ISSN-2448 7317

SOCIEDAD MEXICANA DE PSICOLOGÍA SOCIAL

revista somepso vol. 7, núm 1, enero-julio 2022

Revista SOMEPSO Vol.7, núm.1, enero-junio (2022) ISSN 2448- 7317

REVISTA DE LA SOCIEDAD MEXICANA DE PSICOLOGÍA SOCIAL

El objetivo de esta revista es fomentar la

reflexión, el debate y el diálogo al interior de la disciplina y fuera de ella al abordar diversos fenómenos sociales contemporáneos desde una postura crítica sobre la articulación entre los diferentes dominios de la actividad humana.

SOCIEDAD MEXICANA DE

PSICOLOGÍA SOCIAL

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https://somepso.org/ Correo electrónico: revistasomepso@outlook.com Editor responsible: José Juan Soto Ramírez. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2016-080311373900-102, ISSN:2448-7317, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número, Secretario de Publicaciones, José Juan Soto Ramírez, calle Altar 55, Col. Prados de Coyoacán, Delegación Coyoacán, C.P. 04810 , fecha de última modificación, 11 de julio de 2022 .

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ÍNDICE

Presentación. Cuerpos expuestos. 4- 11

Rigoberto Reyes Sánchez

Artículos

Muertes ostentosas para sembrar terror en los vivos. Análisis de la Alianza Anticomunista Argentina y las dinámicas en torno a sus asesinatos públicos

12- 49

Carlos Fernando López de la Torre

Las Reinas Indígenas y la insubordinada memoria de la masacre de Panzós (Guatemala, 1978)

50- 66

Rigoberto Reyes Sánchez

La vida sexoafectiva de la abuela y otras representaciones de las personas adultas mayores en el cine mexicano contemporáneo

67- 100

Eloísa Rivera Ramírez

Mujer y maternidad en reclusión: un documento sonoro de existencia en una cárcel mexicana

101- 135

Amor Teresa Gutiérrez

Disertaciones

Escribir es poner el cuerpo, poesía de mujeres durante las dictaduras

136- 150

Sandra Ivette González Ruiz

Reseñas

Comparecen los cuerpos. Materias y fronteras

151- 164

Carla Verónica Carpio Pacheco Normas de publicación

165- 170

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Presentación: Cuerpos expuestos

Rigoberto Reyes Sánchez 1

Publicado: 11/07/2022

I. El ínfimo y quebradizo cuerpo humano.

La idea en torno a la que gira el presente número de la revista SOMEPSO surgió en el marco de la fase de vacunaciones masivas para prevenir la enfermedad por coronavirus de 2019. Un proceso biopolítico que marcó una transformación importante en lo que Franco “Bifo” Berardi llamó con lucidez “la asfixia hipercapitalista” (Berardi, 2020:11). Las políticas de vacunación han ido transformando paulatinamente a esta enfermedad de un agente mortífero a un padecimiento estructurante de la “nueva normalidad”, la normalidad de un mundo en el que el apocalipsis ya ocurrió, al menos como una “revelación”, como avanzada de lo que aún está por venir, la catástrofe antropogénica cuyos signos brotan por todas partes. En palabras de Srećko Horvat “La revelación del covid - 19 es esta: la alternativa ya no es socialismo o barbarie, nuestro único horizonte a día de hoy es una profunda reinvención del mundo…o la extinción” (Horvat, 2021: 27).

Y en el centro de esta catástrofe se encuentra “ínfimo y quebradizo cuerpo humano”, como lo percibió Walter Benjamin entre las columnas de humo y las explosiones de la Primera Guerra Mundial (Benjamin, 2010: 61). Pero ahora este frágil cuerpo no sólo se debate entre peligros visibles, sino que se encuentra expuesto a un agente destructor invisible y potencialmente omnipresente, un indiferente virus cuyo impulso es replicarse a sí mismo al abrigo de sus huéspedes humanos. Este agente letal y elemental puso de nuevo de manifiesto la fragilidad del cuerpo humano, del cuerpo tibio, orgánico, en permanente intercambio de gases, fluidos y “bichos”2. Al menos brevemente, la pandemia rasgó el velo del

1 Coordinador Académico de la Licenciatura en Estudios Sociales de las Universidades para el Bienestar Benito Juárez Sede Álvaro Obregón y es parte del Seminario de Investigación Avanzada Estudios del Cuerpo. Correo electrónico: rigobertoreyess@gmail.com

Presentación

optimismo capitalista cuya fantasía de progreso indefinido trae aparejada una ilusión de juventud e inmortalidad post-humana. Ahí estaba, desnudo, el frágil cuerpo humano, hacinado en hospitales, transportes, viviendas, cárceles. No un cuerpo “sin” órganos, más bien un cuerpo desorganizado, desquiciado, apabullado por signos y síntomas desconcertantes.

La “biopolítica positiva'' del confinamiento reavivó aquellas imágenes de finales del siglo XX según las cuales en la globalización la humanidad navega en el mismo barco. Pero el barco tiene compartimentos estrictamente delimitados, es más parecido a los Guineaman que transportaban esclavos por el Atlántico en el siglo XVIII que al trágico pero interclasista Titanic. Aunque el virus inicialmente fue transportado de manera acelerada por la élite global cosmopolita, la inmensa mayoría de las muertes se produjo entre las clases populares, mucho más expuestas al contagio. Magnates empresariales forzaban a los trabajadores a seguir engrasando la maquinaria bajo el argumento de que la vida significa riesgo. Un postulado aberrante debido al lugar desde donde se emitía; Cuerpos blindados animando a otros cuerpos a arrojarse a la nube de contagios. Una lógica sacrificial, ¡Moloch!

Figura 1

Moloch en Metrópolis


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Nota: Fotograma de la película Metrópolis (1927) de Fritz Lang en la que aparece Moloch, el dios - máquina devorando a los trabajadores.

Volvamos a la escala de los cuerpos concretos. Para algunos sectores privilegiados la pandemia traía un mensaje inaudito, les confrontó con su - negada, aplazada- mortalidad. Para otros -los enfermos, los frágiles, los ancianos, los subalternos- apareció como un nuevo riesgo, con aire de familia. Para

2 Aquí retomo la peculiar expresión con la que Donna Haraway hace referencia a la densa biota de entes no humanos que habitan, moldean, transforman, enferman y matan al cuerpo humano, el cual es, a su vez, también percibido como un bicho más que chapotea en el Compost de lo vivo (Haraway, 2019).

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sobrevivir, o para tener una muerte más cálida, era indispensable poner en el centro de la vida a los cuidados, tal como venían insistiendo distintas voces feministas como la de Silvia Federici (2015: 45-62). El cuerpo padeciente sólo se sostiene apoyado por otros cuerpos, ya sean estos humanos, animales, vegetales, minerales o cibernéticos.

Paralelamente a este duro recordatorio de que ser cuerpo es estar expuesto, se fue acelerando el desdoblamiento de los cuerpos virtuales-virales, cuerpos especulares que fluyen y colisionan en un entramado de redes sociodigitales. Esta avalancha de meta-cuerpos no significa la obsolescencia del cuerpo de carne y hueso, porque hasta ahora se trata de un despliegue tutelado. Son cuerpos - virales en una huida condenada al fracaso porque el enano titiritero siempre puede infectarse y perecer. La promesa del futuro es la muerte, diría Freud. Ahora, después de la muerte, quedará un baldío de hologramas digitales que seguirán cumpliendo años y lanzando “recuerdos” en bucle.

II. Freno de emergencia.

El ferrocarril simbolizó la promesa desbocada de la modernidad industrial. ¿Cuál podría ser la máquina que simbolice este Brave New World?, ¿Space X, el cohete de las ensoñaciones ecofascistas?, ¿un teléfono inteligente conectado al

metaverso?, ¿el megabuque Ever Green atascado en el canal de Suez?, ¿el dispositivo Pegasus? pienso que sería una máquina más modesta; un austero respirador artificial conectado a un cuerpo las 24 horas, repitiendo sus ciclos de

bombeo. El cuerpo cyborg modificado e intervenido con el fin de sobrevivir tiene más afinidad con los trabajadores cyborg precarios descritos por Chela Sandoval (2004: 81-104) que con las fantasías tecnomilitares o las promesas subversivas del ciberpunk de finales del siglo pasado.

III. Exponer y exponerse.

En el presente número se desarrollan distintas aproximaciones a la noción de “cuerpo expuesto”. Esta idea está inspirada en el concepto de “pueblos expuestos” acuñado por el historiador del arte Georges Didi-Huberman para referirse al estado en el que se encuentran diversas comunidades y grupos subalternizados en la modernidad tardía. La palabra “exposición” y sus variantes es tremendamente polisémica y la podemos encontrar en distintos campos de la acción humana, por ejemplo en el campo de las artes (el arte se muestra en exposiciones), en la técnica fotográfica (como la cantidad de luz que da forma a la imagen), en la política moderna (el hacerse visible o auto-representarse), en los medios de comunicación (estar expuesto a la mirada masiva) o la biopolítica (ponerse o encontrarse en riesgo de ser aniquilado o de ser desaparecido). Didi - Huberman ofrece una definición que mantiene esta polivalencia de sentidos:

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Presentación

Los pueblos están expuestos. Nos gustaría mucho que, apoyados en la “era de los medios”, esta exposición quisiera decir: los pueblos son hoy más visibles unos para otros de lo que nunca lo fueron (...)nos gustaría poder significar con esta frase que los pueblos están hoy, gracias a la “victoria de las democracias”, mejor “representados” que antes. Y, sin embargo, sólo se trata de exactamente lo contrario, ni más ni menos: los pueblos están expuestos por el hecho de estar amenazados, justamente, en su representación - política, estética- e incluso, como sucede con demasiada frecuencia, en su existencia misma. Los pueblos están siempre expuestos a desaparecer (Didi- Huberman, 2012: 11).

La apuesta conceptual de los “cuerpos expuestos” consiste sencillamente en ajustar la escala de análisis, en colocar a las corporalidades en el centro del estudio. Después de todo, el cuerpo es, de acuerdo con Roberto Esposito, el “lugar único” en donde “se unen nuestra experiencia individual y colectiva” (Esposito, 2017:30), en este sentido el cuerpo es esa parte del sujeto que está siempre, en cierta medida, a la intemperie, en contacto e intercambio incesante con los otros y con lo otro. El pueblo, así como la multitud y la democracia directa,

sólo son posibles ahí donde los cuerpos se reúnen y esto es válido tanto para los populismos como para los más radicales de los neo anarquistas.

Hoy en día la política de los cuerpos es central tanto como forma de dominación como en el cuadrante de los movimientos contestatarios y transformadores. Ya no precisamente el ciudadano (el que responde siempre al

“¡hey, tú!” del aparato estatal) sino el “el cuerpo impersonal y colectivo compuesto de masas de mujeres y hombres que ya no se reconocen en los canales de representación” (Esposito, 2017:32) es el que se hace presente en las plazas y alamedas. Dos de las manifestaciones políticas más importantes que hicieron su aparición durante el “gran encierro” fueron notablemente corporales: por un lado, el resurgimiento del #BlackLiveMatters tras el asesinato de George Floyd en Mineapolis y por otro las oleadas feministras contra la violencia de género y el feminicidio en México. En ambos casos, las multitudes “pusieron el cuerpo” ahí donde otro cuerpo les había sido arrebatado.

Quizá la interrogante más intensamente política en torno a los “cuerpos expuestos” es la que pregunta por el sujeto: ¿quién expone al cuerpo? En muchas ocasiones el cuerpo expuesto es pasivo, la acción se ejerce sobre él, tal es el caso de los paramilitares o las corporaciones criminales que exhiben al cadáver mancillado de sus enemigos como parte de su “pedagogía de la crueldad”, para decirlo con Rita Segato (2013:15). En otros casos, el sujeto expone conscientemente su propio cuerpo, ya sea como gesto de insubordinación o como respuesta desesperada. Los manifestantes de la “Primera Línea” en el Chile de 2019, los periodistas de guerra en México o las guerrilleras kurdas que se enfrentan a ISIS en Kobane, son algunos ejemplos. En otros casos, el cuerpo no hace nada en particular para estar expuesto, es su propia consistencia, sus rasgos,

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su color, su género, su performance, lo que lo coloca en una situación de exposición, de riesgo.

Pero el cuerpo no siempre se encuentra expuesto a la violencia, sino primordialmente a la mirada, tal es el origen etimológico de la palabra: “poner a la vista”, mostrar algo que permanecía debajo, dentro, oculto u opaco. En estos tiempos de desborde visual los cuerpos están en riesgo de ser absorbidos por la “sobreexposición” bajo la lógica del espectáculo que devora incluso las estéticas de la protesta. Para Didi-Huberman “Demasiada luz ciega. Los pueblos expuestos a la reiteración estereotipada de las imágenes son también pueblos expuestos a desaparecer” (Didi-Huberman, 2012:14). ¿Ante qué mirada se hallan expuestos los cuerpos en la era digital? primordialmente, a la mirada del consumidor.

Un último acercamiento a lo que puede significar un cuerpo expuesto. Ya se ha dicho; un cuerpo expuesto es un cuerpo en estado vulnerable, un cuerpo “abierto” a la mirada indiscreta del otro. Esta relación no siempre es denigrante o aberrante. Puede ser gozosa. ¿No es la intimidad corporal una forma de vulnerabilidad compartida? Hay expresiones de erotismo que consisten precisamente en mirar exultantemente ciertas partes erógenas del cuerpo del otro. En ellas el placer estalla tanto en quien mira como en quien se deja ver. Así lo refiere Judith Butler en un curioso pasaje en el que defiende, desde su propia experiencia, las prácticas sexuales no- normativas:

En fin, puede que yo sea un poco rara, pero, desde mi punto de vista (...) el

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problema de las fotos no es que una persona esté exultante ante los genitales de otra persona. Supongamos que todos hacemos eso a veces y que no hay nada particularmente objetable en tal exultación, y puede incluso que sea precisamente eso lo que hay que hacer para pasarlo bien (Butler, 2010: 126).

