendiera a la

familia como un escalafón entre el individuo y la sociedad (Cicchelli-Pugeault & Cicchelli, 1999).

Así, veremos aparecer la tesis de Johann Jakob Bachofen (1861/1987) sobre la evolución de las sociedades matriarcales o del derecho materno, hacia las patriarcales o del derecho paterno. La propuesta de Fustel de Coulanges (1864/2015) sobre las familias greco-latinas como grupos esencialmente religiosos que sólo más tarde devendrán grupos de parentesco basados en el afecto o la reproducción. Las tesis de Lewis Henry Morgan (1881/2001) sobre la evolución de la familia en cinco etapas: consanguínea, punalúa, sindiásmica, patriarcal y monógama. La posterior tesis de Friedrich Engels (1884/1984), basada en las obras de Bachofen, Morgan y John McLennan, sobre la evolución del

matrimonio monógamo como una relación de propiedad sobre las mujeres, que tiene como base el aseguramiento de la descendencia legítima y la heredad de bienes2. La precisión de Emile Durkheim (1897/2004) en tanto a que los grupos familiares se componen de dos asociaciones diferentes: la conyugal y la

2 “Por tanto, monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como un acuerdo entre el

hombre y la mujer, y menos aún como la forma más elevada de matrimonio. Por el contrario, entra en escena bajo la forma de esclavizamiento de un sexo por el otro” (Engels, 1884, p. 119).

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consanguínea: la primera, relativamente reciente, producto de un contrato y de afinidades electivas; y la segunda “Un fenómeno natural […] tan viejo como la humanidad” (p. 177). Quizá no haya antropólogo, sociólogo o teórico social decimonónico que no haya dedicado alguna reflexión a la familia en este sentido; no obstante, las sociedades son olvidadizas, y no pasa mucho tiempo antes de

que el modelo de familia establecido vuelva a entenderse como natural y los debates reaparezcan.

En la segunda mitad del siglo XX, tras la segunda guerra mundial, las familias reaparecieron como tópico en la discusión del papel de las mujeres. La fuerza productiva de muchos países, basada esencialmente en el trabajo asalariado de

los varones, se ocupó en actividades bélicas, por lo que sus “contrapartes” femeninas fueron empleadas por la industria. Cuando los hombres volvieron, muchas mujeres no quisieron perder su independencia económica, y los debates sobre su sumisión y domesticidad natural no se hicieron esperar. En las ciencias sociales, el funcionalismo se desarrollaba rápidamente, Talcott Parsons dedicó varias páginas a la cuestión familiar. En su modelo familiar –hoy considerado un tanto desafortunado por algunos3–, la familia es un sistema de roles encargado de la socialización de los individuos. La participación en un sistema familiar garantiza que éstos puedan desarrollar una personalidad que les permita integrarse a la sociedad. En este sistema, el padre cumple una función proveedora: es el “líder de tareas del sistema”; actividad ésta que le impide el tomar parte de otras, como el cuidado de los hijos; esta función: “el manejo hábil de los problemas emocionales de los miembros” (Parsons, Bales y Shi ls, 1953/1970, p. 256) debe ser cubierta por la madre. Y, por supuesto, dadas las relaciones de interdependencia del sistema familiar, el incumplimiento de la tarea

asignada conlleva el fracaso del sistema.

Desde una posición un tanto distinta, historiadores de las mentalidades, como Philippe Ariès (1960/1987), develaban una realidad diferente: una familia mudable, construida en un proceso histórico, y de ninguna manera obligatoria biológica o funcionalmente. La antropología hacía lo propio, en 1949, Claude Levi-Strauss publicaba Lasestructuraselementalesdelparentesco, en la que la familia aparece como un sistema normado o de relaciones: restricciones en tanto a las posibilidades de relacionarse eróticamente y procrear con determinadas personas o categorías de personas; y derechos y obligaciones culturalmente establecidas sobre la descendencia y sobre los cónyuges.

En su hoy afamada discusión sobre el paso de lo natural a lo cultural, Lévi - Strauss (1949/1998) dejaba en claro la artificialidad de la familia: la prohibición

3 Al respecto afirma Cadenas (2015): “A favor de Parsons puede decirse que se trata de descripciones de su época y que cada uno de estos juicios viene acompañado de abundante material estadístico de respaldo. Lo que Parsons describe es el estado de la familia

norteamericana de postguerra y su formulación general acerca del sistema familiar se ve permeada con estos supuestos” (p. 32).

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de lo “natural” es totalmente innecesaria; la prohibición revela, siempre, la participación humana en la conformación de una estructura:

Simétricamente, es fácil reconocer en lo universal el criterio de la naturaleza, puesto que lo constante en todos los hombres escapa necesariamente al

dominio de las costumbres, de las técnicas y de las instituciones por las que sus grupos se distinguen y oponen. A falta de un análisis real, el doble criterio de la norma y de la universalidad proporciona el principio de un análisis ideal, que puede permitir –al menos en ciertos casos y dentro de ciertos límites – aislar los elementos naturales de los elementos culturales que intervienen en

las síntesis de orden más complejo. Sostenemos, pues, que todo lo que es universal en el hombre corresponde al orden de la naturaleza y se caracteriza por la espontaneidad, mientras que todo lo que está sujeto a una norma pertenece a la cultura y presenta los atributos de lo relativo y de lo particular (p. 41) .

La naturaleza restrictiva de la familia evidenciaba su hechura social y, por tanto, la no obligatoriedad de un modelo específico de vinculación. Por lo que toca a la teorización de las ciencias sociales, las corrientes historicistas y antropológicas que sostenían la pluralidad y variabilidad de los modelos familiares fueron, en mi opinión, más incisivas, más sustentadas y mejor aceptadas que las corrientes funcionalistas o biologicistas que sugerían su naturalidad u obligatoriedad. Fuera de las academias el asunto es, sin duda, más debatible. Tras la segunda guerra mundial, aparecerían las grandes organizaciones multinacionales, como la Organización de las Naciones Unidas que, en su resolución 217 A (III), firmada el

10 de diciembre de 1948, propugna la Declaración Universal de Derechos Humanos, en cuyo artículo 16 puede leerse:

1. Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia; y disfrutarán de iguales derechos en cuanto al matrimonio, durante el matrimonio y en caso de disolución del matrimonio.

2. Sólo mediante libre y pleno consentimiento de los futuros esposos podrá contraerse el matrimonio.

3. La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado (p. 35) .

La familia era así definida como un componente cardinal de la sociedad; pero el qué fuera dicho componente nunca se clarificó, y aún hoy, 69 años más tarde, no existe definición alguna. Lo que sí existe es la conciencia de que no es posible

definirla; así lo expresaba el comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el 27 de Julio de 1990, en su observación general Noº 19:

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El Comité observa que el concepto de familia puede diferir en algunos aspectos de un Estado a otro, y aun entre regiones dentro de un mismo Estado, de manera que no es posible dar una definición uniforme del concepto. Sin embargo, el Comité destaca que, cuando la legislación y la práctica de un Estado consideren a un grupo de personas como una familia,

éste debe ser objeto de la protección prevista en el artículo 23 (Naciones Unidas, 2008, p. 237) .

La tendencia general de estas organizaciones ha sido la generación de definiciones más o menos inclusivas, de manera que distintas conformaciones de

lazos de parentesco puedan ser amparadas por el Derecho Internacional; por lo que las conceptuaciones pluralistas de modelos familiares les son más afines. Las organizaciones internacionales han tenido una influencia considerable en la formulación del Derecho y en la gobernanza de la generalidad de los países occidentales.

Al derecho internacional se suman, además, los movimientos políticos reformistas de finales de la sexta década del siglo XX; la aparición, en esa misma época, de la sociedad civil organizada, particularmente en los países económicamente más poderosos; y el posterior avasallamiento de la economía de mercado en el mundo occidental; movimientos éstos que, pese a sus diferencias, y aunque por distintos motivos, podemos considerar como tendencias favorables hacia la aceptación del pluralismo de los modelos familiares.

En el polo opuesto nos encontramos con la cultura y la tradición milenaria de los países que desearon o se vieron obligados a participar de la Comunidad

Internacional y sus exigencias visionarias, legislativas y, eventualmente, económicas. Y las instituciones, principalmente religiosas, cuyas cosmovisiones e intereses se veían afectados por el nuevo orden mundial.

Esta confrontación ha tenido, por supuesto, resultados diferentes en cada país y en cada pueblo, e incluso entre distintos grupos y personas; y describir estos carices va más allá de las posibilidades y objetivos de este trabajo; nos limitaremos aquí a señalar la diversidad de resultados.

Ahora bien, en los últimos años, la familia ha vuelto a convertirse en tema de álgidos debates. Esta vez, como resultado de las transformaciones legales que permiten la conyugalidad entre personas del mismo sexo; y la posibilidad de que estas uniones puedan ejercer funciones de crianza. Una vez más, los opositores a

esta suerte de reformas, arguyen un modelo de familia natural y, nuevamente, los investigadores y teóricos de la sociedad nos vemos compelidos a tomar a las familias como objeto de nuestras cavilaciones.

El objetivo de este trabajo es presentar una serie de cuadros generales sobre los modelos de familia dominantes en distintos momentos de la historia occidental y aportar elementos que nos permitan comprender sus transformaciones. No se trata propiamente de un trabajo histórico, hace tiempo

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que la historia monumental dejó en claro su imposibilidad y la excesiva generalidad a la que se ve obligada, no obstante, los cuadros que aquí se presentan sí aportan, me parece, evidencia de realidades familiares suficientemente distintas a las actuales como para evidenciar la artificialidad de nuestro modelo de familia.

¿Familias primitivas?

La lucha entre las instituciones eclesiásticas y estatales por el “control” de las creencias de la población no es, de ninguna manera novedosa; tampoco lo es el

uso de la familia como argumento a favor de una u otra. Cuando las naciones comenzaron a apropiarse de la educación pública, la Iglesia Católica argumentó que el Estado no tenía derecho alguno sobre la educación, ni podía contradecir los valores inculcados en la familia, en tanto que ésta poseía derechos de antigüedad. El 21 de diciembre de 1929, el Papa Pío XI publicaba su Carta Encíclica DiviniIllusMagistri, según la cual, la familia había sido creada por Dios, desde el principio de los tiempos, cuando mandó a Adán y Eva creced y multiplicarse; de ahí que tuviese “prioridad de naturaleza” sobre el Estado; por lo que la educación y las decisiones económicas competían a la familia y no a los gobernantes:

Ante todo, la familia, instituida inmediatamente por Dios para un fin suyo propio cual es la procreación y educación de la prole, sociedad que por esto tiene prioridad de naturaleza, y consiguientemente, cierta prioridad de derechos, respecto de la sociedad civil (Pío XI, 1929, p. 202) .

La idea de la familia como una institución tan antigua como el hombre no es, por supuesto, exclusiva de los eclesiásticos, hacia el siglo XVIII, cuando la Iglesia perdió el poder político frente a los Estados, muchos filósofos ilustrados se valieron de una curiosa artimaña retórica para sustentar sus opiniones: sustituir en sus discursos la palabra Dios por la palabra Naturaleza. Lo que Dios había mandado ahora era mandado por la Naturaleza, y lo que había sido un capricho divino se convertía en una Ley de la Naturaleza: las cosas no eran como eran porque Dios así lo deseaba, sino porque era lo-natural. Las instituciones sociales no fueron ajenas a esta conversión. La familia, que había sido determinada por Dios, se convirtió en un fenómeno natural y, en tanto que natural, universal. Así, cuando Jean Jaques Rousseau pensó en nuestros antepasados “primitivos”, no

pudo sino imaginarlos viviendo en células familiares, con exactamente los mismos roles que poseían en la Francia del siglo XVIII:

Las primeras exteriorizaciones del corazón fueron el efecto de un nuevo estado de cosas que reunía en una habitación común a maridos y mujeres, a padres o hijos. El hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia

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fue una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que el afecto recíproco y la libertad eran los únicos vínculos (Rousseau, 1755/1923 p. 39) .

Podríamos pensar que la proyección del presente en el pasado es un vicio de los teóricos del pasado y que el conocimiento actual es cuidadoso con eso, pero eso

no es ni cercanamente cierto, como Adovasio, Soffer y Page (2008) refieren:

A principios de los años ochenta, Owen Lovejoy, de la Universidad Estatal de Ohio, publicó un artículo muy influyente: “The Origins of Man” en Science, la prestigiosa revista de la asociación Americana para el Avance de la Ciencia,

en el que argumentaba que los Australopitecos habían empezado a andar de manera bípeda con el fin de dejar libres las manos para cazar y acarrear comida. En su opinión, esa era la base de la familia nuclear. Era una vida pacífica y llena de amor, en la que se mostraba afecto y se compartía, y parecía indicar que había una línea directa, que se extendía a lo largo de millones de años a través de la evolución, y que unía ese modelo con el de la familia de la zona residencial del siglo XX en la que el papá sale todos los días a librar su batalla comercial mientras mamá se queda en casa para llevar a los ruidosos pero encantadores hijos al colegio y después se siente realizada mientras hace las tareas del hogar y sale a dar una vuelta (p. 62) .