IV. Miradas.

La presente edición de la revista SOMEPSO está integrada por cuatro artículos, un ensayo y una reseña de libro, en todos los aportes se trabaja, de una manera muy libre, con la idea del “cuerpo expuesto”, colocada más como un detonante que como un concepto en estricto sentido. La revista abre con dos artículos de investigación que trabajan en torno a la historia política (ya no tan) reciente de América Latina, atravesada por la Guerra Fría. En su artículo “Muertes ostentosas para sembrar terror en los vivos. Análisis de la Alianza Anticomunista Argentina y las dinámicas en torno a sus asesinatos públicos” el historiador Carlos Fernando López de la Torre analiza las prácticas represivas de la Alianza Anticomunista Argentina, el más importante Escuadrón de la Muerte que operó durante el periodo constitucinal del peronismo de los años setenta (1973-1976). En el texto, Carlos Fernando estudia particularmente la lógica y las funciones político - afectivas de los asesinatos crueles y la exposición pública de los cadáveres de las víctimas de la llamada “Triple A”. En este caso el cuerpo es expuesto para

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Presentación

atemorizar y disciplinar a la población. El artículo siguiente, escrito por mí, y titulado “Las Reinas Indígenas y la insubordinada memoria de la masacre de Panzós (Guatemala, 1978)” hace un seguimiento interpretativo de las protestas desarrolladas por un puñado de jóvenes mujeres mayas durante sus participaciones en certámenes de belleza tras la masacre acaecida en el municipio guatemalteco de Panzós, en el marco del endurecimiento de la Guerra Civil guatemalteca a finales de los años setenta. A través de sus performances de protesta y luto, estas mujeres exponían su propio cuerpo como forma de insubordinación y visibilización respecto a la violencia ejercida por el Estado contra la población maya.

Los dos artículos siguientes trabajan la noción del cuerpo expuesto desde la mirada del feminismo en su relación con la psicología social y la pedagogía. En su artículo titulado “La vida sexoafectiva de la abuela y otras representaciones de las personas adultas mayores en el cine mexicano contemporáneo”, Eloísa Rivera Ramírez nos ofrece un minucioso estudio de las representaciones del cuerpo de las personas adultas mayores en el cine mexicano de los últimos 10 años. En su análisis de un corpus integrado por seis películas nacionales protagonizadas por adultas y adultos mayores, Eloísa identifica una notoria falta de representaciones del cuerpo envejecido, sobre todo en lo referente al cuerpo erótico lo cual contribuye al estereotipo de la desexualización de las personas mayores. En este campo, el cuerpo anciano permanece oculto y cuando aparece se le suele mostrar

como objetivo de burla o compasión. Esta sección de la revista cierra con el aporte

de Amor Teresa Gutiérrez Sánchez, quien relata los avatares y resultados de su trabajo de investigación-participativa con un grupo de mujeres recluidas en el penal de Santa Martha Acatitla, ubicado al oriente de la Ciudad de México. En su artículo titulado “Mujer y maternidad en reclusión: un documento sonoro de existencia en una cárcel mexicana”, Amor se hace acompañar de las voces de las mujeres presas para relatar las vivencias, interpretaciones y dilemas que tienen las madres recluidas en este penal, un ejercicio de diálogo de saberes que desembocó en un programa de radio de circulación abierta. El sistema penal encierra y oculta a los cuerpos de estas mujeres quienes a través del recurso del radio logran exponer su voz (prolongación sonora del cuerpo) en una suerte de discurso coral.

La sección de Disertaciones se encuentra a cargo de Sandra Ivette González Ruíz quien en su ensayo “Poner el cuerpo. Poesía de mujeres durante las

dictaduras” aborda la relación entre poesía y cuerpo en la obra de mujeres que escribieron durante las dictaduras militares latinoamericanas. Habilitada por su doble posición -como investigadora y como poeta- Sandra establece un diálogo con la obra y con las propias poetas en el que se hace palpable que cierta poesía está estrechamente conectada con el cuerpo de las mujeres que la escriben, y que tal vínculo opera como una forma sutil de subversión política feminista con el potencial de desordenar simbólicamente los regímenes imperantes. Finalmente, Carla Carpio Pacheco cierra el presente número con una meticulosa reseña del

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libro Comparecen los cuerpos. Materias y formas (2021, CEIICH- UNAM), coordinado por Maya Agüiluz Ibargüen, Pablo Hoyos y Cynthia Ortega,

integrantes todos del Seminario de Investigación Avanzada Estudios del Cuerpo, encabezado por la propia Maya Agüiluz en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias Humanidades de la UNAM, un semillero de pensamiento, experimentación y activismo en el que también se encuentran las raíces de la noción que aquí se elabora y problematiza, el cuerpo expuesto.

La invitación es a leer los aportes aquí expuestos como quien establece un diálogo en el que el cuerpo, las emociones y la razón están presentes, a celebrar un “Coloquio” de intensidades intelectuales y corporales como al que invitaba el poeta Tomás Segovia (2014, 1128):

Sé que lo sabes todo pero ¿te he dicho ya que hay también el abrazo del coloquio El sensual regocijo

De envolverse entre dos en las palabras

Y juntos retozar bajo su cobertura?

Y saberse invitado y recibido

En el dar y tomar de lo decible

Y dejarse hechizar por lo que en uno y otro

En el decir ponemos al desnudo Y saber largamente acariciarlo Con fiebre y embeleso.

REFERENCIAS

Benjamin, W. (2010). El narrador. Introducción, traducción e índices de Pablo Oyarzún R. Metales Pesados.

Berardi, F. B. (2020). Respirare. Caos y poesía. Prometeo Libros.

Butler, J. (2010). Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Paidós: Contextos ideas. Didi-Huberman, G. (2012). Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Manantial. Esposito, R. (2017). Personas, cosas, cuerpos. Trotta.

Federici, S. (2015). Sobre el trabajo de cuidado de los mayores y los límites del marxismo. Nueva Sociedad, 256, 45- 62.

Haraway. D.J. (2019). Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chtuluceno. Consonni.

Horvat, S. (2021). Después del apocalípsis. Pamplona: Katakrak.

Sandoval. Ch. (2004). Nuevas ciencias. Feminismo cyborg y metodología de los oprimidos. En VV.AA. (2004). Otras inapropiables. Feminismos desde las fronteras (pp. 81-104). Traficantes de sueños.

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Segato, R. L. (2013). Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres. Tinta Limón y Pez en el Árbol.

Segovia, T. (2014). Cuaderno del nómada. Poesía Completa Vol. 1 [1943- 1987]. Fondo de Cultura Económica.

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MUERTES OSTENTOSAS PARA SEMBRAR TERROR EN LOS VIVOS. ANÁLISIS DE LA ALIANZA ANTICOMUNISTA ARGENTINA Y LAS DINÁMICAS EN TORNO A SUS ASESINATOS PÚBLICOS

* * *

OSTENTATIOUS DEATHS TO SOW TERROR IN THE LIVING. ANALYSIS OF THE ALIANZA ANTICOMUNISTA ARGENTINA AND THE DYNAMICS AROUND ITS PUBLIC ASSASSINATIONS

Carlos Fernando López de la Torre 1

Sección: Artículos

Recibido: 07/03/2022

Aceptado: 07/05/2022

Publicado: 11/07/2022

Resumen

El artículo realiza un acercamiento a las prácticas represivas de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), el escuadrón de la muerte más importante de este país sudamericano en la década de 1970, con el objetivo de identificar las lógicas, los objetivos y significados que poseyeron los crímenes en los que dispuso el asesinato cruel y la exposición pública del cuerpo humano de sus víctimas. Por un lado, el análisis rescata el imaginario social que legitimó estas prácticas bajo la noción de la “limpieza” política de la nación de aquellos elementos “subversivos” que amenazaban con desencadenar una guerra civil favorable a la instalación del comunismo en Argentina; lectura de la realidad que avaló el trato cruel e inmisericorde sobre los cuerpos de las disidencias a modo de castigo por los supuestos agravios cometidos contra el país. Por otro lado, se indaga en las tramas de interpretación que tuvieron los asesinatos del escuadrón. Con base en el análisis de algunos hechos de sangre, se revisa cómo la Triple A concibió la muerte como un espectáculo de propaganda y horror anclado en el exceso del acto de matar que, junto con la vejación de los cadáveres de las víctimas, convirtió sus maltrechos cuerpos en dispositivos emisores de un

1 Profesor Investigador de Tiempo Completo en el Departamento de Preparatoria Agrícola de la

Universidad Autónoma de Chapingo. Docente en el Colegio de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico:

carloslopezdelatorre@filos.unam.mx

Carlos Fernando López de la Torre

mensaje de terror que buscó el disciplinamiento social y el aniquilamiento de la “subversión”.

Palabras Clave: Alianza Anticomunista Argentina, represión, rituales de muerte, “limpieza” política .

Abstract

The article makes an approach to the repressive practices of the Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), the most important death squad in this South American country in the 1970s, with the aim of identifying the logics, objectives and meanings that they possessed. the crimes in which he ordered the cruel murder and the public exhibition of the human body of his victims. On the one hand, the analysis rescues the social imaginary that legitimized these practices under the notion of the political "cleansing" of the nation of those "subversive" elements that threatened to unleash a civil war favorable to the installation of communism in Argentina; reading of the reality that endorsed the cruel and merciless treatment of the bodies of the dissidents as punishment for the alleged offenses committed against the country. On the other hand, it investigates the plots of interpretation that the squad's murders had. Based on the analysis of

some bloody events, it reviews how Triple A conceived death as a propaganda

and horror show anchored in the excess of the act of killing that, together with the vexation of the victims' corpses, turned their battered bodies in devices emitting a message of terror that sought social discipline and the annihilation of "subversion."

Key words: Alianza Anticomunista Argentina, repression, death rituals, political “cleansing”.

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Muertes Ostentosas…

Introducción

La Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) fue el escuadrón de la muerte más destacable del período constitucional del peronismo de los años setenta (1973 - 1976). Durante estos años, la Triple A protagonizó cuantiosos hechos de sangre, causando la muerte de decenas de personas. Sus crímenes destacaron por la crueldad ejercida sobre los cuerpos de sus víctimas, los cuales eran violentados en su integridad al momento del asesinato y de forma post mortem con su exposición y ultraje público, procedimientos que incluyeron prácticas como el acribillamiento desmedido y la mutilación de cadáveres. Tal proceder tuvo una serie de motivaciones políticas y simbólicas relacionadas con un imaginario social que no sólo impulsó al escuadrón a reprimir, sino también a asumir que la deshumanización de los cuerpos de las víctimas y su proyección social era elemental al tratarse de los “enemigos” que supuestamente pretendían instalar el comunismo en Argentina. La articulación de ambos escenarios (el simbólico y la praxis represiva) posibilitó que las ejecuciones extrajudiciales de la Triple A estuvieran atravesadas por una dinámica en la que los cuerpos expuestos de sus víctimas cumplieron la función contrainsurgente de propagar el terror para someter a los sectores contestatarios de la población y neutralizar las disidencias político- sociales.

El presente artículo tiene el propósito de reflexionar en torno a las lógicas, intenciones y significados represivos que la Triple A otorgó al procedimiento de exponer los cuerpos ejecutados de sus víctimas, buscando atender tanto el

imaginario social que justificó tales prácticas represivas, como las formas en las que se puso de manifiesto el infame tratamiento de los cuerpos. La hipótesis del texto es que el habitus de los cuerpos maltratados y expuestos públicamente suscribió a un ritual de muerte, regido por la noción de que el aniquilamiento de la oposición política al peronismo gobernante era una empresa de “limpieza” política destinada a proteger a la nación argentina de la “subversión”. Esta interpretación fundamentó la crueldad sobre los cuerpos de las víctimas, puesto que el escuadrón asumió que su maltrato y humillación eran el castigo “necesario” y expedito al que resultaron acreedores por atentar contra la estabilidad y supuestos intereses del país. Como resultado, el accionar represivo de la Triple A convirtió el cuerpo humano de la alteridad negativa en un dispositivo de terror, con el cual se buscó transmitir un mensaje depurador capaz de someter a la población. Por esta razón, los cuerpos expuestos evidenciaron determinadas motivaciones contrainsurgentes como el hecho de convertir a la muerte en un espectáculo, cuyo guion fue el exceso en el acto de matar, al igual que el ultrajar los cadáveres para proyectar su muerte social en familiares y compañeros de militancia.

El trabajo se divide en tres apartados. El primero plantea algunas consideraciones relacionadas con los escuadrones de la muerte latinoamericanos y las lógicas que signaron la práctica de los cuerpos maltratados y expuestos. Entre las cuestiones a tratar están la practicidad del concepto “rituales de muerte”

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para el análisis del accionar criminal de estos actores, la relevancia del nacionalismo anticomunista como “matriz” rectora de sus imaginarios sociales y la impronta de la idea de la “limpieza” en la crueldad ejercida sobre las víctimas de la represión. Los tópicos mencionados ayudarán a introducirnos en el estudio de caso concreto de la Triple A, sus principios y las dinámicas de su actuar represivo.

El siguiente apartado ya entra en materia de la Triple A, ofreciendo una breve descripción histórica del fenómeno de los escuadrones en el período del tercer peronismo, de este actor en particular y rescatando las características principales de su imaginario social, con la finalidad de identificar los fundamentos que legitimaron la violencia represiva y la crueldad sobre el cuerpo humano. Al respecto, se rescata la interpretación del escuadrón sobre las disidencias como la “antipatria” que servía a intereses extranjeros con el propósito de desencadenar la guerra civil en Argentina y hacerla sucumbir a la “subversión”. Esta caracterización es de suma importancia porque convirtió al “otro” en una alteridad negativa, frente a la cual había que ejercer la inmisericordia bajo el entendido de que sólo su muerte infamante posibilitaría la redención de la patria agraviada con su existencia.

El último apartado aborda la violencia represiva de la Triple A, puntualmente aquella concerniente a los asesinatos y exposición pública de los cadáveres. La intención es indagar en las tramas de interpretación y significados que los

perpetradores otorgaron a sus crímenes y el papel que los cuerpos humanos

desempeñaron en su ritual de muerte. En tal sentido, se profundiza en la comprensión de la muerte como un espectáculo de propaganda y horror basado en el exceso al momento de matar y profanar cadáveres, dinámica que convirtió a estos maltrechos cuerpos en dispositivos de difusión del terror disciplinador. Además, se reflexiona en torno a una práctica ocasional de la Triple A que fue el ultraje a los cadáveres mediante su desnudez, deformación y destrucción; mecanismos represivos que apuntaron a generar la muerte social de la víctima, en el sentido de suplantar el recuerdo de su vida y militancia por la grotesca imagen de su fallecimiento ostentoso. Finalmente, se analiza las repercusiones sociales de los actos violentos de la Triple A, que lograron generar un clima propenso al quiebre de los lazos de solidaridad social y la pérdida de empatía hacia las víctimas como mecanismo de defensa frente a la represión.

Escuadrones de la muerte y la lógica detrás de los cuerpos maltratados y expuestos

En los años de la Guerra Fría, los países de América Latina padecieron el desarrollo de regímenes autoritarios y de complejos contrainsurgentes represivos dispuestos a suprimir los fenómenos de contestación política y social, englobados bajo el concepto genérico de la “subversión”. La represión se decantó a través de diversos mecanismos y actores, legales como ilegales, articulados en el objetivo

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compartido de la neutralización de las disidencias y el disciplinamiento social, conseguidos a través de la violencia, el terror y el desgarre social producidos. En este proceso, los escuadrones de la muerte jugaron un papel relevante gracias a sus prácticas represivas que, además de significar una clara violación a los derechos humanos, resaltaron por manipular al extremo los cuerpos de sus víctimas y convertirlos en dispositivos de aleccionamiento mediante su cruda exposición pública.

Los escuadrones de la muerte son actores represivos de perfil paraestatal, 2

conformados en la clandestinidad principalmente por elementos de las fuerzas de seguridad del Estado (policías, militares), si bien también suelen contar con la colaboración de civiles en tareas operativas y de vigilancia. Su espacio de acción se concentra en las ciudades, particularmente aquellas que muestran mayores síntomas de conflictividad social o de delincuencia común. En materia contrainsurgente, los escuadrones latinoamericanos ponen en marcha una violencia ilegal sin restricciones, cuyo sello distintivo son las ostentosas ejecuciones extrajudiciales de carácter público sobre víctimas concretas e identificables por su trayectoria opositora, ya sea a nivel nacional o ambientada en escenarios más locales. Su accionar criminal buscó quebrar con el terror los reales como hipotéticos lazos de apoyo entre los sujetos disidentes y la población civil, lo que posibilitaría una sociedad de miedo donde el desgarre del tejido social conllevaría la eliminación física y simbólica de la “subversión” (López de la

Torre, 2021).

Los asesinatos perpetrados por los escuadrones fueron metódicos rituales de muerte, regulados por la crueldad en el tratamiento dado a los cuerpos de sus víctimas con el propósito de transformarlos en vehículos de transmisión de un mensaje de terror funcional al disciplinamiento social. De acuerdo con Blair (2005), los rituales de muerte son asesinatos orquestados en el marco de un conflicto político armado y que obedecen a una lógica de producción de miedo en las poblaciones, cuyos componentes simbólicos se expresan en la violencia ejercida sobre los cuerpos de las víctimas, inscripciones del horror que contienen mensajes cifrados en la forma particular de asesinar. Esta perspectiva permite visualizar las ejecuciones de los escuadrones como un entramado de prácticas discursivas que dotan a la violencia de un sentido político y cultural, el cual

2 En el campo de los estudios de la represión, la paraestatalidad puede ser entendida como una política de Estado, que consiste en descentralizar la represión a través de fuerzas irregulares que son armadas de forma encubierta o clandestina con efectivos y recursos de origen estatal. El soporte no oficial de los organismos estatales ubica la naturaleza de los grupos paraestatales en

una situación ambigua y hasta de conflicto con el Estado. Como sostiene Waldmann (1995), los grupos paraestatales son fuerzas que no representan a autoridad política alguna, pero no se les puede catalogar de simples grupos delincuenciales porque están compuestos por policías y

militares que gozan de respaldo institucional; cumplen labores de orden interno con mecanismos

que violentan las normas que lo regulan; y la zona extralegal en la que se mueven dificulta a las autoridades el controlarlos –en caso de querer hacerlo– y a las víctimas el defenderse de ellos. En

América Latina, las principales fuerzas represivas de índole paraestatal han sido los grupos paramilitares y los escuadrones de la muerte.

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legitima la destrucción física de las víctimas en función de la interpretación de la realidad e intereses concretos perseguidos por los perpetradores. Además, se tratan de crímenes que buscan emitir un mensaje a distintos interlocutores, a los presentes físicamente en la escena del crimen como los figurados en la mente del agresor. En consecuencia, para comprender los sentidos de la represión y, puntualmente, de los agravios realizados a los cuerpos de las víctimas, nuestro análisis debe atender los imaginarios sociales que guiaron y legitimaron para sí la conducta de los perpetradores.

Los escuadrones latinoamericanos de los años de la Guerra Fría poseyeron un imaginario nacionalista de corte anticomunista, el cual se basó en la premisa de que la nación estaba en peligro a causa del comunismo, ideología extranjera que aspiraba destruir el orden político y los valores culturales tradicionales en los que la sociedad supuestamente sustentaba su existencia, tales como la familia monógama y la religión católica. Dicha concepción del mundo implicó que todo sujeto, cuya orientación política o estilo de vida no concordaran con los estándares establecidos por los escuadrones, fuera considerado un “enemigo interno” a combatir por atentar contra la homogeneidad social del cuerpo nacional. Ello posibilitó que estas fuerzas represivas concibieran, a su vez, que su existencia y acciones criminales eran “necesarias” para salvaguardar la integridad de la nación y la seguridad nacional frente a la “subversión”, alteridad negativa acreedora de la violencia y muerte por representar la antítesis de lo nacional. Como resultado, la muerte violenta de las disidencias fue entendida como un acto patriótico, de bienestar para la nación.

La legitimación de esta violencia partió de la interpretación de los hechos de sangre como prácticas de limpieza política. La noción de “limpieza” ha sido un precepto ideológico recurrente en los fenómenos de represión modernos, al justificar el fin de la vida a partir de concepciones y categorías deshumanizantes de orientación higienista, junto al desarrollo de metáforas biológicas que avalan la destrucción de la alteridad negativa, que es vista como un “agente infeccioso” cuya desaparición resulta benéfica para el bien común (Feierstein, 2007). Se trata de un proceso donde el aniquilamiento del otro reconfigura las relaciones sociales, gracias a la labor de “curar” el tejido enfermo de la nación. Así, la “limpieza” de los sujetos indeseables busca no sólo la destrucción del mal, el germen objetivado en quienes afectan la normatividad, sino que también pretende que sea instrumental al disciplinamiento social, a la contención efectiva del otro para que el represor imponga su cosmovisión a víctimas como al resto del cuerpo social.

La labor de limpieza emprendida por los escuadrones se dio en dos ámbitos compenetrados en el ritual de muerte. El primero fue la construcción del enemigo a través de la retórica y el lenguaje. El uso de palabras estigmatizantes, tales como “comunistas”, “subversivos”, “traidores”, “infiltrados” y “pestes”, funcionaron para deshumanizar a las víctimas pre y post mortem en aras de legitimar su muerte y neutralizar cualquier dilema moral en los perpetradores a la hora de asesinar,

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alimentando la creencia de que la alteridad era antitética a su modelo de vida, viéndose comprometida su existencia misma en caso de no actuar contra ella. En correlación, la violencia fue exaltada al punto de adquirir un aura redentora, al ser el medio de resolución de todos los supuestos males causados por la conflictividad político-social. Dicha exaltación se manejó desde parámetros higienistas, puesto que los escuadrones se remitieron a la supuesta condición patológica de las disidencias para fundamentar su extirpación del cuerpo «enfermo» de la nación. Al respecto, el término “depuración”3 apareció de forma persistente en los comunicados de varios escuadrones de la región, dotando a la represión paraestatal de una poderosa carga simbólica al establecer un no retorno en la violencia homicida, debido a que el “otro” es visto como un agente dañino imposible de salvar y, por el contrario, tiene que padecer suplicios hasta su aniquilación para bienestar del “nosotros”.

Los ejemplos del ímpetu depurativo de los escuadrones son variados. En México, el autodenominado “Sexto Grupo de Aniquilamiento”, presumible nombre de fachada del Grupo Sangre,4 anunció en enero de 1974 que harían “justicia por propia mano” contra los adherentes de la guerrilla de Lucio Cabañas en el estado de Guerrero, rubricando su mensaje con la consigna “Por un mundo de paz vertamos sangre para limpiarlo adecuadamente” (citado en Veledíaz, 2010, p. 314). Por su parte, el Comando Democrático Rodrigo Franco se presentó públicamente ante la sociedad peruana como una organización combativa de la

guerrilla de Sendero Luminoso y sus simpatizantes.5 En su primer comunicado

resolvieron iniciar “nuestra acción depuradora” bajo la consigna de “actuar para defender al Perú y por cada alcalde, soldado y policía asesinado morirá un dirigente de Sendero Luminoso o de los grupos que lo apoyan y protegen” (Citado en Sí, 1-8 de agosto de 1988, p. 12). Ambos casos permiten observar cómo el imaginario de la limpieza política contra lo “subversivo” edificó una lógica

3La Real Academia Española establece que, en su acepción política, el verbo depurar significa:

“eliminar de un cuerpo, organización, partido político, etc., a los miembros considerados disidentes”.

4El Grupo Sangre actuó en la ciudad-puerto de Acapulco a lo largo del año de 1974. Su propósito

radicó en cortar los lazos de la guerrilla campesina de Lucio Cabañas con sus bases y simpatizantes radicados en la ciudad, razón por la cual se enfocaron en asesinar a los enlaces o intermediarios

que bajaban de la sierra guerrerense en búsqueda de provisiones. Aparentemente, el escuadrón

se disolvió en el mes de diciembre, poco tiempo después de que el Ejército mexicano abatió a Cabañas en un combate.

5El Comando Democrático Rodrigo Franco operó durante el primer gobierno de Alan García

(1985-1990). Este escuadrón se gestó a partir de la resolución compartida entre fuerzas de seguridad y el gobernante Partido Aprista de que el Estado estaba rebasado para enfrentar las

acciones de Sendero Luminoso por la vía legal, siendo “necesaria” una fuerza paraestatal que respondiera a los asesinatos de autoridades y militantes apristas con el asesinato de quienes

supuesta o realmente apoyaban a la guerrilla senderista (Comisión de la Verdad y Reconciliación, tomo VII, 2003).

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en la que la vida humana debía ser profanada, pulverizada y extinguida, siendo los cuerpos de sus víctimas los que padecieron sus resultados.

El segundo ámbito de la “limpieza” represiva de los escuadrones recayó en la concreción del asesinato y exposición del cadáver. El modus operandi de estas fuerzas paraestatales convirtió al cuerpo humano en el repositorio enunciativo de su violencia física y simbólica. En términos generales, la víctima inicialmente era objeto de amenazas que trastocaban su cotidianeidad y tranquilidad. El siguiente paso consistió en el secuestro, acompañado de torturas físicas y psicológicas. El accionar criminal alcanzaba su cenit con la ejecución de la víctima, práctica regularmente ostentosa ya que se consumaba con acribillamientos y otr os métodos que apuntaron a resaltar el mancillamiento realizado sobre los cuerpos. Los cadáveres maltrechos eran abandonados estratégicamente en lugares visitados o transitados (parques, calles, avenidas) para su exposición pública, visibilidad que cumplió un papel propagandístico y pedagógico en la tarea de disciplinar a la población. Como señala Ignacio Cano (2001, p. 226), “el anonimato debía corresponder a los autores, pero no a las víctimas, que debían ser encontradas para escarmiento y ejemplo general”.

El modus operandi descripto evidencia que la vejación y exhibición de los cuerpos de las víctimas siguió una lógica represiva contrainsurgente de destruir física y moralmente al enemigo ideológico –“purificación” consumada con el ensuciamiento corpóreo de la alteridad negativa– con el propósito de instaurar un régimen de miedo y terror que no sólo afectara a los sectores sociales disidentes cercanos a la víctima, sino que atravesara a todo el tejido social. En tal sentido, el acto de matar y de humillar a los muertos con su exhibición fue un procedimiento racional y premeditado por parte de los escuadrones, puesto que el castigo hacia quienes desafiaban el orden hegemónico debía resultar ejemplificador para neutralizar a las disidencias y quebrar cualquier actitud solidaria de los sectores sociales empáticos con las víctimas de la represión. Así, los cuerpos expuestos se convirtieron en insumos de una propaganda de terror que ejerció la muerte de la víctima en distintas escalas, desde el entorno físico con su deceso biológico hasta el entorno social con los efectos psicológicos producidos en el resto de la población, y con el propósito último de instalar una sociedad de miedo, objetivo que expresó a todas luces la contradicción del principio moderno de la soberanía como tecnología de poder: la eliminación de la otredad como voluntad de vida del “nosotros” (Feierstein, 2007).

La Triple A y la legitimación de la violencia represiva

La represión política en la Argentina de la segunda mitad del siglo XX, puntualmente de 1955 a 1983, se caracterizó por la articulación entre un estado de excepción normalizado como forma de gobierno -tanto de autoridades militares como civiles- y la incorporación de la guerra contrainsurgente como paradigma aplicado a la resolución de conflictos, los cuales posibilitaron, en

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términos estructurales, que la represión se rigiera a través de prácticas legales e ilegales (Franco, 2016). La excepcionalidad jurídica, manifestada en recursos como los estados de sitio y la suspensión de las garantías constitucionales, pretendió dotar de legalidad institucional a las restricciones de las libertades ciudadanas como a la intervención militar en tareas de seguridad interna, las cuales suprimieron por medios violentos cualquier situación asimilada al desorden interno (Pontoriero, 2019). Por su parte, la suspensión del estado de derecho que acompaña a la excepción posibilitó la aplicación de los principios de la contrainsurgencia en la represión, asumiendo sus perpetradores una lógica de “guerra total” que progresivamente resumió lo político a un juego de suma cero donde el aniquilamiento de la “subversión” y el disciplinamiento social resultaron fundamentales para la victoria, convicción que justificó el empleo del terror y de métodos violatorios de los derechos humanos (Manero, 2014). El desplazamiento del Estado y sus instituciones hacia la represión ilegal permitió la emergencia de fenómenos como la paraestatalidad dentro del proceso represivo.