Sugerir el origen de la familia nuclear hace unos dos millones de años es, afirman, totalmente imposible, la familia nuclear, en su opinión, es más reciente: tiene unos 45,000 años:

La disminución del estrés general y la gracilidad que experimentaron las hembras mientras los machos continuaban siendo relativamente robustos implica que fue en esa época cuando el sexo masculino empezó a asumir la tarea de alimentar a su descendencia. La división del trabajo podría haber surgido en esta época de la mano del reparto habitual (incluso organizado) de la comida.

Así pues, se instauró el concepto de familia interdependiente y, a partir de entonces, dichas familias debieron de ir vinculándose con otras mediante los emparejamientos cruzados hasta desarrollar el concepto tan meramente humano del aprecio por la familia extensa. Empezaron a calificar individuos, por ejemplo, en términos de tíos o primos; personas en las que se sabía que

se podía confiar. Otros pasaron a conocerse como abuelos y abuelas, pues la esperanza de vida aumentó con la disminución del estrés y la sustitución de los enfrentamientos peligrosos y puramente físicos con la naturaleza (Adovasio, Soffer y Page, 2008, p. 191) .

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La antropología abunda en esta suerte de interpretaciones; la descripción que Helen Fisher (1992) hace de Lucy, la australopithecus afarensis, lo deja bastante claro:

Y si los animales aman, Lucy amaba. Es probable que haya flirteado con los muchachos que conocía cuando, a comienzos de la sequía, se congregaban los diferentes grupos. Y es posible que se haya enamorado de alguno que le regalaba carne. Puede haberse acostado junto a él entre los matorrales para besarse y abrazarse y luego haber permanecido despierta toda la noche, eufórica. Mientras ella y su amigo especial recorrían juntos la llanura

buscando melones, bayas y carne de antílope fresca, debe de haberse regocijado. Cuando se abrazaban para soñar juntos, probablemente sentía el calor cósmico del apego. Tal vez se aburrió a medida que pasaban los días, y conoció la alegría de escaparse al bosque para copular con otro. Probablemente se sintió muy triste cuando ella y su compañero se separaron una mañana para integrarse a grupos diferentes. Y luego volvió a ena morarse (p. 167) .

Pero estas proyecciones de la familia son insostenibles; no hay razón alguna para remontarlas hasta la prehistoria cuando ni la totalidad de las culturas actuales se organizan así, ni los mismos occidentales, hasta hace relativamente poco tiempo, nos organizábamos así. De hecho, conforme más nos remontamos en el pasado de la humanidad, más se desdibujan nuestras estructuras sociales.

Nuestras afirmaciones en relación con el pasado de la humanidad son, ciertamente, especulativas; no obstante, una especulación seria al respecto,

además de las cuestiones de sobrevivencia básica, tendría que plantearse qué sabían nuestros antepasados y qué cosas aún no existían. A mi parecer, plantearse estas dos cuestiones evidencia que no es posible que existieran las familias nucleares en la prehistoria. Creo que hay varias razones que sostienen esta afirmación: primero, aunque la filiación materna es evidente no hay razón alguna para suponer que nuestros antepasados estaban conscientes de la participac ión del varón en la procreación pues no todas las relaciones coitales producen embarazos; entre la relación coital que resulta en un embarazo y el parto hay cuarenta semanas de distancia; entre la relación coital que resulta en un embarazo y la notoriedad de un embarazo hay unas dieciséis semanas, por lo menos; además no hay razón anatómica o fisiológica alguna para no tener

relaciones coitales durante el embarazo, esa prohibición fue posterior, ¿cómo se supone entonces que en el paleolítico superior tuviéramos alguna conciencia de la participación del hombre en la procreación o de la función reproductiva del coito? Es decir, ¿cómo podría saber un varón que sus actos tienen alguna relación

con el embarazo y nacimiento de un hijo? Como si esto no fuese suficiente, tampoco hay ninguna razón anatomofisiológica para la monogamia; por lo que podemos suponer que no había exclusividad sexual para ninguno de los sexos;

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las prohibiciones poligámicas para las mujeres fueron muy posteriores y para los hombres aún más; y finalmente, tampoco hay razón anatomofisiológica alguna para la heterosexualidad exclusiva; el mismo Sigmund Freud (1905/2012), hace más de cien años, fue consciente del ejercicio de nuestros potenciales de satisfacción erótica y de la no-exclusividad del objeto de deseo. De ahí que

afirmara que el niño es un perverso polimorfo; y si los niños modernos lo hacen, ¿qué nos hace pensar que nuestros antepasados, que no estaban sometidos a regulaciones en este sentido, no lo hacían?

Miremos el cuadro que se nos presenta a través de estos principios: grupos humanos sin limitaciones biológicas en tanto a con quién, cuándo, cómo, dónde,

cuántas veces pueden relacionarse sexualmente, que difícilmente podrían ser conscientes de la relación entre el coito y la reproducción, ¿cómo podría haber una figura paterna? ¿Cómo podría un sujeto adquirir obligaciones de protección y aprovisionamiento sobre una célula familiar nuclear? ¿Qué instituciones habrían de obligar a un sujeto a cumplir esa función y en razón de qué?

Desde luego, el ser humano difícilmente sobrevive en aislamiento; podemos suponer grupos de personas con lazos afectivos, y responsabilidades compartidas en tanto a la protección y sostenimiento del grupo, quizá, incluso, con identidad grupal; pero de ahí a las familias agremiadas hay un salto más que considerable. ¿Qué más podemos afirmar sobre estos grupos? Con certeza absoluta: nada.

Es posible que existiera matrilinealidad, es decir, que los hijos se reconocieran como descendientes directos de la madre; pero también es posible que se reconocieran como descendientes del grupo como totalidad; o de algún subgrupo en función de alguna característica personal; o como descendientes de algún espíritu o dios; o en función del lugar donde nacían, por la cercanía con

algún lago o fuente de recursos. Y aunque no hay evidencia alguna de la existencia de los matriarcados propuestos por Bachofen, es posible, también, que las mujeres ocuparan posiciones importantes dentro del grupo, por su capacidad para procrear o por su comunicación o relación con las deidades que procreaban en ellas; lo cierto es que existe una desproporción más que considerable entre las representaciones artísticas de mujeres y hombres (Gimbutas, 1996). Las llamadas venus paleolíticas: esculturas y grabados de mujeres embarazadas son sumamente abundantes, mientras que las representaciones masculinas entre el 35,000 a. C. y el 15,000 a. C. son prácticamente inexistentes (Eisler, 2000).

Ahora bien, la participación del hombre en la procreación, me parece, no

pudo haber existido hasta la llamada Revolución Neolítica: el desarrollo de la agricultura, la sedentarización y la domesticación de los animales. Es posible que la contención de animales llevara al descubrimiento de la reproducción sexuada; basta con separar a los animales en machos y hembras, en corrales distintos, y caer en cuenta que cuando están separados no se reproducen. Lo cierto es que

unos tres mil años después de la sedentarización comenzaron a aparecer representaciones escultóricas de parejas, siempre rodeadas de figurillas de mujeres embarazadas (Gimbutas, 1991).

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Algunos teóricos (Eisler, 2000; Rodriguez, 2002) han considerado que la mujer poseía un lugar sagrado dentro de las cosmogonías prehistóricas. El descubrimiento de la participación masculina en la reproducción produjo un cambio: lo sagrado ya no era la mujer en sí, sino la unión sexual. Aparecerán entonces las divinidades del amor y el sexo; curiosamente vinculadas, también a

la muerte (Baring y Cashford, 2005).

Podemos suponer que una cosmovisión como esta se vería acompañada de mitos y ritos de unión, es decir, ceremonias en las que dos personas quedaran simbólicamente unidas, quizá ante alguna divinidad, y que estas parejas sí podrían tener a la reproducción como objetivo. No obstante, no podemos afirmar

que este se al origen de las familias nucleares pues, primero, no sabemos cómo se explicaban la reproducción: hasta el siglo XIX, el occidente no tuvo claro ese proceso y las teorías al respecto abundan (Laqueur, 1990), la antropología ha evidenciado un sinfín de maneras culturalmente variables de convertirse y/o ser reconocido por la comunidad como hombre o como mujer (Herdt, 1981; Gutmann, 1998), así que ¿cómo afirmar que un hombre y una mujer conformarían una unión conyugal estable para reproducirse y mantenerse?, ¿quién podría unirse con quién?, ¿quién cumpliría qué funciones en dicha unión? En el código legal del Rey Urukagina, del 2350 a. C., todavía podemos leer que: “Las mujeres de antes tenían dos hombres, [pero] las mujeres de hoy evitan este crimen” (citado en Molina, 1995, p. 54), lo que sugiere que la restricción monógama para las mujeres no se estableció sino hasta varios milenios después; por lo que los vínculos familiares de conyugalidad y filiación serían claramente distintos de los nuestros.

Gestación de las relaciones de conyugalidad

Entre el 7,000 y el 2,500 a.C. ocurriría lo que algunas teóricas feministas (Hartmann, 1980) llaman el establecimiento del sistema patriarcal: un cambio en la condición de las mujeres: su conceptuación como objetos de interc ambio, compraventa, renta, robo o botín. Hay, cuando menos, tres grupos de teorías sobre cómo se generó esta situación: las geográficas; las económicas y las bélico - expansionistas. Según las primeras, el sedentarismo trajo consigo el descubrimiento de la participación del varón en la procreación, aparecieron los primeros dioses masculinos y sus respectivos presbíteros; de algún modo los sacerdotes se hicieron con el poder y sometieron a sus contrapartes femeninas

que quedaron relegadas a la esclavitud. Pero hay al menos 4,000 años de diferencia entre el desarrollo de la agricultura y la aparición de las teocracias. Las tesis más abundantes tienen bases económicas. Existen varias propuestas, una de ellas es que el sedentarismo trajo gran desarrollo económico y prosperidad, lo

cual despertó la envidia de los vecinos que trataron de apropiarse de lo que las colectividades sedentarias habían creado; para poder defenderse, las sociedades sedentarias tuvieron que crear defensas y ejércitos, fueron estos guerreros l os

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que sometieron a las mujeres, y crearon regímenes de reproducción para tener un suministro constante de soldados. Para otros, el sometimiento de las mujeres fue resultado de una evolución natural de las sociedades. La riqueza producida por el sedentarismo trajo apareada la estatificación social; la división del trabajo condujo obligadamente a la aparición de ricos y pobres. Los pobres se sentían

envidiosos de los ricos y éstos se vieron obligados a crear ejércitos para defenderse de los pobres; una vez contando con los recursos económicos y poder militar, se apropiaron de las mujeres de la misma manera que hicieron con los recursos (Arias y Armendáriz, 2000). Pero estas tesis también tienen problemas de datación, pues hay evidencia de grandes ciudades como Çhatal Hüyuk o la

Creta minoica, mercantilmente desarrolladas, en las que no hay registro alguno de compraventa de mujeres. Una teoría alterna sugiere que las culturas sedentarias de la vieja Europa fueron, en realidad, conquistadas y devastadas por grupos nómadas crecidos en las estepas rusas. Fueron estos conquistadores, los que trajeron consigo la dominación de las mujeres (Gimbutas, 1996), dando origen a la “cultura” indoeuropea que, como afirma el especialista J. P. Mallory (1989), los logros culturales atribuibles a los protoindoeuropeos serían reducidos, “ya que […] los vemos principalmente ´en actitud de destruir culturas anteriores´ ” (citado en Eisler, 2000, p. 92) .

Según Georges Dumézil (1968/2016), la cultura indoeuropea es fácilmente distinguible por la presencia de tres funciones que caracterizan sus mitos, ideología, religión y organización social: el sacerdocio, la guerra y el campesinado. Esta cultura se esparciría desde Rusia, hacia Asia, y más tarde por todo el Oriente Medio; luego a lo largo del mar Mediterráneo y, eventualmente, por el norte de Europa. En todas estas regiones encontramos similitudes ideológicas y

estructurales, y todas ellas, las mujeres se convertirán en propiedad y objeto de intercambio mercantil. Aunque no sabemos, realmente, de qué manera ocurrió la apropiación de las mujeres, sabemos que para el 2,000 a. C., ya eran una posesión. Los viejos códigos legales del Oriente Medio dan muestra de ello. Una de las reformas legales del Rey Urukagina versa: “Cuando una mujer contra un hombre diga: [...] la boca de esa mujer será aplastada con un ladrillo cocido, [y] ese ladrillo cocido se colgará en la puerta de la ciudad” (citado en Molina, 1995, p. 54) .

El afamado código de Hammurabi del 1792 a. C. establece que si alguno matase a una mujer, y siguiendo la ley del talión (ojo por ojo y diente por diente), como castigo se le matará una mujer de su casa, ¿por qué? Porque asesinar a una mujer es un acto de destrucción de la propiedad privada de alguno, y no un

atentado contra una persona (Sanmartín, 1999) .