El período constitucional del peronismo de los años setenta (1973-1976) fue una de las etapas de mayor conflictividad social y violencia política en la historia reciente argentina, producto de las tensiones desarrolladas entre una sociedad movilizada para el cambio, la dificultad de instalar un proyecto nacional de corte populista y la progresiva deriva autoritaria del gobierno peronista, la cual estuvo acompañada de la instalación de un proceso represivo que articuló mecanismos

de represión legales e ilegales en la búsqueda de suprimir el conflicto social,

previendo incluso la “necesidad” del aniquilamiento de los sujetos político - sociales considerados “subversivos”.

De acuerdo con Maristella Svampa (2007), el período peronista registra tres momentos clave en términos políticos e institucionales. El primero es la breve presidencia de Héctor Cámpora (25 de mayo al 12 de julio de 1973), que corresponde al regreso del peronismo al poder después de dieciocho años de proscripción, aunado a las expectativas de varios actores de izquierda sobre la posibilidad de un cambio social en democracia. El segundo momento se extiende del mandato provisional de Raúl Lastiri hasta la muerte del presidente Juan D. Perón (julio de 1973 al 1 de julio de 1974). Esta fase se caracterizó por las dificultades para establecer un orden basado en la conciliación política y de clases, junto con el reverdecer de la violencia encausada en la “guerra interna” librada por la izquierda y la derecha peronista, con Perón fungiendo de árbitro mientras se inclinaba a favor del segundo bando contendiente. El tercer momento pertenece a la presidencia de María Estela Martínez de Perón (julio de 1974 al golpe de Estado del 24 de marzo de 1976), la cual se caracterizó por la descomposición estructural del gobierno constitucional. El ascenso imparable de la violencia política, el auge de la represión ilegal en su faceta paraestatal y la irresoluble crisis económica fueron estampas de una época de progresivo vaciamiento de autoridad, situación que fue aprovechada por los militares en su

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avance hacia la toma del poder, relegitimados socialmente a partir del combate a la “subversión”.

En materia represiva, el tercer peronismo fue uno de los momentos en los que se constata con mayor nitidez la descentralización del monopolio de la violencia del Estado y la edificación de un complejo contrainsurgente distinguible por la diversidad de actores involucrados, los cuales compartieron con el peronismo gobernante el interés de aniquilar a los “enemigos” del orden. Siguiendo el esquema propuesto por Hernán Merele (2017), estos actores pueden nuclearse en cuatro campos: 1) cuadros de la derecha peronista, como el Comando de Organización y la Concentración Nacional Universitaria; 2) organizaciones nacionalistas de derecha no peronistas; 3) grupos de presión sindicales, destacando los cuerpos de seguridad de la Unión Obrera Metalúrgica; 4) los grupos paraestatales, donde se ubican los escuadrones de la muerte, como la Triple A.

Los escuadrones de la muerte fueron los principales exponentes de la represión paraestatal en la Argentina de la segunda mitad del siglo XX. Puntualmente, se trataron de un fenómeno coyuntural que se desarrolló en los primeros años de la década de 1970 en reacción a la creciente conflictividad social que amenazó, en un primer momento, la estabilidad de la dictadura militar de la “Revolución Argentina” (1966-1973), como del gobierno constitucional peronista. Sucesos como el “Cordobazo” en 1969 o el accionar de las organizaciones

guerrilleras fueron interpretados por las fuerzas de seguridad y autoridades en

turno como señales inequívocas de una situación de “guerra revolucionaria”, ante la cual los mecanismos de represión legales resultaban insuficientes, tornándose perentorias las acciones ilegales y clandestinas enfocadas en aniquilar la “subversión” (Marín, 2003). Ello posibilitó la constitución de los escuadrones, cuyo propósito general fue frenar el proceso revolucionario instalado en la sociedad a través de acciones basadas en la crueldad y la ostentación pública del terror.

En los años peronistas, los escuadrones aparecieron en las ciudades más conflictivas de Argentina y operaron de forma clandestina, de tal suerte que su accionar criminal no supusiera un cuestionamiento directo a la legitimidad de las instituciones democráticas y de las fuerzas de seguridad, las cuales siempre negaron su involucramiento en el armado y puesta en marcha de estos grupos. Entre los principales escuadrones se encuentran la Triple A (1973-1976), con epicentro en Capital Federal y el Gran Buenos Aires; el Comando Nacionalista del Norte (1974-1975), operante en San Miguel de Tucumán; el Comando Anticomunista del Litoral (1974) en Santa Fe capital; el Comando Anticomunista de Mendoza y el Comando Moralizador Pío XII (1974-1976), ambos ubicados en la capital mendocina; y el Comando Libertadores de América (1975-1976) en Córdoba capital. Aunque el accionar de los escuadrones se dirigió contra cualquier fenómeno considerado disidente, la mayoría de sus víctimas pertenecieron a la llamada “subversión” no armada: sujetos y espacios político - sociales cuya existencia y manifestaciones contestatarias no involucraron el

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ejercicio de la violencia armada, pero que desde la lógica contrainsurgente fueron consideradas sostenes de las organizaciones armadas en su lucha por tomar el poder. En ese sentido, bajo la idea de cortar el lazo de los guerrilleros con su hipotética base social, los escuadrones reprimieron a un heterogéneo conjunto de actores, entre ellos abogados de presos políticos, sacerdotes progresistas, intelectuales marxistas y líderes estudiantiles. 6

En líneas anteriores se estableció que los escuadrones eran uno de tantos actores que intervinieron en la represión contrainsurgente del período peronista, lo cual influyó en las limitaciones espaciales de su proceder. La información disponible permite conjeturar que la concentración de los escuadrones en las urbes con mayores conflictos sociales contrasta con su plena ausencia en pequeñas ciudades y zonas rurales, espacios en los que su presencia fue innecesaria porque allí la represión quedó a cargo de otros actores, particularmente las fuerzas de seguridad y las organizaciones anticomunistas de la derecha peronista, éstas últimas ejerciendo una violencia de corte horizontal. En la Provincia de La Pampa, por ejemplo, no hay registro de escuadrones de la muerte, pero sí una represión ilegal que descansó en una red de complicidades tejida entre políticos de la derecha peronista pampeana, sindicalistas y grupos de choque procedentes de la ciudad bonaerense de Bahía Blanca (Asquini, Pumilla, 2008). Esta división del trabajo contrainsurgente ilustra que el fenómeno paraestatal no se generalizó en comparación del accionar de los cuadros partidarios de la derecha peronista, lo que no supone negar su importancia en modo alguno al ser la manifestación más cruda y ostentosa de la represión ilegal. El escuadrón más destacado del período peronista fue la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A. Se formó a finales de 1973 por instrucción de José López Rega, ministro de Bienestar Social, obedeciendo también las directivas de los comisarios Alberto Villar y Luis Margaride, jefes de la Policía Federal Argentina entre 1974 y 1975. El núcleo de la Triple A se conformó con cerca de un centenar de efectivos de la Federal. Sus elementos civiles salieron del Ministerio Bienestar Social y de organizaciones anticomunistas de la derecha peronista, como la Concentración Nacional Universitaria. Además, la organización contó con la colaboración de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, algunos elementos del Ejército, de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y de grupos de choque sindicales (Gasparini, 2012). La Triple A concentró su accionar represivo en los principales centros urbanos de la Provincia de Buenos Aires:

6El Comando Moralizador Pío XII amerita una mención particular, puesto que este escuadrón se

decantó por una política de “limpieza social”. Mientras el resto de los actores paraestatales se enfocaron en disidentes políticos, los moralizadores reprimieron y asesinaron a mujeres en

ejercicio de prostitución, proxenetas y narcomenudistas, es decir, individuos cuya existencia cuestionaba los principios conservadores de la sociedad mendocina. Las prostitutas fueron sus víctimas más recurrentes, al ser consideradas transgresoras del orden moral y las tradiciones católicas, padeciendo amenazas, hostigamiento en las calles con perros de ataque, secuestros y

ejecuciones extrajudiciales en las afueras de la ciudad de Mendoza. Sobre este tema, véase Rodríguez Agüero, 2009.

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Capital Federal o ciudad de Buenos Aires, su cinturón metropolitano conocido como el conurbano bonaerense y las ciudades de La Plata, Mar del Plata y Bahía Blanca.

La Triple A inició operaciones durante la presidencia de Juan D. Perón. Sin embargo, es después de su muerte en julio de 1974 y bajo el mandato de Martínez de Perón que desató una intensa campaña de atentados y asesinatos. Los picos más altos de la violencia del escuadrón ocurrieron entre julio y septiembre de aquel año, período coincidente con el establecimiento del estado de excepción como forma normalizada de gobierno en la Argentina. Las acciones de la Triple A menguaron a mediados de 1975, después de la partida de López Rega al exilio. A partir de ese momento, los militares iniciaron el desmantelamiento del escuadrón en miras a reorganizar las fuerzas represivas y colocarlas bajo su conducción en la antesala del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, siendo la mayoría de sus integrantes absorbidos por los grupos de tareas que protagonizaron la represión clandestina en la provincia durante la última dictadura militar. 7

Ahora bien, para comprender por qué la Triple A incurrió en el trato cruel e inmisericorde sobre los cuerpos de sus víctimas, resulta elemental atender el imaginario social que reguló y dio sentido a sus acciones. En primer lugar, dicho imaginario bebió de dos tradiciones político-ideológicas: la doctrina antisubversiva de las fuerzas de seguridad y el nacional-justicialismo de la derecha peronista. Inspirada en la experiencia francesa en las guerras coloniales de Argelia e Indochina, la doctrina antisubversiva postuló la existencia de una guerra permanente entre el “mundo libre”, democrático y cristiano de Occidente y la “tiranía” del comunismo totalitario y ateo (Summo y Pontoriero, 2012). Bajo ese tenor, todo conflicto al interior de los países del “mundo libre” fue interpretado como parte de esa guerra y sus instigadores acusados de “enemigos internos” al servicio del comunismo internacional, debiendo las fuerzas del orden aprestarse a defender la seguridad nacional y del Estado al interior de sus fronteras sin mediar costo alguno en la eliminación de la amenaza.

Por su parte, el nacional-justicialismo de la derecha peronista interpretó al peronismo como un movimiento antiliberal y anticomunista, defensor de la Tercera Posición en materia de soberanía política e independencia económica frente a los imperialismos, culturalmente católico y subordinado a la conducción de los Perón como máxima de lealtad a sus directivas, las cuales lograrían el orden y la justicia social a través de un proyecto nacional interclasista y corporativo (Besoky, 2016). Con base en estos elementos, la derecha peronista resignificó su concepción del peronismo como la única y verdadera interpretación de este fenómeno de masas y la trasladó a su imaginario de nación. En ese sentido, todo sujeto que no cuadró con esta comunidad imaginada automáticamente devino en un “enemigo interno” del movimiento y de Argentina. Para la década de 1970,

7Para más información sobre la historia y trayectoria represiva de la Triple A véase López de la Torre, 2020.

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dicho mal se corporizó en los “infiltrados” de la izquierda peronista y en cualquier disidencia a las políticas de gobierno de los Perón, oposición supuestamente financiada desde el extranjero y a la cual había que “depurar” violentamente en nombre de la “patria peronista”. Ejemplo sobresaliente de esto último se encuentra en El Caudillo de la Tercera Posición, revista semanal editada entre 1973-1975 y considerada vocera de la Triple A debido a que su director, Felipe Romeo, participó en las acciones del escuadrón; además de que la retó rica violenta de la publicación sintetizó el imaginario del escuadrón en el lema “El mejor enemigo es el enemigo muerto”.

En resumen, la Triple A profesó un imaginario social profundamente nacionalista y anticomunista, además de abiertamente excluyente, que configuró la identidad nacional a partir de su propia identificación política con el gobierno peronista y en lo cultural con los valores defendidos por un catolicismo intransigente. Para la Triple A, un verdadero argentino era nacionalista, peronista fiel a los Perón y católico. Dado que las disidencias no cumplieron con estas coordenadas de referencia, automáticamente fueron excluidas del cuerpo nacional, consideradas “enemigos internos” y condenadas con el estigma de la “antipatria”, alteridad irreconciliable al “nosotros” que debía ser tratada con crueldad y eliminada para la preservación de la nación.

El resultado de esta operación fue una Triple A que asumió como misión de vida la represión y muerte del “enemigo interno”. Esta convicción se expresó en

la interpretación de la represión como una empresa nacionalista que buscó

purificar a la nación del mal de la “subversión”. En tal sentido, enunciar y perpetrar los hechos de sangre adquirió un gran simbolismo al convertir la violencia física en un acto de redención, que restituyó la dignidad de la patria agraviada sobre los vilipendiados cuerpos de quienes supuestamente atentaron en su contra. Como sentenció Romeo:

ESTA ES NUESTRA POSICIÓN; POR ARGENTINA TODO, CONTRA ARGENTINA NADA. Estamos dispuestos a hacerles morder el polvo a todos aquellos que atenten contra nuestro destino de Potencia. La muerte para nosotros será un acto de servicio sin más premio que la satisfacción de morir como vivimos: PELEANDO […] PORQUE ES ASÍ Y PORQUE ISABEL PERÓN MANDA. EL MEJOR ENEMIGO ES EL ENEMIGO MUERTO (5 de marzo de 1975, p. 3).