Lo mismo encontramos en el Antiguo Testamento, dado que el pueblo Hebreo es heredero de la cultura indoeuropea. En el libro del Génesis 12:11- 20, por ejemplo, encontramos la historia de Abraham y Sara, según la cual, estando

Abraham próximo a Egipto, y dado que Sara es muy hermosa, prevé que los egipcios lo matarán para quitársela; por lo que le pide a ésta hacerse pasar por su hermana. Los egipcios, en efecto, al ver la belleza de Sara la llevan ante el

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faraón que a cambio de ella obsequia a Abraham con “ovejas, vacas, asnos, siervos, siervas, asnas y camellos” (Escuela Bíblica de Jerusalén, 1998, p. 27); cuando Yahvé se entera del asunto, manda a castigar al Faraón que la devuelve a su legítimo dueño. En el Génesis 20, la historia se repite pero esta vez no es el faraón sino Abimélec. Cuando en el siglo XVIII, Voltaire (1764/2007) se encuentra

con los lenocinios de Abraham, no se tienta el corazón y espeta: “Sara sólo tenía entonces sesenta y cinco años; pero teniendo como tuvo veinticinco años después un rey por amante, bien pudo veinticinco años antes inspirar amor al faraón de Egipto” (p. 40) .

Estas historias pululan en el Antiguo Testamento, en Génesis 19:7-8; Lot,

sobrino de Abraham, con tal de defender a un par de extraños a los que ha recibido en su casa –que más tarde resultarán ser ángeles–, y guardar las leyes de la hospitalidad, decide ofrecer a sus hijas a una chusma lasciva:

Por favor, hermanos, no hagáis esta maldad. Mirad, aquí tengo dos hijas que aún no han conocido varón. Os las sacaré y haced con ellas como bien os parezca; pero a estos hombres no les hagáis nada, que para eso han venido al amparo de mi techo (Escuela Bíblica de Jerusalén, 1998, pp. 33-34) .

Desde luego, no podemos juzgar el pasado con los valores del presente; lo que estos textos sugieren es que las mujeres no eran consideradas personas sino propiedades; de ahí que pueda mercarse con ellas sin el menor reparo. Ahora bien, los pueblos indoeuropeos y sus descendientes tampoco poseen familias nucleares; lo que sí tienen son vínculos conyugales y filiales. Por supuesto, dado que las mujeres son propiedades, sus matrimonios no son como los nuestros. En

tanto que posesiones, las mujeres se compran, se venden, se rentan o roban; y, en ocasiones, si hay suerte, también se encuentran por ahí tiradas. Y de la misma manera que con cualquier objeto, se pueden tener tantas como uno pueda comprar. El estatus sexualmente diferenciado también resulta en una experiencia distinta: para el varón, el matrimonio implicará un rito de paso: su conversión en patriarca e iniciador de una descendencia propia; para la mujer es un simple cambio de propietario; dejarán de ser propiedad de sus padres y se convertirán en propiedad de sus maridos.

Los matrimonios como intercambios de mujeres serán la usanza por unos tres mil años. Según Rojas Donat (2005), en los pueblos germanos, el matrimonio por compra oKaufehe, comienza con la negociación (muntvertrag), entre el padre de

la novia y el pretendiente. Una vez acordado el precio, se realizaba una entrega ritual (anvertrauung) de la chica al patriarca de la familia del pretendiente; enseguida ocurría una ceremonia de aceptación (trauung) en la que los parientes del novio la rodeaban y testificaban la transición de una familia a la otra. Rojas

Donat explica que lo que se compraba en estas ceremonias no era una mujer en tanto cuerpo sino un “munt”: una suerte de poder sobre ella. Cuando el matrimonio ocurría por rapto o Friedelehe, es decir, cuando no había un pago de

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por medio, el novio podía haber adquirido el cuerpo de la novia, pero nunca adquiría el munt, por lo que la chica continuaba siendo propiedad de su padre.

Familia romana

Los romanos sí tenían familias. De hecho, la palabra familia proviene del latín famīliaque, según la Enciclopedia británica (2009), significa “grupo de siervos y esclavos patrimonio del jefe de la gens”; es el plural de famŭlus, que significa “siervo, esclavo” (Corominas, 1980/2001, p. 846)4 .

Los romanos llamaban familia al conjunto de propiedades de un pater

familias. En aquel entonces, la esposa, los hijos, las esposas de los hijos, los hijos de los hijos, las concubinas y concubinos, los siervos, los esclavos y hasta los animales, se consideraban propiedad de un pater y, por tanto, su familia (Cantarella, 1997). La palabra padre proviene del latín paterque significa “dueño” 5

(Corominas, 1980/2001, p. 335). El pater, ejercía un poder absoluto sobre su

familia llamado “patriapotestad”, es decir, “poder de dueño”. Mientras el pater viviera, su familia entera era su propiedad y la Ley le permitía hacer con ellos (con sus cuerpos, su trabajo y sus vidas), lo que desease: puede ordenarles lo que desee, puede venderlos, rentarlos e, inclusive, matarlos, si así lo deseaba; y esto ocurría:

La familia romana significaba un hogar, no una familia en el sentido moderno, y los hogares tenían una gran variedad de formas y tamaños. Entre los ricos y poderosos, el hogar a menudo incluía a centenares de personas y de cosas: hijos, sirvientes, esclavos, ganado y otras propiedades, todos ellos formaban parte de la familia. Pero el paterfamilias no formaba parte de la familia,

aunque su esposa y sus hijos fuesen miembros de ella y, como los sirvientes y los esclavos, los bueyes y los gansos y el resto de la familia, pertenecieran al paterfamilias (Brundage, 2000, pp. 41-42) .

En tanto que herederos de la cultura indoeuropea, las mujeres romanas eran

objetos: no tenían derechos, ni propiedades y no podían tomar decisiones por sí mismas; su vida entera la pasaban bajo la potestad de un varón: primero su padre, y después su marido, y si por cualquier motivo su dueño llegaba a faltar, se le asignaba un tutor que decidiera por ella. De hecho, las mujeres romanas ni siquiera tenían nombre propio; para nombrarlas se utilizaba el nombre de su

dueño en femenino, al que se añadía algún apelativo como “maior”, “minor ”,

4 Según Corominas (1980/2001): “Conjunto los esclavos y criados de una persona” (p. 846); Gómez de Silva (1998) atempera la palabra sugiriendo que la palabra significa grupo de sirvientes: “originalmente = ‘Personas que viven bajo un mismo techo; criados de una casa’, del latín famulus ‘criado’” (p. 295); Pimentel Álvarez (2009), refiere Familia como “esclavos, sirvientes, la

servidumbre” (p. 205); y famulus como “criado, sirviente, esclavo”.

5 Según Coromines (2008), pater significaría “Patrón, protector o defensor” (p. 406).

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“prima” o “seconda”, para distinguirla del resto de las mujeres de la casa (Cantarella, 1997). Si su padre las vendía a algún otro, entonces cambiaban de nombre, adquiriendo el de su nuevo dueño, de ahí el tradicional cambio de apellido en el matrimonio, todavía vigente en algunos países:

Como ha escrito Moses Finley, los romanos, no llamando a las mujeres por su nombre, querían transmitir un mensaje: que la mujer no era y no debía ser un individuo, sino sólo una fracción pasiva y anónima de un grupo familiar. Siendo su destino el de esposa (de un marido no escogido por ella) y madre (de hijos sobre los que no tenía ningún poder, no había razón alguna para

individualizarla y conocerla como singular, específico e irrepetible ser humano (Cantarella, 1997, p. 72) .

Las relaciones de conyugalidad se establecían del mismo modo que en otras culturas herederas de la indoeuropea: por compra, renta o robo. Un aspecto importante en relación con la conyugalidad romana es que se trataba de un acuerdo entre particulares, es decir, entre dos pater familias; en el que ni el estado, ni ninguna institución religiosa estaban implicados como agentes legitimadores. De hecho, las más de las veces tampoco estaban implicados los contrayentes, pues los acuerdos eran establecidos por sus padres, con fines económicos, sociales y políticos.

El análogo del muntde los germanos, era el manusromano, el poder de un patersobre una mujer de su casa. Un matrimonio por compra comenzaba cuando un pateracudía a casa de otro a pedir el manusde alguna mujer de su casa para sí mismo o para alguno de sus hijos. Los acuerdos eran, por supuesto,

complicados; un paterpodía comprar el manusde una mujer a otro, o podía comprar a la mujer sin manus; en tal caso, el pater original conservaba este po der y podía vender a la mujer a algún otro si se presentaba una buena oportunidad o reclamarla nuevamente para sí:

El poder al que se sometían las esposas era llamado manus, y correspondía al marido sólo si éste era paterfamilias, es decir, si no tenía as cendientes varones vivos. Si el marido todavía era filiusfamilias(cuestión totalmente independiente de su edad, pues en Roma la patria potestasno cesaba al cumplir los hijos la mayoría de edad, sino que duraba mientras vivía el padre), la esposa era sometida a la manus del suegro. Y este poder, aunque no era

ilimitado, como lo era en cambio el poder paterno, también resultaba muy gravoso y en algunos casos permitía a su titular, al igual que la potestad paterna, matar a la mujer sometida a él. La diferencia entre los dos poderes consistía sustancialmente en esto: el padre podía matar a la hija si y cuando

decidiera hacerlo; el marido o el paterfamiliasde éste, sólo en los casos previstos por la ley (Cantarella, 1997, p. 80) .

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El matrimonio era un asunto primordialmente económico y político: negociación de alianzas y conservación de fortunas, en el que ni los afectos, ni la reproducción, por cierto, tenían relevancia (Marcos Casquero, 2006); tan es así que los esclavos no tenían matrimonio alguno; sus uniones, llamadas contubernium, no tenían valor alguno ante la ley: un paterbien podía separar a la pareja de esclavos y

venderla a quien desease (Duby, 1999; Brundage, 2000).

Una vez pactado el precio de la novia se realizaba un ceremonia llamada confarreatio; se trata de un rito religioso en el que los futuros esposos celebraban un sacrificio a Júpiter comiendo una torta de cereales llamada panisfarreus, en presencia de un sumo sacerdote: pontifexmaximus, un sacerdote de Júpiter:

flamendiualis, y diez testigos. El paterde la novia la “entrega” a la nueva familia uniendo las manos derechas de los novios, rito llamado dexteratumiunctio; se sacrificaba una oveja y se utilizaba la piel de la misma para cubrir el sitio sobre el que los nuevos esposos se sentaban. Finalmente, la pareja daba tres vueltas alrededor del altar. La novia debía, por cierto, ir cubierta con un velo, llamado flammeum. Hago mención de estos ritos, por supuesto, para destacar un cierto hilo conductor entre las formas de conyugalidad romanas y las nuestras.

La transferencia de la novia a una nueva familia implicaba una ruptura con la anterior, no sólo cambiaría de nombre, adoptaría nuevos dioses y una nueva tradición religiosa: la de su nueva familia. Pero las complicaciones y costos de la confarreatiola hacían poco frecuente. Otra forma de rito por compra era la coemptio: una compra parcial con la que el paterconservaba ciertos poderes sobre la mujer vendida. Y estaba además el usus: una forma de usucapión: la ley romana establecía la propiedad por el uso continuado del objeto durante dos años para los bienes inmuebles y un año para los bienes muebles; una mujer

podía adquirirse, por tanto, si se la utilizaba durante un año:

Uno de los modos de adquirir la propiedad de las cosas era la usucapión, es decir, la posesión y el uso de la misma cosa, prolongado a lo largo de un tiempo. En Roma, y más en concreto la Ley de las XII Tablas, había establecido que este periodo fuese de un año para las cosas muebles y de dos años para las inmuebles. Pues bien, el usus no era sino otra forma de usucapión. Después de un año de convivencia, sin haber realizado la confarreationi la coemptioo sin que estas hubiesen producido sus efectos propios, por vicios de forma o de fondo, el marido (o su paterfamilias, si el marido era alieniuris ) usucapía la manussobre la esposa (Cantarella, 1997, p. 83) .

Todos los ritos matrimoniales se acompañaban de festejos: un gran banquete en casa de la novia, y una procesión con antorchas hasta la casa del novio, durante la que los invitados arrojaban nueces sobre la pareja como símbolo de fertilidad,

mientras cantaban canciones en las que exaltaban la virilidad del novio. Una vez en casa del novio, éste tenía que levantarla en brazos y entrar en la casa con el

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pie derecho por delante; esto, según Plutarco, en conmemoración del rapto de las mujeres sabinas.