La identificación de las disidencias con la “antipatria” se basó en el estigma de la extranjería: la concepción de que los argentinos que incurrieron en la “subversión” no eran connacionales, sino delegados de la amenaza extranjera sobre el territorio nacional (Manero, 2014). De esta manera, las manifestaciones del conflicto social fueron despojadas de toda legitimidad política para ser reducidas a operaciones orquestadas por el imperialismo soviético o alguno de sus satélites. Bajo este arco interpretativo, los opositores al gobierno peronista no fueron más que “lacayos” o “agentes” de estas entidades externas y, al

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presentar a la alteridad como invasora, el escuadrón justificó la violencia como un acto loable de patriotismo. En uno de sus comunicados se lee al inicio:

La Organización ALIANZA ANTICOMUNISTA ARGENTINA, tiene una trayectoria de

Patria y Hogar, todo ello iluminado por nuestro Señor Jesucristo. Nosotros como Organización armada en defensa de los más altos intereses de la Nación y como premisa fundamental de tener enarbolada la única bandera que puede existir sobre esta hermosa tierra, la CELESTE Y BLANCA, a la que no cambiarán por ningún “trapo rojo”, mientras nosotros existamos, esos mercaderes disfrazados de argentinos. 8

Finalmente, la Triple A asumió las muestras de descontento y conflicto social como síntomas de una guerra civil impulsada por la “subversión”, a la que respondió siguiendo una lógica bélica donde primó el paradigma de la guerra total frente al enemigo. Al respecto, conviene recordar que la guerra total está regida por una serie de principios que ilustran su carácter inmisericorde, entre ellos la imposibilidad de la neutralidad en la guerra y la escalada de la violencia como única protección y salvación para el colectivo de identificación frente a la alteridad negativa (Manero, 2014). En el caso de la Triple A, esta lectura del conflicto implicó concebir que la muerte del enemigo era inevitable, por no decir necesaria, para salvar el “nosotros” en la guerra antisubversiva. Esta sentencia de suma cero se reflejó en el hecho de que el escuadrón se amparó en la hipotética

guerra civil para legitimar el accionar represivo ilegal, al igual que la aplicación de

la crueldad en los hechos de sangre que protagonizó. Romeo lo expresó sin miramiento en una de las editoriales de El Caudillo de la Tercera Posición:

Los teóricos más autorizados sobre las luchas guerrilleras coinciden en un punto que es ya casi un axioma: “La única regla fija en la guerra moderna es la falta de reglas”. […] para combatir este tipo de guerra las fuerzas de seguridad tienen que despojarse de todas las trabas mentales y legales que les atan las manos. El código penal es en muchos casos insuficiente. El paredón es más efectivo […]. Esta es una guerra santa. Es la guerra del pueblo. Tiene que haber vencedores y vencidos. […] Combatir la subversión ya no es una cuestión ideológica, es una cuestión de vida o muerte (8 de noviembre de 1974).

El infame tratamiento de los cuerpos: la muerte como espectáculo y el ultraje a los cadáveres

La represión de la Triple A destacó por la crueldad en el trato dado a las víctimas. Impulsados por el imaginario previamente descripto, los perpetradores no se conformaron con el hecho de matar al enemigo “subversivo”, sino que mostraron en su corporeidad el castigo al que resultaron acreedores por supuestamente

8 Alianza Anticomunista Argentina. Al Pueblo Argentino, octubre de 1974, legajo 237, f. 19. Archivo Nacional de la Memoria (en adelante ANM), Fondo Registro de Desaparecidos y Fallecidos, Buenos Aires, Provincia de Buenos Aires.

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atentar contra los intereses de la nación. En ese sentido, el escuadrón procedió a convertir los maltratados cuerpos de sus víctimas en funestos mensajeros de la purificación política con la que buscó sembrar el terror disciplinador en la población. A continuación, indagaremos en los significados y sentidos que rodearon a los asesinatos del escuadrón, puntualmente los relacionados con la dinámica de exhibir los cuerpos, en la cual se constata la pretensión de hacer de la muerte un espectáculo tétrico a partir del exceso en el acto de matar, como la aspiración de proyectar el suplicio de los fallecidos hacia el resto de la población a través del ultraje a los cadáveres expuestos.

Las ejecuciones públicas han sido la insignia más visible de todo poder que funda o perpetúa cierto orden bajo la homogeneidad política y/o social que logra la muerte. La recurrencia a estas prácticas es resultado de una de las tantas resignificaciones que ha tenido la muerte en la historia: la de ser un espectáculo. Esta atribución parte del entendimiento de que el fin de la vida es un suceso que rompe la normalidad social y, por tanto, causa extrañeza como fascinación entre quienes lo presencian, más por el hecho en sí mismo que por el sufrimiento que implica de fondo, el cual queda acotado al entorno personal del occiso y a los que compadecen el dolor ajeno (Sofsky, 2006).

La muerte como espectáculo tiene el objetivo de generar estupefacción, disfrute o miedo entre los espectadores que atestiguan la horrífica imagen de una ejecución pública o la exhibición del cuerpo de la víctima de un asesinato cruel (Marzano, 2010). Aunque por razones diferentes, cualquiera de estas manifestaciones resulta funcional al disciplinamiento social, al instalar progresivamente la insensibilidad e indiferencia propias de la naturalización de la violencia. Quienes disfrutan los asesinatos políticos muchas veces coinciden con la cosmovisión y objetivos de los perpetradores, por lo que secundan el sufrimiento de la víctima al ver materializado el triunfo de sus creencias. En contraste, aquellos que observan las ejecuciones con miedo pertenecen a los colectivos afectados por estas prácticas, sumado a los sectores de la población que vivencian la muerte con preocupación por trastocar su sentimiento de seguridad. El temor de la “gente común” a morir cruelmente y de ser sus cuerpos expuestos tiende a producir varios mecanismos de defensa, entre ellos el acostumbramiento a la muerte que anestesia la empatía al dolor ajeno y cuyo culmen son las justificaciones que descargan en el ejecutado la culpa de su muerte para tranquilidad de conciencia de los vivos.

En el caso de la Triple A, la concepción de la muerte como espectáculo determinó la función coercitiva de los asesinatos, así como de la exposición y ultraje a los cuerpos inertes de sus víctimas. El escuadrón recurrió a la crueldad para atraer la atención de la sociedad y difundir el miedo sobre de ella con fines disciplinantes. En esa línea, el espectáculo sirvió a modo de propaganda y guerra psicológica. Propaganda porque el acto de matar se convirtió en la carta de presentación de la Triple A ante la sociedad argentina, para beneplácito de simpatizantes y repudio de detractores. Guerra psicológica porque la deshonra

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del muerto se proyectó sobre el tejido social a modo de intimidante recordatorio del escarmiento destinado a quienes no subordinaran sus “mentes y corazones”, provocando así el quiebre de los lazos de solidaridad hacia las víctimas de la represión por temor al hostigamiento paraestatal (Feierstein, 2007).

Los medios de comunicación, en especial la prensa, resultaron decisivos en la proyección del espectáculo de la Triple A, fungiendo como correas de transmisión de su mensaje de muerte. La asistencia directa a un asesinato se limitó a los testigos –si hubo– del acto, a los transeúntes que avistaron los cadáveres y a las autoridades que realizaron el levantamiento de pruebas en la escena del crimen. Si bien de este primer circuito surgieron las “fuentes” que dieron detalles de los acontecimientos y del modo de actuar del escuadrón, los diarios y demás medios impresos se encargaron de difundir masivamente la información. Los lectores pudieron asistir al espectáculo de muerte sin necesidad de presenciarlo in situ, gracias a la producción de noticias que resaltaron el exceso en crueldad de los asesinatos, a veces con lujo de detalles descriptivos y acompañadas de fotografías de los cadáveres; crudas imágenes que, en su pretensión de provocar el rechazo a la violencia, terminaron reiterando su condición de espectáculo.9 Más allá de los motivos para difundir este tipo de noticias, la prensa publicitó el accionar mortífero del escuadrón y lo convirtió en el funcional espectáculo de masas que éste requirió en la propagación del miedo. (Imagen 1)

Figura 1

Difusión del espectáculo de muerte de la Triple A en los medios de comunicación

Nota: del diario Crónica, informando el asesinato de Silvio Frondizi a manos de la Triple A. Al reportaje lo acompañan fotografías de la escena del crimen y del cadáver de la víctima. Ambos


9 Sobre este tema, véase De Luna (2007, pp. 58- 59).

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recursos fueron importantes en la difusión masiva de la crueldad detrás del espectáculo de muerte del escuadrón. Fuente: “Rapto y ‘ejecución’”, Crónica, 28 de septiembre de 1974, Buenos Aires, pp. 2- 3.

El espectáculo de muerte de la Triple A radicó en el exceso de violencia al matar. La sobrecarga en las formas y métodos de los asesinatos convirtió a la muerte en un acto ostentoso por su dramatismo, cuando bien pudo ser rápido y sencillo. El exceso apuntó en dos direcciones. En primer lugar, la muerte cruel del “enemigo” y las marcas en su cuerpo simbolizaron la depuración del tejido enfermo de la nación. En segundo lugar, el exceso aseguró que las ejecuciones adquirieran impacto mediático, esencial para la difusión del terror en la población.

La manifestación material del exceso quedó evidenciada en el hecho de que las víctimas murieron fulminadas con decenas de disparos, los cuales desfiguraron varios cuerpos. Los rostros fueron de las partes más mancilladas, sin mencionar otros efectos de las ráfagas como el estallido de vísceras. Lastimosamente, los casos son abundantes. Jorge Fisher y Miguel Ángel Bufano, militantes del grupo trotskista Política Obrera y activistas gremiales de la fábrica de pinturas Miluz, fueron secuestrados y asesinados por la Triple A el 13 de diciembre de 1974. Sus cuerpos aparecieron en un basural del municipio de

Avellaneda, cada uno con más de cuarenta balazos y con la cabeza totalmente

destrozada.10 Los sindicalistas Atilio López y Juan José Varas, ejecutados el 16 de septiembre de 1974, recibieron entre cincuenta y sesenta impactos de bala cada uno, encontrándose en el lugar de los hechos 132 vainas servidas de pistolas de 6 y 9 mm, más algunos cartuchos de escopetas Itaka (La Nación, 17 de septiembre de 1974, p. 17). De acuerdo a los peritajes forenses, los decesos se produjeron “por destrucción total y masiva de la cavidad craneana, toráxica [sic.] y abdominal”. 11

El exceso en los acribillamientos tuvo un gran potencial simbólico. Para la Triple A, la demostración de la derrota del “enemigo subversivo” debía ser contundente, de tal suerte que el mensaje de terror reflejara la inmisericordia que sufrieron los reales o imaginados opositores al gobierno peronista. Una muerte sencilla era indigna de la aspiración de aniquilar la alteridad negativa. En cambio, acribillar a mansalva y exhibir un cuerpo maltratado reflejó a la perfección el paroxismo de la crueldad en la muerte como espectáculo: la deshumanización de la víctima a través de la modificación de la morfología de su cuerpo.

10 Legajo 202 “Fischer Sabronski, Jorge Alberto”, sin lugar, 1975, en ANM, Librerías Genéricas, Fondo Registro de Desaparecidos y Fallecidos, carpeta Legajos 0001 al 0500, f. 13.

11 Legajo 6709 “López Sánchez, Hipólito Atilio”, Capilla del Señor, 16 de septiembre de 1974, en

ANM, Librerías Genéricas, Fondo Registro de Desaparecidos y Fallecidos, carpeta Legajos 6501 al 7000, f. 60.

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El frío trabajo de disparar a puntos vitales, como el dejar cabezas y rostros deformes, ilustraron la intención de destruir la identidad de las víctimas y transformarlas en simples pedazos de carne, obra que se complementó en algunos casos con la mutilación de los cadáveres. El trato irrespetuoso al cuerpo humano en muerte, despojado de la esencia que lo distingue como tal, resultó decisivo en un espectáculo cuyo afán fue atormentar la psique de los vivos. Beatriz Sarlo, en aquellos años militante del Partido Comunista Revolucionario, resumió la cuestión a la toma de conciencia de la inminente posibilidad de sufrir una muerte atroz, indistintamente de si se rechazaba o secundaba la lucha armada:

Yo creo que todos los militantes pensaban en eso. Estaba [presente] porque, además, las Tres A habían empezado a [actuar] y yo había visto, muy cerca mío, [cómo] habían matado las Tres A gente que era simplemente un militante estudiantil de superficie […]. Entonces ahí la cosa es que le podía tocar verdaderamente a cualquiera que tuviera vínculo con la política. […] La idea de la muerte es obvia que uno la tenía. 12

El método más común de las ejecuciones consistió en secuestrar a la víctima y trasladarla al sitio de su fusilamiento, lugar donde era abandonado el cadáver para la posterior exposición pública. Sin embargo, se presentaron ocasiones

donde el asesinato de las víctimas ocurrió en el sitio en el que fueron localizadas.

El objetivo de estos operativos era directamente matar a los disidentes en su hogar, espacios de militancia o vías altamente transitadas, con el claro y deliberado propósito de cometer el crimen a la vista de un público. De esta forma, el escuadrón se aseguraba que sus excesivos procedimientos contaran con la presencia de testigos presenciales.

Puntualmente, los hechos de sangre perpetrados en los espacios de sociabilidad y militancia de las víctimas fueron resultado del interés de los perpetradores por escarmentar in situ a los colectivos disidentes. Esta práctica, más que cualquier otra del repertorio homicida del escuadrón, concibió que los cuerpos de los disidentes eran portadores de un sentido del territorio, cuya reconfiguración era perentoria para el disciplinamiento social. Me refiero a que los sujetos violentados simbolizaban la resistencia que determinados espacios ofrecieron al autoritarismo estatal y, por su peligrosidad, fueron ultimados en ellos con la pretensión de dislocar su orientación contestataria y transformarl os en un funesto recordatorio de las terribles consecuencias resultantes al incurrir en la “subversión”.

Dos de los crímenes más conocidos de la Triple A se inscribieron en esta modalidad: los asesinatos del padre Carlos Mugica y del abogado y diputado nacional Rodolfo Ortega Peña. Mugica era el miembro más mediático de los curas

12 Entrevista a Beatriz Sarlo, realizada por Vera Carnovale, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Provincia de Buenos Aires, 23 de mayo de 2005, en Memoria Abierta (en adelante MA), Archivo Oral, AO0358A- 2.

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villeros del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, cuyo trabajo político y pastoral buscó mejorar las condiciones de vida de los habitantes de las “villas miseria” de Buenos Aires. El 11 de mayo de 1974, Mugica fue acribillado después de oficiar la misa vespertina en la Parroquia San Francisco Solano, perteneciente al barrio popular de Villa Luro. Los asesinos esperaron a que saliera del templo para ultimarlo, ante la vista de amigos y feligreses. El “pecado” que condenó a Mugica fue su oposición a las políticas de erradicación y reasentamiento de las villas impulsadas por José López Rega (De Biase, 2013).

Meses después fue el turno de Ortega Peña. Su compromiso con las causas populares lo erigió en uno de los principales referentes nacionales de la oposición política al gobierno peronista, al cual cuestionó desde múltiples frentes de batalla, como lo ejemplificó su labor de abogado defensor de presos políticos y la fundación de las revistas Militancia y De Frente. Como diputado nacional, utilizó su banca para exigir al Poder Ejecutivo el cese a la represión y la investigación de los abusos de autoridad en los procedimientos policiales.13 El 31 de julio de 1974, al filo de las 22:30 horas, un comando de la Triple A lo emboscó, junto a su esposa Helena Villagra, cuando se disponían a tomar un taxi. La lluvia de balas cegó la vida del diputado a los pocos segundos. El siniestro ocurrió en la esquina de las calles Carlos Pellegrini y Arenales, en el concurrido Microcentro de la ciudad de Buenos Aires y exactamente a veinte cuadras del Congreso de la Nación, recinto que Ortega Peña abandonó a las 21:00 horas, momento en el que, se sospecha, inició el operativo del escuadrón (Celesia y Waisberg, 2013).

Las muertes públicas de Mugica y Ortega Peña estuvieron reguladas por el interés de la Triple A de convertir sus cuerpos en dispositivos funcionales a la represión de los espacios donde practicaban sus hábitos contestatarios y que, por extensión, eran los de sus colectivos de pertenencia. El crimen contra Mugica revistió un gran simbolismo al acontecer en una iglesia. La profanación del templo con la sangre del sacerdote fungió como un ritual dirigido a aleccionar a curas y pobladores de las villas, los primeros para que abandonaran el compromiso adquirido con sujetos vulnerables y los segundos para someterse a la erradicación de sus hogares. Aunque estos objetivos no se cumplieron del todo,14 el crimen fue un duro golpe anímico que afectó especialmente a Villa Comunicaciones (hoy Villa 31), epicentro del trabajo social de Mugica. La escenificación montada por el escuadrón generó desconcierto y una sensación de orfandad entre los habitantes

13 Algunas de las intervenciones de Rodolfo Ortega Peña en los acalorados debates del Congreso argentino pueden consultarse en Adam, Cavilliotti y González, 1997.

14 Varios sacerdotes cercanos a Mugica continuaron su trabajo social en las villas, a pesar del ambiente represivo. Por ejemplo, Jorge Vernazza, el párroco de San Francisco Solano, siguió asistiendo a los habitantes de la Villa 1-11-14 en el barrio de Flores, asentamiento en el que vivía desde finales de la década de 1960. El padre José María Meisegeier reemplazó a Mugica al frente de la Capilla Cristo Obrero, en la Villa Comunicaciones. Ya en tiempos de la última dictadura militar

(1976-1983), Vernazza y Meisegeier denunciaron con gran ahínco los atropellos militares en su búsqueda de erradicar los asentamientos irregulares.

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de la villa ante la desaparición de quien dedicó su vida a dignificar la de los pobres. Un villero mencionó que

[Mugica] era el motor que teníamos y el motor se paró y ahora hay que empezar de vuelta. Mejor dicho, empezar de vuelta no, seguir en lo que estamos, seguir como si estuviera él. Todos lo querían. Y creo que la gente siente una desorientación muy grande, aparte de la lógica tristeza. Pero, fundamentalmente, la gente del barrio está desorientada, no pudieron entender su muerte, y no solamente la gente del barrio, todos, todo el país. (Citado en Crisis, junio de 1975, p. 17).

El perfil multifacético de Ortega Peña implicó que su asesinato apuntara al disciplinamiento de un heterogéneo conjunto de disidencias, desde la izquierda peronista hasta los abogados comprometidos en la denuncia de la represión. Atendiendo los hechos relacionados al crimen, es posible que los perpetradores vieran en este personaje la encarnación de la oposición parlamentaria al peronismo gobernante, cuyo sometimiento era perentorio para alcanzar la uniformidad ideológica y el consenso unánime del Congreso en torno a las medidas autoritarias del Ejecutivo nacional. Por esta razón, el operativo inició cuando el diputado salió del recinto parlamentario y terminó a unas cuadras de este. El desarrollo de los acontecimientos en pleno centro de la ciudad capital fue un auténtico espectáculo de muerte, pues la exposición del cuerpo de Ortega

Peña ocasionó una gran conmoción social al evidenciar la enorme vulnerabilidad

de las disidencias no armadas frente a la violencia paraestatal. Como refirió el periodista Mario Grondona:

Todo hace pensar que estamos ingresando en una etapa más avanzada [de la violencia]. […] La muerte del padre Mugica extendió la violencia al nivel de los predicadores comprometidos. […] La muerte de Ortega Peña, ahora, afecta a los dirigentes civiles de la ultraizquierda. Ya no estamos en la etapa “primitiva” de la muerte recíproca entre organismos de seguridad y guerrilleros. […] Con la muerte del diputado Ortega Peña, llegamos a una altura que muestra dos nuevos panoramas. Primero, el panorama de la universalidad de la violencia en el nivel de los grupos dirigentes. Segundo, el panorama aún más inquietante de una posible cadena de represalias. Hoy por ti, mañana por mí. Hoy para ti, mañana para mí. La Argentina se asoma a la soberanía de la venganza (Grondona, 3 de agosto de 1974,

p. 8).

La muerte biológica no cerró necesariamente el ciclo de violencia física sobre las víctimas de la Triple A. La revisión exhaustiva de los hechos de sangre perpetrados por el escuadrón nos muestra que, en algunos casos, al asesinato le siguió la aplicación de múltiples vejaciones a los cadáveres de las víctimas. Gracia Alonso (2017) señala que este tipo de prácticas pretende humillar al muerto y eliminar el recuerdo que de él perduraría a futuro, ya que se busca acabar con su cuerpo y, de forma simbólica, con las acciones que realizó antes de su muerte. Con base en este argumento, planteo que la Triple A recurrió al ultraje de los cadáveres

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expuestos con el propósito de generar la muerte social de las víctimas. Dicho ejercicio de poder negó a los muertos un digno tratamiento fúnebre y quebrantó la rememoración colectiva de sus historias de vida y militancia, sustituidas o desplazadas al olvido a través de la imposición de la imagen cruenta de los cadáveres despedazados.

La Triple A incurrió en el irrespeto a los muertos motivada por los axiomas de la “guerra total” que rigieron su lectura del conflicto político-social. La inmisericordia frente al “enemigo” supuso que su aniquilación no se limitara a la muerte física, incorporando su deshonra pública para que el escarmiento adquiriera una dimensión social. En tal sentido, la profanación de cadáveres adquirió gran potencial represivo por la ausencia de escrúpulos reflejada en la manipulación post mortem de los cuerpos, la cual trasplantó el tormento del muerto hacia los vivos, además de resaltar la sevicia del escuadrón en el espectáculo de muerte y horror.

Buena parte del sufrimiento que padecieron los vivos radicó en la deshumanización de la que fue objeto el cadáver de la víctima. Deshonrar un muerto es despojarlo de su dignidad, acto que dificulta establecer el duelo individual, familiar y colectivo. Con relación al duelo, teóricamente es posible realizarlo bajo la condición de tener un cadáver y poder sepultarlo para que la tumba sea sitio de recordación y memoria, gracias a la certidumbre que otor ga el saber dónde está el ser querido (Blair, 2005). Aunque la desaparición forzada representa, en ese sentido, la peor de las incertidumbres dada la ausencia del ser amado, no hay que menospreciar la aflicción que genera enterrar un cadáver exhibido y ultrajado que también fue producto de una muerte violenta. El exceso de la Triple A dejó cuerpos tan maltratados que ni siquiera parecían seres humanos, lo que significó despojar a los muertos de su derecho a un rito fúnebre apropiado, como el negar a los familiares, amigos y sujetos empáticos la tranquilidad de pensar que la víctima murió en paz, pues la ostentosa manipulación del cuerpo reflejó que sus últimos momentos fueron angustiantes y dolorosos.

La Triple A recurrió a varias prácticas vejatorias de los cadáveres. La primera de ellas fue la desnudez, la cual apuntó a despojar a las víctimas de todo atributo considerado civilizado. Para las sociedades modernas, el cuerpo desnudo está asociado con el orden de la naturaleza, reflejo de un estado primitivo que aproxima al ser humano a la condición de animal o bestia en su ausencia de cultura y raciocinio (Squicciarino, 1998). Justamente, el objetivo del escuadrón al recurrir a la desnudez fue resaltar materialmente la supuesta animalidad y salvajismo adjudicados a los “enemigos” de la nación, atribuciones negativas que fueron formuladas en su imaginario para deshumanizar y justificar la muerte. Esta práctica tuvo la connotada intención de humillar socialmente a los muertos, ya que la exhibición de la desnudez en espacios públicos es vista con rechazo y como una señal de inmoralidad.

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Resulta oportuno hacer una precisión respecto a la forma en cómo la Triple A procedió con el tema de la desnudez. Los casos que constatan esta práctica revelan que las víctimas estaban desnudas antes de su asesinato, pues la indumentaria encontrada en la escena del crimen no presentó perforaciones de bala, sólo manchas de sangre producto de las torturas que sufrieron sus portadores. Estos indicios sugieren que los perpetradores no realizaron el íntimo ejercicio de desnudar los cuerpos, por el contrario, obligaron a las víctimas a hacerlo; hecho cruel que, además de ejercer una tortura psicológica, las volvió copartícipes forzadas de su ulterior humillación y muerte social. En consecuencia, la desnudez fue un acto pre mortem con implicaciones post mortem en la exhibición vejatoria del cuerpo inerte.

El siguiente caso permite ilustrar los señalamientos anteriores. La noche del 13 de mayo de 1975, Ana María Cameira, Carlos Polari, David Lesser y Herminia Ruiz, militantes del maoísta Partido Comunista Revolucionario, realizaban pintadas callejeras en la ciudad de La Plata cuando los interceptó un comando de la Concentración Nacional Universitaria, el cual estaba acompañado por un grupo de la Triple A conducido por Aníbal Gordon (Cecchini y Elizalde Leal, 2016, p. 356). Los perpetradores los secuestraron y trasladaron a la localidad de Los Talas, municipio de Berisso, donde fueron acribillados. Los peritajes de la escena del crimen –un paraje lodoso cercano a un arroyo– registraron que las cuatro víctimas estaban desnudas al momento de su muerte y que sus vestimentas se hallaron

diseminadas a lo largo de 4 km. del sitio de ejecución.15 En resumen, las víctimas

fueron forzadas a caminar un extenso tramo mientras se desvestían y, una vez desnudas, las asesinaron.

Los procedimientos de mayor crueldad en la vejación de cadáveres consistieron en el uso de cal viva y de explosivos. La cal viva (óxido de calcio) es un compuesto químico que, al mezclarse con agua, genera una reacción exotérmica altamente corrosiva, la cual produce la destrucción progresiva de los tejidos blandos del cuerpo humano (músculos y nervios).16 Actores represivos y homicidas comunes recurren a la cal viva con la intención de ocultar los cuerpos de sus víctimas, ya que esta herramienta acelera el proceso de descomposición de los cadáveres, además de disimular los olores propios de la putrefacción de la carne con el fin de que los animales carroñeros no desentierren los cuerpos y evidencien el crimen. Sin negar la posibilidad de que la Triple A manejara la cal

15 Legajo 499 “Lesser Perelmutter, David Hugo”, en ANM, Librerías Genéricas, Fondo Registro de Desaparecidos y Fallecidos, carpeta Legajos 0001 al 0500, f. 206.

16 Comúnmente se cree que la cal viva es capaz de destruir los cuerpos humanos por completo.

Sin embargo, la medicina forense ha demostrado que el tejido óseo permanece intacto aún después de ser sometido a esta técnica, básicamente porque los huesos necesitan altas

temperaturas (950o centígrados aproximadamente) y condiciones ambientales propicias para su

calcinación. Lo anterior ha derivado en que diversos actores criminales, como los narcotraficantes mexicanos, sometan los cadáveres de sus víctimas a sustancias de mayor corrosión (ácido sulfúrico

o ácido clorhídrico) para disolver la carne y la parte mineral de los huesos.

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viva con el fin de desaparecer a sus víctimas, los casos cuya autoría ha sido adjudicada judicialmente revelan que el escuadrón la usó para desfigurar los cadáveres que expusieron pública e impunemente.

La detonación con explosivos buscó la mutilación de los cadáveres, la modificación en extremo de la morfología del cuerpo humano. Esta práctica representó la culminación material de la animalización del “enemigo”. Si la desnudez significó la ausencia de civilidad, la mutilación emuló la suerte de la víctima con la de un animal desmembrado en un matadero sin misericordia. En concreto, la cal viva y los explosivos expresaron la deshumanización total en el espectáculo de muerte de la Triple A, cuyo exceso anheló imponer la muerte social de las víctimas al transformar sus cadáveres en pulverizados pedazos de carne y huesos que realzaron su atroz muerte individual para servir de escarmiento ejemplificador al colectivo.

A pesar del potencial de la desfiguración y mutilación de cadáveres en la difusión del terror en la sociedad, lo cierto es que la Triple A recurrió a tales prácticas de forma ocasional y en casos muy concretos. La información disponible permite postular que estos castigos se reservaron, la mayoría de las veces, a los miembros de las organizaciones armadas argentinas y sudamericanas, cuyos militantes vivían exiliados en Argentina. Para entender el porqué de esta selectividad, conviene recordar que las estrategias de guerra contrainsurgente conciben a la insurgencia armada como la vanguardia de la “guerra revolucionaria”, cuyo accionar “terrorista” aspira a desestabilizar el orden social hasta alcanzar el poder. En el imaginario de los integrantes del escuadrón, un enemigo de tales características debía ser reprimido con la correspondencia de un terror mayor. Felipe Romeo llegó a comentar que “los terroristas usan el pánico como medio para imponer sus propias ideas. [Nosotros] tenemos que sembrar el pánico entre los terroristas” (8 de noviembre de 1974, p. 3). En consecuencia, la destrucción de los cadáveres de los guerrilleros formó parte de una campaña de guerra psicológica dirigida a sus compañeros de armas, con el propósito de que la muerte social de los primeros mermara la moral de los segundos y los condujera a la derrota político- militar.

Respecto a la situación específica de los guerrilleros sudamericanos exiliados en Argentina, la represión en su contra estuvo motivada por la aparición pública de la Junta Coordinadora Revolucionaria (JCR) a inicios de 1974. Después del golpe de Estado que derrocó el gobierno de Salvador Allende en Chile, Argentina se convirtió en el único refugio relativamente seguro en el Cono Sur para los disidentes políticos que eran perseguidos por las dictaduras militares. El creciente arribo de exiliados incluyó a militantes de las organizaciones armadas de los países limítrofes, que vieron en Argentina una retaguardia estratégica para acumular fuerzas y reanudar posteriormente el proceso revolucionario en sus lugares de origen (Marchesi, 2019). La punta de lanza de esta estrategia fue la JCR, un proyecto de solidaridad internacionalista que reunió al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) argentino, los Tupamaros uruguayos, el

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Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) chileno y el Ejército de Liberación Nacional boliviano. La Junta sembró en el gobierno peronista la sospecha de que los exiliados se habían establecido en el país con el objetivo de respaldar la insurgencia local. Como resultado, se procedió a la persecución de los “indeseables” exiliados y a formalizar acuerdos de colaboración entre las fuerzas de seguridad regionales del Cono Sur –previos a la Operación Cóndor– para detener y/o aniquilar en Argentina a los disidentes de sus países de origen.