Ahora bien, si las instituciones no estaban implicadas en los ritos matrimoniales, ¿cómo saber si un matrimonio es legítimo y qué lo mantiene? La conyugalidad romana posee dos conceptos para resolver este problema: dos

personas se encuentran casadas mientras exista affectio maritalis; y un matrimonio es legítimo si hay honormatrimonii. El primero, no es, como algunos piensan, la existencia de sentimientos afectuosos entre cónyuges; resulta difícil hablar de amor entre dos personas que apenas se conocen o que estaban comprometidas entes de nacer. La palabra affectio es un término legal que

significa “intención”, es decir, existe matrimonio mientras los cónyuges tengan la intención de estar casados. Mientras que el honormatrimonii, si bien sí se trata de una dignidad social, esta dignidad no debe entenderse como en nuestros días; pues poseemos innumerables evidencias de padres y esposos asesinando a sus hijas y esposas en lugares públicos sin que a nadie le parezca ni mínimamente indigno; así como contratos de compraventa y préstamos de la esposa a un amigo. No, el honormatrimoniiimplicaba la asistencia a ciertas celebraciones de carácter público, como los funerales, a los que únicamente las esposas podían asistir; esas son las dignidades sociales de las que los romanos hablaban. El amor, los afectos o la atracción entre los cónyuges, en suma, nada tenían que ver con el matrimonio. Éste era un contrato entre particulares y, nuevamente, una forma de compraventa y renta de mujeres. Para cuestiones de amores, pasiones, enamoramientos y demás, los romanos tenían concubinas y concubinos: personas, regularmente, de clases sociales inferiores con las que los romanos varones podían tener amoríos abiertamente, y que, muchas veces, incluso, vivían

en la misma casa; además estaban las relaciones con mujeres y hombres que no tenían estatus de concubinas, y distintos tipos de prostitución. A las mujeres, por su parte, se les obligaba, salvo en el caso de las prostitutas y meretrices, a guardar fidelidad absoluta a sus maridos, so pena de muerte, delito conocido con el nombre de stuprum:

Nunca se consideraba la posibilidad de que pudieran atraerse mutuamente, con espontaneidad y mutua atracción. Ahora bien, hay que subrayar que tanto la mujer como el hombre podían reclamar el débito; aunque, alejados del lecho conyugal, el hombre continuaba siendo el amo de la mujer (Flandrin, 1982, p. 159) .

La familia romana cristianizada

Antes de imbricarse con la estructura estatal romana el cristianismo primitivo no poseía ritos matrimoniales propios. Dado que creció entre las clases más depauperadas de distintas grupos culturales, asimilando mitos y ritos de los lugares en los que se establecía (Rodríguez, 2004), sus formas de conyugalidad

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fueron romanas, griegas, hebreas, africanas, y hasta asiáticas. Si se observan los evangelios canónicos, Jesús no dijo casi nada al respecto. En el Evangelio de Marcos 10:1-12, se narra cómo se acercaron a Jesús unos fariseos:

Que, para ponerle a prueba, preguntaban “¿Puede el marido repudiar a la mujer?” Él les respondió: “¿Qué os prescribió Moisés?” Ellos le dijeron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla.” Jesús les dijo: “teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola

carne. De manera que ya no son dos sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.” Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. Él les dijo: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Escuela Bíblica de Jerusalén, 1998, pp. 1483- 1484).

Parecería que ya desde entonces la doctrina cristiana sobre la indisolubilidad del matrimonio comenzaba a establecerse. El problema es que todo el evangelio de Marcos después del capítulo 8 es un añadido posterior: no aparece en los textos de los primeros 600 años después de Cristo; ni el CodexAlexandrinus, ni el Codex Sinaiticus, ni el CodexVaticanus, por lo que se trata, evidentemente, de una falsificación, que queda bastante clara si tan sólo se piensa que en aquel entonces no había actas de divorcio, ni la mujer podía pedirlo, de ninguna manera. Aunque el texto, casi idéntico, se encuentra también en Mateo 19:1-9; con la salvedad de que en esa ocasión, Jesús dice que no se puede repudiar a la esposa a no ser por

fornicación. Según la Escuela Bíblica de Jerusalén (1998) es poco probable que a los otros evangelistas se les haya olvidado poner la cláusula de exclusión que permite repudiar a la esposa en caso de fornicación –como sí se les olvidó la infancia de Jesús y su nacimiento de una virgen–, por lo que debe ser un añadido posterior, en particular porque responde a una problemática rabínica posterior:

Es poco verosímil que los tres hayan suprimido una cláusula restrictiva de Jesús, y más probable, en cambio, que uno de los últimos redactores del primer evangelio la haya añadido para responder a una determinada problemática rabínica (discusión entre Hillel y Sammai sobre los motivos del divorcio) por lo demás evocada por el contexto (p. 1452).

En Lucas, por otro lado, no está narrada la historia, sólo hay una cláusula que dice: “Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio” (Lucas 16:18, como se

citó en Escuela Bíblica de Jerusalén, 1998, p. 1522). Esto es todo lo que los evangelistas dicen sobre el matrimonio. El que sí se extiende sobre el asunto es Pablo, quien dedica todo el capítulo 7 de su primera epístola a los de Corinto a

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arengar sobre el matrimonio. Pablo está, a todas luces, convencido de que se aproxima el fin del mundo, por lo que recomienda a su grey conservarse en castidad y no traer más niños a lo que resta del mundo. Su convicción del fin de los tiempos aunada a su formación estoica, basada en doctrina del dominio de sí como práctica para liberarse de las pasiones que nos esclavizan al mundo

(Sharples, 2009), resultó en una serie de textos en los que los placeres en general y los sexuales en particular quedaban muy mal parados frente a la castidad.

El vacío doctrinal y las peculiares condiciones en las que se gestó el cristianismo primitivo propiciaron el desarrollo de al menos tres perspectivas en relación con las relaciones de conyugalidad: la primera, conocida como la

corriente ascética, encontraba el matrimonio como un asunto de la carne y sugería que era una cosa mundana y reprobable; por lo que la iglesia no tenía que opinar sobre el asunto. Esta es la corriente más numerosa entre los llamados Padres de la Iglesia, entre los que constantemente encontramos referencias a lo abominable que es amar a la esposa; es famosa la frase de San Jerónimo: en tanto que amar apasionadamente a la esposa es adulter io:

Adultero es también el que ama con demasiada pasión a su mujer, había escrito san Jerónimo. En realidad, respecto a la esposa ajena, cualquier amor es pecaminoso; respecto a la propia, el amor excesivo. El hombre juicioso debe amar con ponderación a su mujer, no con pasión, de modo que domine los impulsos de la concupiscencia y no se deje arrastrar precipitadamente al acto sexual. Nada hay más infame que amar a una esposa como a una amante… Que no se presenten ante sus esposas como amantes, sino como maridos (San Jerónimo contra Jovinien, I, 49 como se citó en Flandrin, 1982,

pp. 164-165) .

Las segunda, antitética de la primera, está hoy soterrada en la historia. Joviniano, por ejemplo, sostenía que los placeres, en tanto dones divinos, tenían que ser buenos; y el famoso nicolaismo cuyos líderes Carpócrates y Basílides, sostenían: “Que el cristianismo implicaba el amor libre y la total falta de moderación sexual y predicaban una doctrina que incluía compartir todos los recursos, incluyendo los favores sexuales, entre los fieles” (Brundage, 2000, p. 80) .

La tercera, que finalmente se impuso sobre las demás, es decir, la que terminó coligándose con el poder en Roma e imponiendo su perspectiva, fue una corriente intermedia, representada, mejor que nadie, por San Agustín, que veía

en el matrimonio un bien, siempre y cuando se utilizase únicamente con la finalidad de reproducción: el placer era necesariamente malo, pero un mal necesario para la perpetuación de la especie humana:

Agustín desplaza el límite entre el mal y el bien: no separa ya a los cónyuges de los continentes, sino a los fornicadores de los cónyuges. Hay bien en el matrimonio. El matrimonio es bueno, ante todo porque hace que se

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multipliquen los hombres y así permite que se repueble el Paraíso, reemplazando por elegidos lo ángeles caídos; es bueno, sobre todo porque es el medio de refrenar la sensualidad, es decir, a la mujer. En el paraíso, según escribe, el mal vino de que el deseo penetró “esa parte del alma que hubiera debido estar sometida a la razón como la mujer a su marido”. Por el

matrimonio puede restablecerse la jerarquía primitiva, la dominación de la carne por el espíritu. A condición, por supuesto, de que el esposo no tenga la debilidad de Adán y que reine sobre su esposa (Duby, 1999, p. 27) .

Una moral basada en el rechazo a los placeres y que estipula la reproducción

como único fin legítimo para el ejercicio de la actividad sexual caracterizarán, en lo sucesivo, al cristianismo. Por supuesto, los modelos familiares no podrían verse mayormente afectados porque Jerónimo pensara que amar a la esposa era un despropósito u Orígenes creyera que lo más sensato sería castrarse para evitar así la tentación de la carne. Lo determinante es que sus ideas se convirtieron en doctrina y que dicha doctrina se utilizó para crear regímenes pastorales y legales que, esos sí, llevaron a transformaciones en las relaciones de conyugalidad y filialidad, que resultaron en un modelo de familia distinto al hasta entonces dominante.

La imbricación del cristianismo y la estructura gubernamental romana, que llevaría a la creación de la Iglesia Católica en el siglo IV de nuestra era, fue determinante en la conformación de nuestros modelos familiares actuales:

Los Obispos cristianos pasaron a ser funcionarios públicos, administradores de bienes considerables y detentadores de un creciente poder político. La

Iglesia pronto se adaptó a las pautas del gobierno civil. La estructura organizativa del estado de Constantino, con sus prefecturas, diócesis y provincias, aportó un marco que la iglesia adoptó para su propia administración. Los obispos se vieron investidos con autoridad judicial, y el gobierno puso en vigor sus decisiones como las de los jueces civiles (Brundage, 2000, p. 96) .

Dos grandes innovaciones tendrán lugar en esta época: primero, la imposición de la institución eclesiástica como agente legitimador de las uniones conyugales. Lo que hasta entonces había sido un acuerdo entre particulares se convirtió en un asunto regimentado por una institución6. Segundo, la progresiva formulación de

6 Las primeras injerencias del Estado en asuntos matrimoniales son, en realidad, un tanto anteriores al dominio eclesiástico, durante el gobierno del emperador Augusto. El estado de guerra constante del Estado Romano resultó en un paulatino decremento de la población y, con ello, una merma en las filas del ejército, de ahí que Augusto exigiese a la población un mínimo de hijos por matrimonio. La lex lulia de maritandis ordinibus y la lex Papia Poppaea establecían que todo hombre de entre 25 y 60 años y debía casarse y tener al menos un hijo legítimo (es decir, un hijo

reconocido); mientras que toda mujer de entre 20 y 50 años debía encontrarse igualmente casada y tener al menos tres hijos si eran libres y cuatro si eran libertas. Conforme el despoblamiento de

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un modelo de conyugalidad particular: erotismo restringido al matrimonio; matrimonio monogámico e indisoluble; actividad erótica justificada únicamente con fines reproductivos y, finalmente, sumisión de la familia a la autori dad paterna, pero atemperada.

Este cambio, por supuesto, se hizo a costa y contra la voluntad de los entonces detentores de grandes familias. Nos encontramos, en realidad, ante una lucha por el poder: durante siglos, el cristianismo institucionalizado se i rá apropiando de la autoridad y el poder de los paterfamilias. Las familias se irán reduciendo en tamaño; y la autoridad del padre, es decir, su control absoluto sobre sus propiedades desaparecerá.

La primera gran transformación legal fue la prohibición de la bigamia, entendida de dos maneras: como la relación conyugal simultánea con más de una persona, y como la relación conyugal sucesiva con más de una persona. Los pater familiashabían utilizado a sus hijos como medios para formular alianzas que incrementaban su poder económico y político; con esta prohibición sus posibilidades se veían drásticamente reducidas. Desde luego, para poder hacer valedera la ley, la Iglesia debía, primero, instituirse como organismo de control de la conyugalidad; y, segundo, estipular un principio doctrinario que justificase su proceder. Es así como nace el principio de matrimonio indisoluble. Los cónyuges quedaban unidos, frente a Dios, y con la Iglesia como testigo, tanto en la Tierra como en el Cielo, por lo que ni la misma muerte podía anular la unión (previendo, claro, la posibilidad del asesinato del cónyuge del momento para anular un matrimonio y concertar uno más ventajoso).

La Iglesia no consiguió imponerse como único garante de la conyugalidad sino hasta el año 538, cuando el emperador Justiniano declaró que ningún

matrimonio se consideraría legítimo si no se realizaba ante la autoridad, y presentando acuerdos dotales escritos. Esta legislación –novela 117– afecta ba, por supuesto, únicamente a las clases altas de la sociedad. Los matrimonios por affectiomaritalisseguirían vigentes para las clases bajas, es decir, para aquellos cuyas rentas eran tan nimias que no constituían un riesgo para la Iglesia.

La segunda gran transformación fue la aparición de la responsabilidad filial, en el Concilio de Gangra, el emperador Constantino, sancionó que todo pater

las ciudades aumentó, las mujeres comenzaron a verse libres de padres, maridos y hasta tutores; por lo que se vieron imposibilitadas para administrar recursos. De ahí que una nueva legislación,

la el ius liberorum, les concediera la libertad de administrar recursos, sin tutor de por medio, a condición de que parieran un mínimo de tres hijos.

Con todo, el Estado romano nunca pretendió moralizar el matrimonio ni inmiscuirse en la estructura, normatividad o comportamiento adecuado de los cónyuges o la familia, salvo por dos excepciones: la primera: controlar el estatus quo de las clases sociales, mediante la prohibición de la celebración de matrimonios entre personas de distintas clases; la segunda: regular cuestiones de poder y dominio entre el pater de la novia y el marido –o el pater del marido–, de ahí que existiesen normas que limitaban, por ejemplo, quién tenía derecho de asesinar a la mujer en caso

de adulterio femenino y qué podía hacerse con el amante sorprendido.

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estaba obligado a mantener y heredar a sus hijos, fuesen legítimos o no; en el año 371, Valentiniano decretó que una concubina con descendientes podía recibir hasta una cuarta parte de la fortuna de un pater7(Brundage, 2000). Hasta entonces, en tanto que propiedades del pater, los hijos no tenían derecho alguno. Regularmente, el primogénito heredaba la familia conservando intacta la fortuna

del pater. Las nuevas disposiciones legales fraccionaban las fortunas dividiéndolas entre todos los hijos, por lo que, con el paso de las generaciones, las grandes familias se pulverizaban, acortando su poder frente a la Iglesia.

La caída del Imperio Romano ante las invasiones bárbaras no repercutió en demasía el proceso de fragmentación de las familias y el dominio eclesiástico. El

imperio pactó con los líderes bárbaros quienes, como Clodoveo, se cristianizaron. Quizá el mayor problema en este sentido fue que los bárbaros no estaban dispuestos a aceptar las doctrinas ascéticas o la castidad, como algo deseable. Basta con observar las diferencias entre la promesa celestial cristiana y el Walhalla para entender las dificultades. Aunado a ello, existían diferencias entre los ritos de conyugalidad romanos y los nórdicos; mientras que en Roma el rito era esencialmente una negociación económica y política, entre los nórdicos el rito seguía siendo sexual: una vez pactada la transición de una mujer, el matrimonio se consideraba consumado por la unión coital; es decir, había matrimonio en tanto que había relaciones sexuales (Rojas Donat, 2005).

Esta disparidad resultó en un doble rito de conyugalidad: la desponsatio o boda tradicional romana, y la consumación coital nórdica; ambas testificadas y bendecidas por la Iglesia, causando no pocas polémicas entre los teólogos de aquél entonces. Los sacerdotes adquirieron nuevas funciones en el rito matrimonial: legitimar, registrar y bendecir. En el rito romano, se bendecían los

anillos, pieles, pasteles y demás objetos simbólicos; en el rito nórdico, se bendecía el lecho nupcial, a los novios en el lecho y aún el coito mismo:

Durante los siglos IV y V, las regulaciones de la Iglesia empezaron a exigir que los cristianos recibieran de un sacerdote la bendición nupcial. Los ritos matrimoniales cristianos fueron tomando forma durante este periodo, y al llegar al siglo VI ya habían surgido dos variedades de ceremonias; uno de sus tipos, el más común en la Galia, era el de una bendición nupcial impartida por un sacerdote mientras la pareja recién casada yacía en el lecho nupcial. Por contraste, en Italia, las ceremonias de la boda se celebraban en una bendición dada a la pareja en el edificio de la iglesia o, más comúnmente, a la puerta

de la iglesia mientras intercambiaban consentimientos. De este modo, el simbolismo de los ritos italianos se centraba en el consentimiento y en la función de la iglesia en el matrimonio, mientras que el simbolismo nupcial francés subrayaba la consumación y trataba la ceremonia nupcial

básicamente como asunto doméstico (Brundage, 2000, p. 104) .

7 Los emperadores Arcadio y Honorio revirtieron esta legislación en el 397, pero fue reinstaurada en el 405 (Brundage, 2000) .

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Y como cualquier rito, el conyugal era presenciado, además, por la comunidad, que también daba fe de lo ocurrido; según Duby (1999):

Alrededor del lecho nupcial se desplegaba, se prolongaba la fiesta, ruidosa, que reunía a una numerosa multitud llamada a comprobar la unión carnal, a divertirse con ella, y, mediante el desbordamiento de su propio placer, a captar los dones misteriosos capaces de hacer fecunda esta unión. Se trataba de eso: de la carne y la sangre (p. 40) .

Ariès (1982), relata un matrimonio igualmente público pero más solemne, según su enfoque :

El matrimonio era un acto que comprometía la palabra de los contratantes de ambas familias. Una familia entregaba a una mujer; la otra, la recibía a cambio de una dote (donatiopuellae). La última etapa del periodo nupcial era la entronización en el lecho de matrimonio, que tenía lugar en público, rodeado de gran solemnidad, y sancionado por la aclamación de los asistentes, que daban fe de la consumación del hecho (p. 192) .

Teológicamente el asunto era más complicado, ¿cómo conciliar la patrística pudibunda con la bendición de lechos y ritos de desfloración? La solución fue bastante ingeniosa: primero, la bendición del sacerdote no era una celebración de un rito de fertilidad sino una suerte de permiso divino; casi una disculpa por entregarse al coito, que no era sino una obligación para con el mismo mandato

divino de multiplicarse. Una pareja no bendecida es una pareja que copula sin la licencia de Dios para hacerlo. Segundo, más que una unión carnal, el matrimonio es una unión espiritual. De ahí su perennidad y que sea posible justificar la concupiscencia carnal en aras de un bien mayor.

El Medioevo, en lo que a la familia atañe, fue periodo histórico bastante intenso: al mismo tiempo confluyen, por un lado, los teólogos mayoritariamente ascéticos y enemigos del goce; por otro, una población pagana desordenada, orgiástica y festiva; por otro, una nobleza que realiza contratos matrimoniales como alianzas políticas y económicas; y, finalmente, la institución eclesiástica, que debe mediar entre todos estos con miras a obtener el mayor poder posible; decidir sobre la doctrina, condenar a los teóricos que no comulguen con ella,

aliarse con los poderosos, pelear contra quienes no se someten, y tratar de ordenar y educar al pueblo y a sus mismos funcionarios –los sacerdotes– en la doctrina establecida. Pensar en una transición lineal, funcional u ordenada es, a todas luces, un despropósito, y los cambios no dejaban de sucederse.

La siguiente gran transformación legal fue casi lingüística: el affectiomaritalis , o la “intención” de estar casados, se hizo valer. El papa Nicolás I (858-867) decretó que, en adelante, un matrimonio sólo sería legítimo si ambos cónyuges

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participaban por voluntad propia. Hasta ese entonces, los pater habían decidido por sus hijos: los habían empleado en sus pactos políticos y los habían casado con quien les resultara conveniente. La nueva disposición convertía la conyugalidad en un asunto de volición personal: cada quién decidía con quién casarse, mermando aún más el poder de los padres. Desde luego, la magnitud de

una decisión como ésta, en la que uno quedará unido para toda la eternidad con algún otro, no es asunto que pueda tomarse a la ligera. De ahí que sea necesaria una acotación. Para poder aceptar, los cónyuges debían haber alcanzado la edad de la razón, los siete años. A este respecto Duby (1999) nos relata que:

Insistiendo, de entrada, en la preeminencia del acuerdo de voluntades, por tanto de los esponsales: la muchacha entregada por mano de su padre y el muchacho que la toma en la suya, no deben ser pasivos ni la una ni el otro. Se unen deliberadamente. Por consiguiente, es preciso que hayan alcanzado la edad de la razón, siete años (p. 139) .

La doctrina, en lo que al matrimonio respecta, está ahora casi totalmente definida: es la unión espiritual de un hombre y una mujer ante Dios, por tanto, monógamo e indisoluble, donde el elemento erótico es sólo un mal necesario para la procreación de los hijos, por lo que toda actividad erótica debe restringirse al mismo. Un decreto del 829, escrito en Paris durante el reinado de Luís el piadoso, hijo de Carlomagno, nos muestra esta conformación en ocho puntos:

1. Los laicos deben saber que el matrimonio ha sido instituido por Dios 2. No debe haber matrimonio por causa de la lujuria sino antes bien, por

causa del deseo de progenitura.

3. La virginidad debe ser conservada hasta las nupcias.

4. Los que tienen una esposa no deben tener concubina.

5. Los laicos deben saber cómo amar a su mujer en la castidad y les deben honrar como a seres débiles.

6. Al no deberse realizar el acto sexual con la esposa con la intención de gozar, sino de procrear, los hombres deben abstenerse de conocer a su esposa cuando está encinta.

7. Como dice el señor, salvo por causa de fornicación, la mujer no debe ser despedida, sino más bien soportada, y aquellos que, una vez repudiada su esposa por fornicación, toman otras, son tenidos, según la sentencia del

Señor, por adúlteros.

8. Los cristianos deben evitar el incesto (citado en Duby, 1999, p. 29) .

Por supuesto, no es creíble que las familias poderosas acataran estas disposiciones por el mero hecho de haber sido decretadas por la Iglesia. Aun cuando ésta incrementaba rápidamente su dominio, las negociaciones entre padres continuaron, y las uniones conyugales se realizaban sin la presencia de los

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sacerdotes. El siguiente paso, por tanto, fue llevar el rito matrimonial a las puertas de los templos y más tarde a su interior (Duby, 1999). Hacia el siglo XIV, el rito es conducido enteramente por un sacerdote:

En el siglo XII, el papel del sacerdote, antes ocasional, se vuelve cada vez más importante y esencial. A partir de los siglos XIII y XIV, la ceremonia a las puertas de la iglesia comprende dos partes bien distintas: una, que es la segunda en el orden cronológico corresponde al acto tradicional y esencial del matrimonio, antes único: donatiopuellae. Al principio, los padres acuden al sacerdote para que haga el acto de entrega de la joven al esposo. Después

en una segunda etapa, el sacerdote se sustituye por el padre de la muchacha y es él el encargado de tomar las manos de los contrayentes y hacer que se las estrechen, la dextrarumjunctiocambia de sentido […] Ya no significa la traditiopuellae, sino el compromiso recíproco de los esposos, su mutua donación, signo evidente de un profundo cambio de mentalidad (Ariès, 1982 pp. 209-210) .

Por estas fechas, veremos aparecer una nueva estructura familiar; una en la que el pater, sin dejar de ser la máxima autoridad, ha dejado de tener poder absoluto sobre sus miembros, en la que, paulatinamente, el resto de los integrantes dejan de ser esclavos y se convierten en personas protegidas y encabezadas por el mismo. El número de miembros también disminuye, los grandes núcleos familiares de cientos de personas se dispersan en pequeñas células, los hijos de las numerosas concubinas desaparecen y veremos esbozarse lo que en la actualidad llamamos familia.

Un nuevo tipo de estructura familiar comienza a formarse entre los siglos VI y IX, no sin agudas tensiones entre el horizonte consuetudinario germánico y los ideales ascéticos de las autoridades eclesiásticas. La tendencia histórica en este sentido fue que la familia comenzó, lentamente, a transformarse en un grup o unitario corresidencial formado por una pareja y sus descendientes directos. (Rojas Donat, 2005, p. 52)

La estocada final vendrá con el Concilio de Trento, en éste, la unión conyugal se instituye como sacramento y quedarán proscritas todas las uniones en las que la iglesia no esté implicada:

El matrimonio fue, en virtud de los acuerdos de dicho concilio, elevado a la dignidad de sacramento, ratificándose así lo que ya se había apuntado cien años antes, en el Concilio de Florencia. Para consolidar los lazos matrimoniales, se acordó hacer del matrimonio una ceremonia pública de la mayor solemnidad y estatuir todo en forma tal que esta ceremonia sólo

pudiera estar bajo el control de la Iglesia” (Lewinson, 1963, p. 214) .

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Es notorio, por el estilo de los decretos de este concilio, que las ceremonias todavía eran celebradas por los pater y otro tipo de sacerdotes. Las nuevas normativas hablan explícitamente de dichas celebraciones y, en particular, del argumento de la tradición para celebrarlas de esta manera. El sacramento del matrimonio se instituye en la sesión XXIV, el 11 de noviembre de 1563. El Canon

XII de dicho concilio estipula: “Si alguno dijere, que las causas matrimoniales no pertenecen a los jueces eclesiásticos; sea excomulgado” (Documentos del concilio de Trento, 1563/2011). Mientras que en el capítulo I del decreto de reforma sobre el matrimonio del mismo concilio se establece:

Los que atentaren contraer Matrimonio de otro modo que a presencia del párroco, o de otro sacerdote con licencia del párroco, o del Ordinario, y de dos o tres testigos, quedan absolutamente inhábiles por disposición de este santo Concilio para contraerlo aun de este modo; y decreta que sean írritos y nulos semejantes contratos, como en efecto los irrita y anula por el presente decreto. (Documentos del concilio de Trento, 1563/2011) .

La voluntad del pateres minada, en el mismo capítulo, como sigue:

Se deben justamente condenar, como los condena con excomunión el santo Concilio, los que niegan que fueron verdaderos y ratos, así como los que falsamente aseguran, que son írritos los matrimonios contraídos por hijos de familia sin el consentimiento de sus padres, y que estos pueden hacerlos ratos o írritos; la Iglesia de Dios no obstante los ha detestado y prohibido en todos tiempos con justísimos motivos (Documentos del concilio de Trento,

1563/2011) .

En todo el documento, por cierto, no menciona ni una sola vez el amor entre esposos, pero si es bastante claro en su condenación a los placeres extramatrimoniales, a lo que se dedica todo el capítulo VII “graves penas contra el concubinato”, que determina:

Grave pecado es que los solteros tengan concubinas; pero es mucho más grave, y cometido en notable desprecio de este grande sacramento del Matrimonio, que los casados vivan también en este estado de condenación, y se atrevan a mantenerlas y conservarlas algunas veces en su misma casa, y

aun con sus propias mujeres. Para ocurrir, pues, el santo Concilio con oportunos remedios a tan grave mal; establece que se fulmine excomunión contra semejantes concubinarios, así solteros como casados, de cualquier estado, dignidad o condición que sean […] Las mujeres, o casadas o solteras,

que vivan públicamente con adúlteros, o concubinarios, si amonestadas por tres veces no obedecieren, serán castigadas de oficio por los Ordinarios de los lugares, con grave pena, según su culpa, aunque no haya parte que lo

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pida; y sean desterradas del lugar, o de la diócesis, si así pareciere conveniente a los mismos Ordinarios, invocando, si fuese menester, el brazo secular; quedando en todo su vigor todas las demás penas fulminadas contr a los adúlteros y concubinarios (Documentos del concilio de Trento, 1563/2011) .