La Triple A participó de esta solidaridad contrainsurgente regional, siendo responsable del hostigamiento y asesinato de varios exiliados, crímenes donde es posible constatar las lógicas y dinámicas que giraron alrededor del ultraje de los cadáveres expuestos. El primer caso que se recupera al respecto corresponde a la ejecución de tres uruguayos militantes de Tupamaros, a quienes se aplicó la cal viva: Daniel Banfi Baranzano, Luis Enrique Latrónica Damonte y Guillermo Jabif Gonda. En septiembre de 1974, una razzia de secuestros contra exiliados uruguayos aconteció en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense. El día 13, un comando armado se presentó en el domicilio de Banfi y su esposa Aurora Meloni, en la localidad bonaerense de Haedo. En aquel momento, Latrónica y otro exiliado, de nombre Rivera Moreno, estaban de visita en el lugar. El comando dijo pertenecer a la policía y detuvo a Banfi, Latrónica y Moreno. Al día siguiente, Jabif fue secuestrado del domicilio de su cuñada, en el barrio de Palermo en Buenos Aires, mientras en el barrio de Once ocurría lo mismo con un

quinto exiliado, Nicasio Romero. En los operativos participaron agentes

uruguayos e, incluso, Aurora Meloni identificó entre ellos al comisario Hugo Campos Hermida,17 a quien ella y su pareja conocieron tras una detención en Montevideo en 1969 (Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, 2004).

Banfi, Latrónica y Jabif estuvieron detenidos desaparecidos durante un mes, tiempo en el cual fueron torturados por policías argentinos y uruguayos. Esta información se desprende de los testimonios de Rivera Moreno y Nicasio Romero, liberados a mediados de octubre con la orden de abandonar Argentina y quienes denunciaron las torturas padecidas por sus compatriotas. Para el ex- tupamaro Fernando O’Neill, la liberación estuvo relacionada con los objetivos de los secuestros: “llegué a la conclusión de que el plan represivo en esa época apuntaba selectivamente a destruir los intentos del MLN de instalar una infraestructura en Bs. As., proyecto en el cual presumiblemente los compañeros asesinados participaban. Seguramente no era esa la situación de Nicasio Romero y Rivera Moreno, y a ello debieron salvar sus vidas” (Citado en Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente, 2019, p. 11).

17 Campos Hermida formó parte del escuadrón de la muerte uruguayo Comando Caza Tupamaros (CCT) a inicios de la década de 1970. Al momento de los hechos narrados, pertenecía al área de antinarcóticos de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia de la Policía de Montevideo. Varios testimonios lo identifican en el centro clandestino de detención Automotores Orletti,

además de ser considerado uno de los autores materiales del secuestro y asesinato del exdiputado uruguayo Zelmar Michelini en Buenos Aires en mayo de 1976.

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La Triple A se encargó del destino final de Banfi, Latrónica y Jabif. El escuadrón fusiló a los tres tupamaros la noche del 29 de octubre de 1974, en el terreno de una estancia ubicada en la localidad de San Antonio de Areco. El sereno de la propiedad escuchó la metralla y se acercó al lugar, siendo recibido a balazos por los asesinos que se aprestaron a huir del lugar. El trabajador sobrevivió y avisó a las autoridades para que inspeccionaran la zona. La policía local encontró un círculo de tierra removido, donde hallaron los tres cadáveres semienterrados y cubiertos con una capa de cal viva. La sustancia química había desfigurado los rostros. También se detectó un ácido que corroyó las huellas dactilares de las manos, por lo que éstas debieron ser amputadas para un análisis más minucioso, el cual permitió la identificación de los cuerpos (La Mañana, 1 de noviembre de 1974, p. 1). El peritaje policial concluyó que

los tres cuerpos en su mayor parte presentan deformaciones a consecuencia de la acción de la cal u otras sustancias químicas que posiblemente se les haya arrojado. Mientras la tierra estaba en la forma encontrada no se comprobó su mezcla con cal, es decir que ésta última se colocó directamente sobre los cuerpos y con posterioridad la tierra para activar la descomposición de los cuerpos y la desaparición de otros rastros que hicieran posible la identificación de los mismos. 18

El conjunto de evidencias indica que el propósito del crimen radicó en neutralizar los esfuerzos de la guerrilla tupamara por reorganizar sus filas desde Argentina y anular cualquier hipotética colaboración con la guerrilla argentina a través de la

JCR. Lo interesante del caso es que originalmente se planteó la desaparición permanente de los cadáveres, enterrándolos con cal viva para atenuar los olores de la putrefacción y así impedir su localización. La inoportuna intervención del sereno lo impidió y ocasionó un giro en los acontecimientos que, si bien inesperado, resultó más efectivo a los fines represivos del escuadrón porque el ultraje post mortem quedó visibilizado para desazón de familiares y compañeros de militancia, quienes los buscaban de tiempo atrás. El testimonio de Aurora Meloni sobre el momento en el que supieron los detalles del crimen y tuvieron que identificar los cadáveres –por demás desgarrador– refleja la forma en cómo operó la muerte social propuesta por la Triple A:

La desesperación de la Madre de Guillermo [Jabif] que corrió al baño y la encontré tirada pegándose la cabeza contra el piso, de mi suegra que no lograba hablar […]. Un infierno. Llamé al yerno de la señora Jabif, Oscar Bonilla, y le pedí que nos alcanzara. Dejamos las madres en manos amigas. […] Le pedí a un sacerdote amigo, Padre José Carrol, que me acompañara [a identificar los cuerpos]. No creía poder enfrentar sola lo que estábamos por hacer.

18 Citado en Legajo 1292 “Latrónica Damonte, Luis Enrique”, San Antonio de Areco, 30 de octubre de 1974, en ANM, Librerías Genéricas, Fondo Registro de Desaparecidos y Fallecidos, carpeta Legajos 1001 al 1500, f. 98.

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Nos acompañaron a la morgue del hospital de San Antonio de Areco. […] Entramos Oscar y yo. En un primer momento al Padre José no le fue permitido. Los restos de aquellos que habían sido hombres nos estaban esperando. Mut ilados (después dijeron que les habían cortado las manos para no identificarlos) y consumidos por la cal viva. Eran ellos. Yo no había conocido a Guillermo, tuve la impresión contraria. Entró en la habitación el Padre José y reconoció los restos de Daniel [Banfi]. Saliendo tomó entre sus manos el hábito y preguntó, no sé a quién, “para qué me sirve frente a esta atrocidad”. Hay momentos donde no estar es lo más deseado y el desmayo se convierte en una puerta de salida. Este fue uno de esos momentos. Por horas estuve en una camilla del hospital bajo el efecto de no sé qué calmante. […] Volvimos, vacíos, a Buenos Aires. (Citado en Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, 2004, pp. 374- 375).

La muerte social de Banfi, Jabif y Latrónica se expresó en el trauma psicológico ocasionado a los seres queridos, quienes perdieron la esperanza en un mundo capaz de albergar actos de semejante crueldad. Ni la entrega de los cuerpos, que puso fin al drama de la desaparición, ni la religión brindaron consuelo suficiente a quienes observaron cómo “aquellos que habían sido hombres” dejaron de ser tales gracias a la vejación de sus restos. Sin embargo, el suplicio no terminó ahí. Las víctimas fueron enterradas en una tumba común, ceremonia a la que no pudieron asistir sus compañeros de militancia por el riesgo a ser detenidos y sufrir el mismo destino. Por último, los familiares abandonaron

Argentina días después por temor a represalias, cargando la incertidumbre de no saber si volverían a ver a sus muertos.

El segundo caso concierne al ultraje de cadáveres con explosivos. Se trata del asesinato de seis personas la noche del 5 de abril de 1975, en un lote baldío a la entrada de Ciudad Evita, localidad del conurbano bonaerense colindante con los bosques y el aeropuerto internacional de Ezeiza. Cinco de los muertos eran chilenos: Juan Carlos Stewart Pizarro, Juan Luis Rivero Saavedra, Juan Hugo Aldo Cifuentes, Lino Aguirre Huguera y Enzo Gregorio Franchini Aburto. La identidad del sexto individuo es desconocida, aunque la lógica dicta que también sería de nacionalidad chilena. A diferencia del primer caso, existe poca información acerca de las víctimas chilenas. Se sabe que eran exiliados de la dictadura de Pinochet y que al menos tres eran militantes del MIR.19 Todos ellos vivían en el Hotel Lourdes, a una cuadra del Congreso de la Nación en la ciudad de Buenos Aires. En ese lugar fueron secuestrados aquel 5 de abril por un grupo de individuos que dijeron pertenecer a la Policía Federal Argentina.

19 La cobertura del caso por la prensa muestra notorias divergencias respecto a la pertenencia política de los chilenos, producto de la escasa y confusa información que se manejó en aquel momento y que, de hecho, no ha variado significativamente en más de cuarenta años. La prensa

argentina señaló que sólo Saavedra tenía orientación “comunista” y que había sido deportado de Chile por esa razón (La Nación, 9 de abril de 1975, p. 7). En cambio, la prensa chilena dictó que Saavedra, Aguirre y Aldo pertenecían a una organización extremista, dando a entender que era el

MIR, aunque sin nombrarlo abiertamente por las políticas de censura en el país andino (El Mercurio, 9 de abril de 1975, p. 6).

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El asesinato de los chilenos siguió el patrón reglamentario de la Triple A, al ser acribillados con una excesiva cantidad de balas. Culminada la ejecución, los perpetradores recogieron los cadáveres, los pusieron en hilera boca abajo y colocaron entre ellos tres bombas de trotyl. Aunque sólo una explotó, la misma produjo quemaduras y mutilaciones en las piernas de los cuerpos más cercanos. A poca distancia de los cadáveres fue levantada una manta con la inscripción “FUIMOS DEL ERP Y MONTOS, MIR”.20 Dicho mensaje corresponde a una táctica que el escuadrón utilizó con recurrencia a partir de 1975, la cual consistió en ocultar su autoría en los hechos de sangre al adjudicar el móvil a un enfrentamiento entre las organizaciones armadas, en este caso el fusilamiento de miembros del MIR por parte del ERP y Montoneros.

Las características del crimen indican que la Triple A pretendió proyectar la muerte social de las víctimas por medio de dos procedimientos. Primero, el uso de explosivos intentó pulverizar los cadáveres y tornarlos irreconocibles en el mundo de los vivos, impidiendo el reconocimiento de su identidad e historias de vida. De haberse consumado esta acción con éxito, el único elemento que, en primera instancia, daría una pista de quiénes eran las víctimas sería la manta abandonada en el sitio de muerte. Justamente, la segunda manera de concebir la muerte social tuvo relación con el mensaje dejado junto a los cadáveres expuestos, en el cual se identificó a los muertos como agentes de una guerrilla extranjera que fueron ultimados por sus supuestos aliados locales. En un clima

social adverso a la lucha armada, este tipo de mensajes catalizó una opinión

prejuiciosa acerca de los guerrilleros que, en lugar de empatizar con su sufrimiento, generó juicios condenatorios por su pertenencia a la “subversión”. El “por algo será” reforzó la muerte social del ultraje post mortem. En el diario La Opinión, el caso de los miristas sólo sirvió para confirmar la existencia de una metodología violenta, la cual prefirió no atribuir a un actor en particular:

La mayoría de las víctimas aparece en el Gran Buenos Aires, en zonas escasamente pobladas. En los últimos meses se ha impuesto la modalidad de efectuar fusilamientos con gran cantidad de impactos en cada persona. En muchos casos, tal vez para dificultar la identidad, se procede a incendiar vehículos, carbonizando dentro de ellos, los cadáveres. Otras veces se los dinamita. También es novedad

la leyenda “Fuimos…”, especie de firma identificatoria de víctimas y victimarios. […] El impacto de estos acontecimientos, a su vez, se diversifica. Por un

lado, parece haber una suerte de resignación ante la frecuencia de las bajas, el desconocimiento a veces de las identidades (como en el caso del dirigente de los trabajadores de la educación, Guillermo José Barros, cuyo cadáver fue reconocido el lunes 7, o sea veinte días después de su desaparición), y la circunstancia de que en la generalidad de los casos no se logra ubicar a los victimarios (La Opinión, 9 de abril de 1975, p. 10).

20 Legajo 352 “Stewart Pizarro, Juan Carlos”, Ciudad Evita, 6 de abril de 1975, en ANM, Librerías Genéricas, Fondo Registro de Desaparecidos y Fallecidos, carpeta Legajos 0001 al 0500, f. 53.

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Un último caso constituye el ejemplo más paradigmático del ultraje a los cadáveres expuestos y sus efectos represivos, siendo a la vez uno de los episodios más violentos de la Triple A: la Masacre de Pasco (Rodríguez Heidecker, s.f.). Una breve contextualización permitirá comprender las circunstancias que rodearon la matanza. A inicios de la década de 1970, el principal núcleo político-partidista en el municipio de Lomas de Zamora estaba constituido por organizaciones de la izquierda peronista, en especial la Juventud Peronista (JP) y Montoneros. Esta situación les permitió imponerse en la lista de cargos públicos a elegirse en las elecciones de marzo de 1973, las cuales marcaron el regreso del peronismo al poder después de dos décadas de proscripción a nivel nacional. La intendencia quedó a cargo del sindicalista gráfico Pedro Pablo Turner, mientras que buena parte del Concejo Deliberante se compuso con militantes de la JP- Montoneros. En resumen, la izquierda peronista obtuvo la conducción político- administrativa de la Municipalidad de Lomas de Zamora, reflejo de una militancia territorial fuerte y organizada, que terminó por constituirse en una clara amenaza para la derecha peronista local.