De hecho, tanto eclesiásticos como laicos siguen pensando que es grave pecado aquello de amar a la esposa como a una amante, como se lee en el ensayo Sobre la moderación de Michel de Montaigne (1580/1999) :

La amistad que tenemos a nuestras mujeres es muy lícita, y sin embargo, la teología no deja de embridarla y reprimirla. […] El matrimonio es vínculo religioso y devoto, y por eso el placer que con él se obtiene debe ser un placer contenido, serio y unido a cierta severidad, esto es, una voluptuosidad prudente y concienzuda. Y como su fin principal es la generación, hay quienes ponen en duda si es permitido la unión a falta de esperanza de fruto, como cuando las mujeres han pasado la edad de la concepción o están encinta (pp. 149-150) .

O en Benedicti (1548):

El marido que llevado de un amor desmesurado acometiese tan ardientemente a su mujer para satisfacer su concupiscencia que, aunque no fuese su esposa, igualmente la desearía, peca. Y parece que san Hierosme lo confirma cuando cita la frase de Sixto Pitagórico, que dice que el hombre que

se muestra hacia su mujer más bien como un amante desbordante de deseo que como marido, es un adúltero… Porque no es necesario que el hombre haga uso de su mujer como de una meretriz, ni que la mujer se comporte con su marido como un amante: pues el santo sacramento del matrimonio ha de usarse con toda honestidad y recato (citado en Flandrin, 1982, p. 165) .

O en el Dames galantes de Pierre de Brantôme (1540- 1614):

Nuestras santas escrituras dicen que no hay necesidad alguna de que el marido y mujer se atraigan tan fuertemente: eso es muestra, más bien, de amores lascivos y desvergonzados; dado que al inundar su corazón con

placeres lúbricos, continuamente los desean y a ellos se abandonan con tal intensidad que no profesan a Dios el amor que deben. Yo mismo he visto muchas mujeres que amaban de tal modo a sus maridos, y sus maridos a ellas, con un amor tan ardiente, que unas y otros olvidaban servir a Dios, pues

del tiempo que se le debe a Dios, sólo le dedicaban aquel que les dejaban libre sus lascivos arrumacos (citado en Flandrin, 1982, p. 166) .

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La familia también comenzará a ser objeto de los discursos de los teólogos y, pronto, de los decretos eclesiásticos, excomuniones y, desde luego, imposiciones inquisitoriales; según Duby (1999), por motivos de control de la población:

Y los señores reconocieron muy pronto que una definición más rigurosa de la familia conyugal en el siglo XII, de la parroquia en el XIII, ayudaría a dominar más pronto a sus hombres. No hay ningún aspecto de la vida del campo que no tenga la marca de esas influencias limitantes (p. 98) .

Se creará entonces el concepto de Sagrada familia: se trata, por supuesto, de la

familia de Jesús: Jesús, María y José; que se convertirán, en adelante, en el modelo familiar que la Iglesia se esforzará por imponer. El modelo nos es conocido: José el carpintero: padre proveedor; María: la casta esposa obediente de su marido; y Jesús: el hijo ejemplar, y la aspiración de toda persona. El concepto de sagrada familia será importantísimo, no por sus alcances medievales, que fueron limitados, sino por lo que vendrá a ser: el modelo de familia actual, que no terminó de imponerse por vía eclesiástica sino estatal. Por lo demás, los decretos eclesiásticos no lograron imponerse del todo, y de hecho, la mayoría de estas prácticas seguían ocurriendo hasta varios siglos más tarde; por lo que, en lo sucesivo, los concilios refrendarán una y otra y otra vez las mismas prohibic iones, imponiendo penas más severas en cada ocasión. Ejemplo de ello lo encontramos en Gargantúa y Pantagruel del célebre Rabelais (1546/2007), quien hace a su protagónico expresar:

Padre agradabilísimo […] Pido a Dios verme antes muerto a vuestros pies q ue

verme casado y vivo sin vuestro beneplácito. Jamás he oído de ley sagrada, profana o bárbara que deje al arbitrio de los hijos el casarse cuando no consienten, quieren y aconsejan sus padres, madres o parientes cercanos. Todos los legisladores han quitado a los hijos esta libertad para reservársela a los padres (pp. 297-298) .

Inmediatamente después de este párrafo, por cierto, el autor lanza una dura crítica contra las injerencias de la iglesia en asuntos matrimoniales:

Pues en mi tiempo ha habido un país en el continente en el que no sé qué

monjes ignorantes como topos, refractarios a las nupcias como los pontífices de Cibeles en Phrygia (esto si no eran capones en vez de galos llenos de lujuria), que han dictado leyes a los casados sobre el hecho del matrimonio. No sé qué debo abominar más, si la tiránica presunción de aquellos topos levantinos que no se contienen dentro de las celosías y rejas de sus

misteriosos templos y se entrometen en negocios diametralmente opuestos a su estado, o la supersticiosa estupidez de los casados que sancionaron y prestaron obediencia a las leyes tan malignas y bárbaras, no viendo lo que es

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tan claro como la estrella matutina, es decir, que estas leyes conyugales todas tienden a ventaja y provecho de los monjes y ninguna al de los casados, lo que era suficiente para hacerlas sospechosas de iniquidad y fraude (p. 298) .

La lucha entre las familias poderosas y la Iglesia en cuestiones matrimoniales no verá final, pues será truncada con el advenimiento de la burguesía al poder, tras las revoluciones del siglo XVIII; a partir de entonces, poco sabremos de la perspectiva de los pater; la Iglesia, por su parte, se mantendrá en la misma posición, pese a que el contenido discursivo que sustenta sus decretos sí varíe hasta llegar a mediados del siglo XX al discurso “personalista”. No obstante, el

naciente estado laico sustituirá a la Iglesia y la nobleza en la formulación de leyes y decretos, por lo que se convertirá en el nuevo constructor de la estructura familiar y el rito matrimonial.

Familia natural

Nos hemos referido antes a la frecuente sustitución de Dios por la Naturaleza en el siglo XVIII. El periodo histórico caracterizado por el declive de las monarquías y el nacimiento de los Estados, fue prolífico en estas argucias. Un cambio en quien detenta el poder suele verse acompañado de modificaciones en los rituales y en los discursos subyacentes al rito. El cambio discursivo del siglo XVIII es muy notorio, no obstante, la estructura del modelo familiar no fue mayormente afectada y, de hecho, el modelo inventado por la Iglesia terminó por fraguarse e imponerse; cosa nada extraña si se piensa que se trata de una estructura que delegaba el poder del individuo en una institución reguladora. En realidad, en lo

que a la regulación institucional del matrimonio y la familia respecta, el nuevo Estado laico se limitó a monopolizar el papel de legitimador y regulador antiguamente en manos de la Iglesia.

Bajo el nuevo orden discursivo la sagrada familia devino familia natural: el matrimonio y la familia eran como eran porque así lo dictaminaba la naturaleza y, por supuesto, no podían ser de otra manera. El padre se convirtió en el proveedor por naturaleza, la madre en una máquina de procrear hijos por naturaleza, y el hijo el resultado de una unión natural. La mujer, por supuesto, pasó a ser un ser inferior por naturaleza, a estar encerrada en su casa e incapacitada para cualquier actividad pública no por leyes humanas y decretos conciliares sino porque su misma naturaleza mandaba que ahí estuviera.

El concepto de instinto se convirtió en el discurso por excelencia para explicar el comportamiento animal y por supuesto el humano. La Naturaleza dictaba leyes a todo y el comportamiento animal no estaba exento de ellas; cuando de animales se trata, estas leyes llaman instintos y son mandatos insalvables grabados con

letras de oro en el alma de cada animal: si el león caza animales es porque su instinto lo lleva a hacerlo y si los hombres pelean es porque tienen instinto de

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lucha. La familia, por supuesto, era resultado de los instintos y una organización natural.

La naturalización de la sagrada familia traerá consigo dos consecuencias notorias: primero, que toda práctica erótica sin fines reproductivos será condenada como antinatural; y segundo, más relevante para con lo que aquí

tratamos, la incorporación del amor entre los miembros de la familia: el amor explicaba la naturalidad de los vínculos conyugales y filiales. La Naturaleza no puede depender de la política, la economía o las instituciones; no pueden ser éstas, por tanto, las que llevan a los sexos a unirse, reproducirse y cuidar a su descendencia. Si estos vínculos se mantienen es por causa de las leyes naturales

que nos llevan a ser y hacer lo que hacemos y somos. Si un hombre y una mujer se unen es porque obedecen la ley natural de crecer y multiplicarse: el instinto sexual, que explica el amor entre cónyuges; y si las mujeres cuidan a sus hijos es porque llevan en su interior el mandato natural de cuidarlos: el instinto materno, que explica el amor filial. Extrañamente, el instinto materno de las mujeres del siglo XVIII las llevaba a abandonar a sus hijos en el hospicio. Según Lewinson (1963), al menos una tercera parte de los niños nacidos en París, en ese entonces, fueron a dar al hospicio; de hecho, el mismo Rousseau abandonó a sus cinco hijos en uno, contra la voluntad de su mu jer:

El abandono de los recién nacidos, tanto legítimos como ilegítimos, en el hospicio, había tomado unas proporciones verdaderamente alarmantes en la Francia del siglo XVIII. Según Buffon, entre 1745 y 1766, el número anual de niños echados al torno del hospicio de París había subido desde 3.233 a 5.604. En 1772, nacieron en París 18.713 criaturas, de las cuales 7.676 fueron a parar

a los hospicios (p. 282) .

Por lo que, con frecuencia, el Estado se vería obligado a echarle una mano a la Naturaleza para poner las cosas según lo naturalmente establecido. Durante el siglo XVIII, se estipularán y harán valer un gran número de disposiciones legales en torno a la familia y el matrimonio. Serán estas legislaciones las que llevarán a la concreción el modelo familiar ideado en el Medioevo: matrimonio monógamo, prohibición de la bigamia, prohibición del incesto, y erotismo ya no limitado pero si naturalmente encausado a la reproducción.

Nace entonces una nueva familia. Una familia unida por lazos emocionales

instintivos y no puramente económicos o políticos; nacen nuestras familias actuales con sus roles característicos: padre proveedor y autoridad incuestionable, madre paridora y guarda del hogar, e hijos a los que la familia deberá educar, pero vinculada por afect os.

Además, una importante novedad se hace presente entonces: la conciencia de que el grupo familiar se halla unido por nexos emocionales. Según David Herlihy, tres fueron las características que darán forma a la familia occidental: La primera, la simetría, esto es, que su centro es la unidad de la familia nuclear

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(padre-madre-hijos); la segunda, su misma estructura, que ahora se identificará con el linaje paterno; y la tercera, El factor emocional (amor) que une a todos sus miembros (Rojas Donat, 2005, p. 53) .

La Iglesia, por su parte, no permanecerá al margen de la situación. Salvo en casos extremos el matrimonio eclesiástico no se abolió, la Iglesia siguió siendo la

guía moral de la población, la dueña absoluta de la educación de aquel entonces, y hasta el siglo XIX cuando el Estado se apropie esa responsabilidad. En lo discursivo no tuvo mayores problemas: pronto se adaptó a los nuevos discursos que sostenían lo que ellos mismos ya habían propuesto, sólo adoptó la Naturaleza como concepto; cosa en lo absoluto complicada porque, de hecho, ya

lo habían empleado, Fray Luis de León (1583/1999), por citar alguno, sugiere en su Manual de la perfecta casada:

La mujer que, por ser de natural flaco y frío, es inclinada al sosiego y a la escases, y es buena para guardar, por la misma causa no es buena para el sudor y trabajo del adquirir. Y así la naturaleza, en todo proveída, los ayuntó para que, prestando cada uno dellos al otro su condición, se conservasen juntos los que no se pudieran conservar apartados (p. 16) .

Sólo modificó escuetamente su discurso: las relaciones sexuales sólo son válidas en el matrimonio, su fin natural es la reproducción y los hombres pecan cuando contravienen los designios de la naturaleza, pues así lo dispuso Dios, y los esposos no pecan cuando se unen carnalmente, siempre y cuando no hagan nada por impedir el fin natural de la unión sexual: la reproducción. Sus conflictos fueron de otro orden, su obsesión por el matrimonio indisoluble, su prohibición de los

segundos matrimonios, y por supuesto su perorata constante en tanto a su autoridad única para con el control y pastoreo de las almas, es decir, conservar sus rentas por su participación en todos los ritos de la sociedad. Lanzaron excomuniones a diestra y siniestra, mientras el estado les quitaba el control sobre el matrimonio, el registro de nacimientos, el control de las defunciones, la educación, la salud y, más importante aún, la punición y el Derecho; y sin esto en su poder: su influencia es limitada.

Familia nu clear

Durante el siglo XIX y hasta la segunda mitad del siglo XX la sociedad experimentará una nueva transformación. Los desarrollos tecnológicos y, particularmente, los desarrollos ideológicos darán un nuevo rostro a la humanidad, nacerán las ciencias modernas y los científicos. El Estado se hará dueño absoluto de los antiguos poderes de la aristocracia y la Iglesia; y más tarde

los cederá al capital. El poder del Estado es mucho mayor que el detentado por las antiguas instituciones, pronto se lanza a poner orden en la sociedad y a controlar todo cuanto le sea posible. El erotismo, el matrimonio y la familia serán

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objeto de sus cavilaciones; la razón: el control de la población. Observar, mensurar, calcular y regular la distribución de la población se convertirá en su objetivo (Salinas Araya, 2014).

En el plano discursivo, los científicos les arrebatarán la palabra a los filósofos, y pronto, la familia será el objeto discursivo de médicos, psicólogos, sociólogos,

politólogos, economistas y demás teóricos. La transición en el poder conlleva una transformación en los rótulos y la familia natural se convertirá en la familia nuclear.

El interés real de aquel entonces fue más bien lo que permitiese el control del crecimiento de la población. Los estudios de Thomas Malthus, serán pioneros en

este campo; pero los hay de todo tipo; Monsieur Prudhomme realiza una interesante investigación sobre el matrimonio, sus resultados no dejan mucho a la imaginación: el matrimonio indisoluble es un eficiente sistema de fabricaci ón de desgraciados:

Monsieur Prudhomme […] miembro de las más doctas sociedades, fue un verdadero precursor de Kinsey. Allá por los años cuarenta del pasado siglo hizo él, en persona, una encuesta referida a cien matrimonios, y llegó al sorprendente resultado que ahora transcribimos: de estas 100 parejas, 48 eran francamente desgraciadas, 36 indiferentes, es decir, que vivían inmoralmente pero en paz, ya sin peleas entre ellos, y 16 tan sólo eran felices y virtuosos. Otra clasificación posterior nos hacía ver a un 51% de las parejas como ‘aventureros de ocasión’, y a un 14% como ‘aventureros’ con premeditación y alevosía si cabe la frase. Entre las parejas desgraciadas, la culpa era el hombre en un 30% de los casos; en un 12%, de la mujer. En el

15% de los matrimonios había, incluso, prostitución y proxenetismo ( citado en Lewinson, 1963, p. 339) .

La conclusión de este siglo es que familia es la base de la sociedad, ¿qué familia? La familia nuclear: el padre proveedor, autoridad del hogar; la madre paridora , abnegada y entregada a sus hijos, y los hijos a los que hay que cuidar, educar y también amar. Los hijos ya no son aquellos objetos con los que padre comerciaba y negociaba alianzas políticas, tampoco se pueden vender, usufructuar o abandonar en un hospicio, ahora hay que educarlos, pues ellos serán los futuros ciudadanos, y hay amarlos como a la propia vida. La misión de los padres, ahora, es conservar y cuidar a su familia, y el incumplimiento de las funciones conlleva

la formación de individuos desordenados ¿hay un sujeto que no obedece las normas? Debe ser porque algo va mal en la familia: quizá el padre no es suficientemente autoritario, quizá la madre está usurpando la función de autoridad. Aparecerán las familias enfermas, se llaman familias disfuncionales, y

son aquellas en las que se vulnera aquel orden antiquísimo, aquella romana esclavitud que ha venido atemperándose con el tiempo, mientras otras instituciones acaparan los poderes del antiguo dueño.

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Al estar basadas en la observación, las ciencias sociales o los científicos sociales fácilmente perdemos de vista el proceso histórico de conformación de los fenómenos que estudiamos. En no pocas ocasiones nos convertimos en legitimadores de modelos familiares, achacando su estructura al fenómeno, concepto o teoría con la que estamos más familiarizados: la encontramos en los

genes, en la biología, en la evolución, en los sistemas de comunicación, en el sistema de funciones, o lo que se nos ocurra, considerándola una entidad estática universal o invariante cuya razón de ser está en sí misma. Los teóricos sociales deberíamos ser sensibles a estos procesos de conformación histórica (Gergen, 1973/2007), pero eso rara vez ocurre.

Por lo que toca a la Iglesia, el modelo familiar será el mismo: monogamia, exogamia, matrimonio indisoluble y erotismo restringido a la reproducción. A finales del siglo XIX, en su Encíclica Rerum Novarum, el Papa León XIII (1891) , limita las posibilidades de la vida humana a la virginidad o el matrimonio, cuyo objeto, por supuesto, es la procreación:

Cuanto al elegir el género de vida, no hay duda que puede uno a su arbitrio escoger una de dos cosas: o seguir el consejo de Jesucristo, guardan do virginidad, o ligarse con los vínculos del matrimonio. Ninguna ley humana puede quitar al hombre el derecho natural y primario que tiene a contraer matrimonio, ni puede tampoco ley alguna humana poner en modo alguno límites a la causa principal del matrimonio, cual la estableció la autoridad de Dios en el principio: Creced y multiplicaos (p. 18) .

En ese mismo texto, invoca a la patria potestad y su preeminencia educativa por sobre el Estado; los hijos, afirma, son propiedad de sus padres:

Pasar estos límites no lo permite la naturaleza. Porque es tal la patria potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el estado, puesto que su principio es igual e idéntico al de la vida misma de los hombres. Los hijos son algo del padre (p. 20) .

En 1931 el Papa Pío XI, publica su encíclica Quadragesimo Anno, en la que hace un llamamiento a los patrones a pagar salarios que permitan mantener a la familia, sin que las mujeres tengan que salir a trabajar. Su lugar, afirma, es su casa o las cercanías de la mi sma:

En casa principalmente, o en sus alrededores, las madres de familia pueden dedicarse a sus faenas sin dejar las atenciones del hogar. Pero es gravísimo abuso, y con todo empeño ha de ser extirpado, que la madre, a causa de la

escasez del salario del padre, se vea obligada a ejercitar un arte lucrativo, dejando abandonados en casa sus peculiares cuidados y quehaceres, y, sobre todo, la educación de los niños pequeños. Ha de ponerse, pues, todo esfuerzo

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en que los padres de familia reciban una remuneración suficientemente amplia para que puedan atender convenientemente a las necesidades domésticas ordinarias (p. 107) .

En su Encíclica Divini Redemptoris, de 1937, protesta contra el principio de igualdad entre los sexos, sostenida por los socialistas, y contra la tendencia “moderna” de observar en la familia una institución civil, y no una obra de Dios:

En las relaciones sociales de los hombres afirman el principio de la absoluta igualdad, rechazando toda autoridad jerárquica establecida por Dios, incluso

la de los padres; porque, según ellos, todo lo que los hombres llaman autoridad y subordinación deriva exclusivamente de la colectividad como de su primera y única fuente […] Al negar a la vida humana todo carácter sagrado y espiritual, esta doctrina convierte naturalmente el matrimonio y la familia en una institución meramente civil y convencional, nacida de un determinado sistema económico; niega la existencia de un vínculo matrimonial de naturaleza jurídico-moral que esté por encima de la voluntad de lo s individuos y de la colectividad, y, consiguientemente, niega también su perpetua indisolubilidad. En particular, para el comunismo no existe vínculo alguno que ligue a la mujer con su familia y con su casa. Al proclamar el principio de la total emancipación de la mujer, la separa de la vida doméstica y del cuidado de los hijos para arrastrarla a la vida pública y a la producción colectiva en las mismas condiciones que el hombre, poniendo en manos de la colectividad el cuidado del hogar y de la prole (p. 157) .

El único cambio en el discurso eclesiástico del siglo XX es la aparición del argumento personalista que, en palabras de don Karol Wojtyla (1969), implica que:

El hombre es objetivamente ‘alguien’ y en ello reside lo que le distingue de los otros seres del mundo visible, los cuales, objetivamente, no son nunca nada más que ‘algo’. Esta distinción separa el mundo de las personas del de las cosas. El mundo objetivo en el que vivimos está compuesto de personas y de cosas […] El término ‘persona’ se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja encerrar en la noción ‘individuo de la especie’, que hay en él algo más, una plenitud y una perfección de ser particulares, que no se

pueden expresar más que empleando la palabra persona (pp. 13- 14).

Con base en esa noción, la Iglesia alecciona, hoy en día, que cuando dos personas se entregan al acto sexual sin fines reproductivos lo hacen de manera egoísta,

esto es, por puro placer, y con ello convierten al otro en objeto de placer; y dado que las personas son personas y no objetos: se vulnera su condición de persona y, por tanto, es pecado y está prohibido por la Iglesia. La actividad sexual sólo es

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lícita, por tanto, cuando se realiza con fines reproductivos. Pero la reproducción no puede darse al modo de los animales, en tanto que personas, tenemos la obligación moral de cuidar de la descendencia: mantenerla y educarla; y para asegurar estos cuidados es necesaria la institución familiar, debidamente guiada por la Iglesia.

Puesto que una persona no puede ser nunca objeto de goce para otra, sino solamente objeto (o más exactamente co-sujeto) de amor, la unión del hombre y de la mujer necesita un encuadramiento adecuado en el que las relaciones sexuales estén plenamente realizadas, pero de manera que garanticen a un mismo tiempo una unión duradera de las personas. Sabemos que semej ante

unión se llama matrimonio (Wojtyla, 1969, p. 235) .

Al discurso eclesiástico se contraponen, en la actualidad, dos frentes: uno global y uno local, mucho más heterogéneo. En el nivel global nos encontramos con el Derecho Internacional y el marco de los Derechos Humanos, que la generalidad de las sociedades occidentales se ha comprometido a acatar. El espíritu notoriamente individualista de este marco, en el que todo ser humano es detentor de derechos iguales e inalienables y de una dignidad intrínseca (Naciones Unidas, 1948), conlleva una obligada homogenización legal de los miembros de la familia. El dominio del padre se ve nuevamente mermado pero, en esta ocasión, en razón del reconocimiento de la individualidad y propiedad de sí de los otros miembros de la familia.

Esta “horizontalización” se acompaña, además, de una pretensión expresa de erradicar los ejercicios de violencia y poder como formas legítimas o aceptables de relacionarse conyugal o filialmente. El Derecho Internacional comenzará a injerir abiertamente en las relaciones de conyugalidad en la séptima década del

siglo XX. Aunque desde 1946 se formó la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer, será hasta el 18 de diciembre de 1972 que la Asamblea General de las Naciones Unidas declare 1975 como el año internacional de la mujer, y se celebre, en la Ciudad de México, la primera conferencia mundial del año internacional de la mujer. En el informe generado en dicha conferencia se establece que la discriminación contra las mujeres es incompatible con el principio de dignidad humana, con el bienestar de la familia y con la sociedad; por lo que se estipula una serie de normas que los países miembros deberán acatar, en aras de conseguir condiciones de igualdad entre hombres y mujeres en todos los ámbitos de la sociedad.

La familia, por supuesto, fue tema de discusión. El artículo 5 de dicho informe, por ejemplo, se estipula que:

Las mujeres y los hombres tienen iguales derechos y responsabilidades en la familia y en la sociedad. La igualdad entre mujeres y hombres debe ser

garantizada en la familia, que es la unidad básica de la sociedad y donde se nutren las relaciones humanas. Los hombres deben participar de manera más activa, creativa y responsable en la vida familiar para su desarrollo sano, a fin

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de permitir que las mujeres participen más intensamente en las actividades de sus comunidades y con miras a combinar efectivamente las posibilida des de trabajo de ambos socios (Naciones Unidas, 1976, p. 4) .

Así mismo, se estipulaba el derecho de las mujeres a trabajar, a la independencia económica, a la educación y la capacitación, al salario igual al del hombre por el desempeño de una misma actividad, incluso se hace un llamamiento a los mass - media a presentar contenidos en los que las mujeres desempeñen roles distintos a los tradicionales. Curiosamente, el artículo 12 de ese mismo informe, aclara que todo derecho conlleva responsabilidades, por lo que insta a las mujeres a usar los

beneficios de los derechos adquiridos para “Desempeñar sus funciones para con la familia, el país y la humanidad” (p. 5). Otro punto importante para con nuestro tema, en particular por la antítesis discursiva entre lo estipulado por el Der echo Internacional y el discurso eclesiástico, es el derecho de “toda pareja e incuso individuo” (p. 5) a decidir el número de hijos que criará y el lapso entre ellos. La humanidad había adquirido un mayor dominio sobre su fertilidad y el derecho a regularla. Aunado a esto, la mujer refrendaría su derecho a decidir sobre el momento y la persona con la que desease establecer una relación conyugal.

En 1979 se publicará la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW): el primer documento legal sobre los derechos de las mujeres. En ésta se exige a los países firmantes modificar sus códigos legales para ajustarlos a lo demandado en ella. En el artículo 5, por ejemplo, se establece que:

Los Estados Partes tomarán todas las medidas apropiadas para: a) Modificar

los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres; b) Garantizar que la educación familiar incluya una comprensión adecuada de la maternidad como función social y el reconocimiento de la responsabilidad común de hombres y mujeres en cuanto a la educación y al desarrollo de sus hijos, en la inteligencia de que el interés de los hijos constituirá la consideración primordial en todos los casos (Naciones Unidas, 1979/2011, p. 21) .

Podemos ver, me parece, el mecanismo a través del cual la Comunidad Internacional influye o afecta en la conformación de los modelos familiares: exigencia de transformar las legislaciones locales y de influir, ya por medio de la educación, ya por la vía de los mass-media, en los patrones culturales

tradicionales.

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Por lo demás, los cambios entre lo estipulado en la Ciudad de México y este documento son pocos, dado que éste había comenzado a prepararse desde 1974. En este texto se definirá la discriminación contra la mujer como:

Toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera (Naciones Unidas, 1979/2011, p. 19) .

El artículo 10 exige la erradicación de la discriminación en la educación y la capacitación; el artículo 11 hace lo propio con el empleo, añadiendo licencias de maternidad y otras medidas que permitan conciliar las labores familiares con las económicas, y aúna el reconocimiento del trabajo no remunerado como esencial para el sostenimiento de la familia y la sociedad. El artículo 16 estipula los derechos a contraer matrimonio eligiendo libremente al cónyuge y por libre albedrío; así como el derecho a decidir el número de hijos y el intervalo entre el los.

El modelo de conyugalidad de la comunidad internacional está prácticamente conformado; no hay mayores modificaciones sobre este asunto en las conferencias de Copenhague (1980), Nairobi (1985) o Beijín (1995). Todas ellas comparten principios, y comparten también la expresa frustración por la poca voluntad de las naciones para conseguir los cambios propuestos; la casi nula participación de los hombres y la poca participación de las mismas mujeres. No

obstante, históricamente hablando, la transformación de los vínculos de conyugalidad es evidente. El establecimiento del derecho de las mujeres a una vida sin discriminación y violencia ha amansado progresivamente las relaciones conyugales, ilegalizando actos violentos otrora normalizados, ejercidos – salvo raras excepciones– por los cónyuges masculinos contra sus parejas; a tal grado que las relaciones de hace sólo cien años, son hoy inconcebibles para las nuevas generaciones.

Por lo que toca a las relaciones filiales, el cambio es también importante. Los niños han sido reconocidos, también, como individuos con derechos y dignidad. Las relaciones de propiedad de épocas pasadas, han devenido relaciones de protección, amor, cuidado y recreación. De manera similar a como ocurre con las

relaciones de conyugalidad, el reconocimiento del niño como individuo merma el poder de los padres –esta vez en plural– sobre él, dotándolo de ciertas capacidades no muy claramente definidas; al tiempo que suaviza la relación entre éste y sus padres.

Los primeros intentos por garantizar los derechos de los niños datan de 1924, cuando se formula la declaración de Ginebra. Más tarde, en 1959, la Tercera Comisión de la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptará esta

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declaración y la reformulará en la Declaración de los Derechos del Niño, en la que se los reconoce como sujetos de derechos en tanto que individuos; a los que se añadirá el “derecho de una protección especial”. La familia queda establecida como entorno fundamental para el desarrollo de los niños en el sexto principio de la declaración:

El niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, necesita amor y comprensión. Siempre que sea posible, deberá crecer al amparo y bajo la responsabilidad de sus padres y, en todo caso, en un ambiente de afecto y de seguridad moral y material; salvo circunstancias excepcionales, no

deberá separarse al niño de corta edad de su madre (p. 20) .

La Convención sobre los derechos del niño que, para el Derecho Internacional, es cualquier persona menor de 18 años, exige a los estados partes garantizar el establecimiento de un “entorno protector que defienda a los niños y niñas de la explotación, los maltratos y la violencia” (Unicef, 1989/2006, p. 7). En esta convención se estipula que la familia es el:

Grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños, debe recibir la protección y asistencia necesarias para poder asumir plenamente sus responsabilidades dentro de la comunidad (p. 8) .

En una definición no muy lejana a lo formulado por Talcott Parsons, se afirma que la familia es el entorno natural en el cual el niño puede desarrollar plena y

armoniosamente su personalidad y aprender a ser un miembro útil y benéfico para su sociedad. De hecho, el niño aparece como una entidad casi sacra: el principio de “interés superior del niño” lo coloca por sobre casi cualquier legislación, siendo determinante para toda decisión que lo implique directa o indirectamente, incluso en materia de las relaciones conyugales entre los padres. En el modelo de la Comunidad Internacional el niño posee la mayoría de los derechos que poseen los adultos: el artículo 6 garantiza su derecho a la vida; el 7 a un nombre y una identidad jurídica; el artículo 13 a la libertad de expresión, a “buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo” (p. 14); el artículo 14 a la libertad de pensamiento, conciencia y religión; el artículo 15 a la libre asociación y a celebrar reuniones pacíficas; el 16 a la vida privada, la honra y l a

reputación; el 17 al acceso a la información; el 27 a un “nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social” (p. 21); el 31 a su descanso, al esparcimiento, el juego, las actividades recreativas, culturales, y a las art es.

Los padres adquieren obligaciones legales para con ellos: el artículo 9 garantiza su derecho a tener una familia, a no ser alejado de los padres, salvo cuando su integridad esté en riesgo por maltrato o descuido o cuando los padres

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vivan separados; el artículo 18, en consonancia con lo establecido para las relaciones conyugales, estipula que ambos padres tienen iguales derechos y obligaciones en la crianza y el desarrollo del niños; el 27 exige a los padres y demás responsables a garantizar la nutrición, vestuario y vivienda, y a pagar una pensión alimenticia si fuera el caso.

Los Estados también están obligados a procurarlos: el artículo 19 exige a los estados prevenir cualquier forma de abuso, daño físico o mental, negligencia, maltrato, explotación o abuso sexual, contra los niños; demanda procurar el “más alto nivel posible de salud y servicios para el tratamiento de las enfermedades y rehabilitación de la salud” (p. 19); reducir la mortalidad infantil; combatir

enfermedades y malnutrición; reclama garantizar la educación primaria y de ser posible secundaria y superior y disminuir índices de deserción escolar; el artículo 28 insta a garantizar una disciplina escolar digna y libre de violencia; el 32 a prevenir la explotación económica; el 34 a protegerlos de la explotación y el abuso sexuales; y, en general, a suplir cualquier imposibilidad de los padres para cumplir con sus obligaciones.

Igualmente interesante resulta la obligación de los estados de garantizar una educación basada en “el respeto de los Derechos humanos y las libertades fundamentales y de los principios consagrados en la Carta de las Naciones Unidas” (p. 23); que les permita:

Asumir una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad de los sexos y amistad entre todos los pueblos, grupos étnicos, nacionales y religiosos y personas de origen indígena. (p. 23) .

Así como el respeto por el Medio Ambiente. La Declaración de los derechos de los niños formulaba en su séptimo principio que:

El niño tiene derecho a recibir educación, que será gratuita y obligatoria por lo menos en las etapas elementales. Se le dará una educación que favorezca su cultura general y le permita, en condiciones de igualdad de oportunidades, desarrollar sus aptitudes y su juicio individual, su sentido de responsabilidad moral y social, y llegar a ser un miembro útil de la sociedad. (Naciones Unidas, 1959, p. 20) .

Pero en la Convención de 1989, se establece como obligación de los Estados educar en los valores de la Comunidad Internacional: hemos dado un paso más hacia el establecimiento de un régimen de pensamiento que cimiente nuestros modelos familiares.

El polo local que se contrapone a los discursos eclesiásticos está constituido por las organizaciones de la sociedad civil, antes llamadas no gubernamentales. Estas suelen emplear el marco legal de la comunidad internacional para exigir a

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sus respectivos gobiernos cambios en la legislación o hacer valederos estos cambios en la vida diaria. Las organizaciones que defienden los derechos de las mujeres han sido, las más de las veces, bien recibidas por la comunidad internacional. Sus propuestas son consideradas y han conseguido articularse con los organismos internacionales de manera más o menos eficiente. De ahí el gran

número de resoluciones respectivas a los derechos de las mujeres. Otro tanto ocurre con las organizaciones que defienden los derechos de los niños, aunque estas suelen ser menos beligerantes; quizá porque sus demandas en materia de derechos ya han sido satis fechas.

Las organizaciones de la sociedad civil que, por otro lado, defienden los

derechos de las minorías sexuales, no han corrido la misma suerte. Los reclamos de estos grupos en tanto al reconocimiento de la legitimidad sus relaciones de conyugalidad no han sido bien recibidos por la Comunidad Internacional (Van Bueren, 1995). Sus vínculos se conciben como “uniones” de segundo orden o privadas, sin plenitud de derechos. Incluso dentro de los mismos movimientos feministas las opiniones se encuentran divididas, habiendo quien respalda la naturalidad del vínculo conyugal heterosexual y quien, como Joan W. Scott (2005), afirman su artificialidad, al tiempo que se extrañan por las declaraciones esencialistas de sus compañeras:

Las normas sobre la familia primero se establecen de manera legislativa y después se justifican apelando a la biología, y que las familias se organizan en referencia a relaciones legales y no sexuales; no son (como implican Agacinski y Théry) encarnaciones de la verdad de la naturaleza. Esto significa, en general, que las familias son instituciones infinitamente maleables (como

muestran las leyes sobre adopción, que han permitido desde hace mucho que adultas/os solteras/os establezcan un parentesco legal con personas que no están relacionadas biológicamente con ellas) (p. 45) .

Y existe, por supuesto, un frente civil del discurso eclesiástico, que encuentra en los conceptos de naturalidad y universalidad característicos de las declaraciones y convenciones de los Derechos Humanos, un espacio retórico adecuado para seguir sosteniendo la universalidad de su modelo familiar y sustentar el argumento personalista.

El Estado, por su parte, paulatinamente, se ha distanciado del asunto y cede

en estos aspectos su poder rector al individuo y al mercado. Limita su actuar a censar a la población y emprender campañas para regular la natalidad cuando los índices de sobrepoblación parecen peligrosos.

En esta confrontación discursiva, moral, legal, económica y cultural, las familias transitan y adquieren una multiplicidad de formas. No existe ya un

modelo único de familia. Nos encontramos en transición, y no podemos siquiera afirmar que volverá a aparecer un modelo hegemónico. Vemos emerger, eso sí, familias más horizontales: toma de decisiones más democráticas y autoridad

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conyugal cada vez más limitada. Una horizontalidad que no se limita a los padres: poco a poco, y entre los gritos de alarma de profesores, terapeutas y demás instituciones moralizadoras de la familia, vemos una horizontalización de las relaciones de poder filiales: cada vez más, los hijos son considerados como seres humanos independientes y con capacidad para decidir sobre sí mismos; y cada

vez más actúan como tales.

Las relaciones conyugales y filiales se flexibilizan, se incluyen personas antes excluidas, se crean nuevas formas de vinculación basadas en afectos, acuerdos y hasta contratos. Mucha gente comienza a considerar a sus animales de compañía como miembros de su familia y sostienen con ellos relaciones afectivas más

intensas que las que establecen con otros seres humanos. Las bases socioeconómicas y el desarrollo de la tecnología afectarán, sin duda, los próximos modelos familiares, y no tenemos idea de en qué forma: nuestra única certeza es la incertidumbre.

A manera de conclusión

¿Cómo demos lidiar con la transición de los modelos familiares?, ¿cómo debe reaccionar el Estado?, ¿qué debemos hacer los investigadores de la sociedad con la flexibilización de las familias?, ¿es esto algo bueno? ¡¿Quién puede saberlo?! La gran mayoría de los legisladores y consecuentes reformadores de las estructuras familiares no eran dementes: muchos de ellos tenían buenas intenciones: salvar las almas, conservar las buenas costumbres, sanear la estructura familiar; si resultaron en catástrofes u hoy las entendemos así es porque nuestros objetivos también han cambiado. En lo personal, no me atrevería a proponer un modelo

familiar o de organización social como el mejor. Es por ello que buscamos que cada uno decida lo que a su parecer le conviene ¿Se equivoca? Bien, habrá sido su decisión, creo que el Estado debería limitarse a garantizar algunos derechos esenciales de cualquier individuo –decidir sobre sus cuerpos, por ejemplo– y mantenerse al margen de los demás.

La sociedad está cambiando y el cambio es inevitable, esperemos que sea, mayoritariamente, para bien; seguramente habrá resultados terribles, pero eso competerá a las siguientes generaciones, que realizarán reseñas históricas y nos encontrarán incomprensibles, degenerados, incautos, cándidos o hasta perversos. El individuo es, también, un concepto (Ibáñez, 2001); y tiene un régimen moral

de base: suponer en el individuo una capacidad de volición; plantear como objetivo el que utilice dicha capacidad; delegar en él la responsabilidad de elegir; suponer que no está influido por otras fuerzas (como las mercantiles, por ejemplo); tomarlo como el valor superior o pilar de la sociedad, todo ello es, me parece, una manera de entender la realidad, un régimen ideológico, no hay

ningún argumento verdaderamente válido para sustentarlo; y ya no hay Dios o Naturaleza para imponerlo; se cree en la libertad, en la capacidad y la

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responsabilidad de cada uno; y es sólo un ideal, pero a fin de cuentas, el hombre es un animal con ideales.

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