La experiencia progresista fue de corta duración. A finales de 1973, los funcionarios de la derecha peronista pasaron a la ofensiva. Si bien eran una minoría, ocupaban puestos clave en la Municipalidad –las finanzas, por ejemplo – y dieron marcha atrás a los planes sociales diseñados por Turner y la JP. La situación se agravó en mayo de 1974, cuando el gobierno de la Provincia de Buenos Aires destituyó a Turner y lo reemplazó por Eduardo Duhalde. El nuevo intendente reorganizó la administración municipal, relegando a los concejales de la JP-Montoneros a una posición marginal. Además, la gestión Duhalde inició una férrea represión contra las izquierdas locales, que incluyó detenciones ilegales y torturas en las comisarías de la policía bonaerense y el inicio de los operativos de la Triple A en Lomas de Zamora. La represión desató una espiral de violencia entre las fuerzas represivas y Montoneros. El 28 de febrero de 1975, la organización armada realizó un operativo de ajusticiamiento en el que murieron tres policías. El “parte de guerra” justificó la ejecución porque “estos policías de la Comisaría Primera de Lomas de Zamora se han destacado en encarcelar y torturar a combatientes peronistas y de otras organizaciones” (Evita Montonera, 3 de marzo de 1975, p. 47). La acción montonera mostró que ni las destituciones ni las torturas habían logrado disciplinar a los grupos de izquierda, por lo que las fuerzas represivas resolvieron implementar una medida radical, la cual debía conseguir la desarticulación definitiva de las disidencias y sus bases sociales. Dicha medida, interpretada a posteriori como la represalia a las bases montoneras por el asesinato de los policías, recibió el nombre de la Masacre de Pasco (Rodríguez Heidecker, s.f.).

La noche del 21 de marzo de 1975, la Triple A realizó una ola de secuestros en diversos puntos del barrio San José de Temperley, donde vivían varios militantes de la izquierda peronista. Dicho barrio está atravesado por la Avenida Pasco (de ahí el nombre de la “masacre”). El comando asesino estuvo compuesto

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por más de una docena de vehículos, dato revelador de las grandes dimensiones del operativo. Los primeros en ser secuestrados fueron Héctor Lencina y Aníbal Benítez, quienes respectivamente eran el concejal de la JP-Montoneros que lideraba la oposición a Duhalde y el cafetero del Consejo Deliberante. Les siguió Héctor Flores, secretario de la vicepresidencia del Consejo. Acto seguido, secuestraron a Rubén Baguna, al parecer por error ya que no tenía militancia política. A lado de la casa de Baguna raptaron a Germán Gómez, un referente barrial de la JP, junto con los hermanos Alfredo y Rubén Díaz. La caravana continuó hasta la casa de Gladys Martínez, militante de la JP, a quien acribillaron en el acto. Algunos vecinos señalaron que junto a Martínez estaba el cadáver de un varón, al parecer un compañero de militancia escondido o prófugo, si bien la prensa no dio cuenta de su existencia. El saldo total de la razzia: siete hombres secuestrados y una mujer acribillada in situ. Los secuestros se realizaron a mano armada, con lujo de violencia y a la vista de familiares y amigos de las víctimas. 21

El recorrido del comando terminó en la localidad vecina de José Mármol, en el entrecruce de las calles Santiago del Estero y José Sánchez. Aproximadamente a las 23:30 horas, las víctimas fueron bajadas de los vehículos y las ubicaron junto a una pared para fusilarlas. Los vecinos escucharon que alguien gritó “¡Viva la patria! ¡Vivan los Montoneros!” antes de las descargas de ametralladora, que duraron un minuto. Consumado el asesinato, los cuerpos fueron apilados uno sobre otro en el entrecruce y debajo de ellos se colocaron artefactos explosivos. Lo espeluznante es que los cadáveres fueron dinamitados en dos ocasiones. El comando emprendió la huía después de esta acción, no sin antes dejar una manta en un alambrado con la inscripción “FUIMOS DEL ERP Y DE MONTOS”. Los cadáveres mutilados permanecieron en el lugar hasta la mañana siguiente, cuando la policía se dignó a recoger los restos en medio de la estupefacción de los vecinos (La Prensa, 23 de marzo de 1975, p. 1ª). (Figura 2)

21 Entrevista a Patricia Rodríguez Heidecker, realizada por Carlos Fernando López de la Torre, Lomas de Zamora, Provincia de Buenos Aires, 14 de septiembre de 2018.

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Figura 2

Fotografía de la Masacre de Pasco


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Nota: La Masacre de Pasco (Rodríguez Heidecker, s.f.) es el hecho más representativo de la Triple A en cuanto a la práctica del ultraje de los cadáveres de sus víctimas, en este caso mediante el uso de explosivos para su mutilación. La fotografía corresponde a la mañana siguiente del crimen,

en la que se aprecian los cuerpos dinamitados, cubiertos con papel periódico por los lugareños.

Fuente: Diario Crónica, “Ocho hombres, entre ellos un concejal del FREJULI, son secuestrados en Lomas de Zamora. Sus cuerpos aparecen ametrallados y dinamitados”, 22 de marzo de 1975, en

Archivo General de la Nación Argentina (en adelante AGN-ARG), Departamento Documentos Fotográficos, Caja 3099, Sobre 25, Inventario 348359.

La Masacre de Pasco (Rodríguez Heidecker, s.f.) fue uno de los momentos cumbre del exceso y el espectáculo de muerte de la Triple A. La logística del operativo apuntó deliberadamente a que la población atestiguara el acontecimiento represivo, desde la fase de los secuestros, con una docena de vehículos rondando por los barrios y ocasionando tumultos, hasta el sitio de muerte y ultraje de los cadáveres, localizados en plena zona residencial. Los perpetradores se aseguraron de que los explosivos liberaran una cantidad de energía lo suficientemente potente para llamar la atención de todo el vecindario. Una mujer declaró a la prensa: “Yo vivo a casi 200 metros del lugar donde fueron fusilados los muchachos, pero mi casita se sacudió como un flan…, no quedó ningún vidrio sano y muchos objetos que estaban arriba del ropero se vinieron abajo” (Citado en Así, 25 de marzo de 1975, p. 15).

El atroz espectáculo alcanzó su clímax en los cadáveres de las víctimas, devenidos en dispositivos propagadores del terror paraestatal. La onda expansiva

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los mutiló gravemente y los esparció en un radio de cien metros de distancia. En tales circunstancias, la sevicia de dinamitar los restos –al menos los que estaban al alcance– una segunda ocasión muestra el interés por deshumanizar en extremo a las víctimas y de perpetuar su muerte en el tejido maltrecho de la población. La dantesca escena quedó registrada en el informe redactado por los elementos policiales que se apersonaron en la escena del crimen. En medio de la formalidad descriptiva, el documento exhibió los efectos de la explosión sobre los cadáveres:

[…] sobre el pasto que correspondería a la vereda de Sgo. del Estero, en esquina noreste, la mitad del cuerpo de una persona, es decir únicamente el tronco, encontrándose las extremidades superiores extendidas en forma perpendicular al tronco, vistiendo una camisa color blanca, que cubre parte de su cabeza; que a unos quince metros de Sgo. del Estero y Canale, hacia norte, sobre la acera, junto a un alambrado, con el cuerpo completamente mutilado, colgando de la parte superior del alambrado los restos intestinales y presentando únicamente la extremidad inferior izquierda, otra persona completamente irreconocible, teniendo como restos de prendas un pantalón color marrón, encontrándose sobre un cable de alta tensión correspondiente a un poste ubicado a unos tres metros del mismo; a unos cinco (5) metros de este cadáver en una zanja, la pierna derecha, al parecer correspondiente al occiso determinado en último término […]. 22

La matanza tuvo éxito en sus propósitos políticos. La cruda imagen de los cadáveres mutilados demostró a las disidencias que las fuerzas represivas habían dado un salto cuantitativo y cualitativo en la violencia y que de ellas sólo po dían

esperar la peor de las inmisericordias. La muerte social de las víctimas quedó consumada en la guerra psicológica que afectó particularmente a la JP. Los militantes redujeron drásticamente los trabajos barriales y de base porque los hechos de Pasco confirmaron que su exposición pública los convertía en blancos privilegiados de la represión (Rodríguez Heidecker, s/f). Para finales de 1975, el declive de la izquierda era evidente. En la apreciación de los servicios de inteligencia de la policía bonaerense, “si bien la Comuna de Lomas de Zamora tuvo en su momento una muy fuerte infiltración izquierdista, la misma ha ido decreciendo en forma bastante sustancial, hasta niveles que se pueden considerar normales en el momento actual”. 23

Las repercusiones del crimen continúan afectando a los vecinos del sitio de muerte. Para ellos, el horror se incrustó en la memoria desde aquel 21 de marzo de 1975. Los cadáveres mutilados activaron la parálisis y el miedo como mecanismos de defensa, haciendo patente el silencio de la población. A más de

22 Legajo 77 “Gómez García, Pablo”, Adrogué, 22 de marzo de 1975, en ANM, Librerías Genéricas, Fondo Registro de Desaparecidos y Fallecidos, carpeta Legajos 0001 al 0500, fs. 43- 44.

23 Dirección de Inteligencia de la Policía de Buenos Aires, “Investigación de personas vinculadas a la Municipalidad de Lomas de Zamora”, La Plata, septiembre-octubre de 1975, en Comisión

Provincial por la Memoria-Archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de Buenos Aires (en adelante CPM-DIPBA), Mesa DS, Carpeta Varios, legajo 7028, f. 5.

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cuarenta años del episodio, los vecinos con dificultad aceptan ser entrevistados y, si bien muestran respeto hacia las víctimas, no se involucran en los actos de conmemoración que anualmente realizan familiares, colectivos políticos y de derechos humanos.24 Esta disociación entre el recuerdo de los muertos y el aislamiento autoimpuesto de una parte del tejido social es un apreciable signo de los efectos a largo plazo de la violencia de la Triple A. La incomprensión de la brutalidad del crimen y el temor a represalias minó su confianza en la humanidad, optando por el retraimiento para preservar la vida en medio de una barbarie que nunca desapareció de sus pensamientos. Como lo expresó un vecino: “Nadie se podrá imaginar a través de ustedes (los periodistas) la tragedia que vivimos, los aullidos, los pedidos de auxilio, los gritos, el dolor de las víctimas y el despiadado fusilamiento de todos esos jóvenes. Es increíble que la especie humana pueda dar al mundo personas de tan bajos instintos. Y, por último, ¿quiénes fueron? ¿Para qué lo hicieron?” (Citado en Así, 25 de marzo de 1975, p. 15).

Las secuelas de la Masacre de Pasco (Rodríguez Heidecker, s.f.) son tan sólo una demostración del desgarre colectivo y la normalización de la violencia que engendró el espectáculo de muerte de la Triple A. La cotidianeidad de los asesinatos perpetrados por esta organización y otros actores represivos, sobre todo a partir de mediados de 1974, sumado al sendero militarista adoptado por las organizaciones armadas de izquierda, ocasionaron que la sociedad se adaptara en poco tiempo al clima de violencia y muerte, sin que ello significara la pérdida de asombro ante la crueldad que caracterizó al accionar paraestatal. En varias de las víctimas amenazadas por el escuadrón operó cierta disposición a observar estos hechos con normalidad, pensando que su escasa o nula vinculación con las guerrillas sería razón suficiente para no ser asesinadas. Esta creencia los anestesió ante el dolor ajeno, no por ausencia de empatía, sino por ser el mejor recurso a la mano para sobrellevar su difícil momento existencial. Al respecto, es esclarecedor el testimonio de Abrasha Rotemberg, cofundador del diario La Opinión:

Lo que yo no comprendo y así ocurría con muchos [es que] se comentaba “Che, ¿viste que lo mataron a este?”. “Sí, estaba en la lista”. Nos parecía natural. Pienso hacia atrás cómo no me daba cuenta que me podía pasar eso a mí, a mi familia. […] El terror era tal y la irresponsabilidad de la memoria fue tal que yo me acuerdo que nos pareció como una anécdota terrible la tarde que dijeron “encontraron el cuerpo de Silvio Frondizi asesinado” y parecía normal. 25

Donde la naturalización de la violencia sí generó la pérdida de empatía hacia las víctimas de la Triple fue dentro de la “gente común”. Aquellos sectores de la población sin participación política se refugiaron en explicaciones que les

24 Patricia Rodríguez Heidecker, entrevista citada.

25Entrevista a Abrasha Rotemberg, realizada por Susana Skura, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Provincia de Buenos Aires, 25 de octubre de 2011, en MA, Archivo Oral, AO0722.

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brindaran la tranquilidad de conciencia de no ser o sentirse objetivos de la represión. El resultado fue la instalación paulatina de una fórmula discursiva – vuelta cliché en la última dictadura militar– que depositó en las víctimas la culpabilidad de su pesar, dolor y muerte: el “por algo será”. En la búsqueda de ser sólo espectadores y no blancos de los excesos y profanaciones de la Triple A, la “gente común” procedió a justificar la razón del terror paraestatal en la trayectoria y actuar político de los disidentes, lógica que sembró la duda en torno a su presunta inocencia o si, en realidad, formaban parte de la “subversión” que debía desaparecer para la pacificación del país. Para Pablo Giussani, estas sospechas explicaron la anestesia al sufrimiento del otro y la parálisis de una sociedad que, en lo general, no se movilizó en solidaridad con las víctimas:

¿A qué se debió aquella pasividad? Centurias de historia universal nos dan la respuesta: nada tiene un efecto tan paralizante sobre la capacidad de reacción de la gente contra el terror como la bilateralidad de la violencia. La idea de que el terrorismo de extrema derecha reviste carácter de respuesta a un terrorismo de extrema izquierda que también mata –al margen de cualquier discusión que pueda hacerse sobre la exactitud cronológica de tal presunción– ejerce de hecho una acció n inhibitoria sobre las reacciones colectivas.

José Marrone26 figuró hace pocas semanas entre los que no reaccionaron a las amenazas de la extrema derecha contra un grupo de actores y actrices. Su explicación fue: “Habría que ver por qué han sido amenazados”. Cualquiera sea el juicio de valor que merezca semejante comentario, lo real es que mucha más gente

de lo que se cree acompañaba a Marrone en esta apreciación. Allí estaba la raíz de la parálisis colectiva (Giussani, 7 de junio de 1975, p. 12).

Reflexiones finales

En el presente artículo se revisaron las lógicas y propósitos represivos de la Triple A concernientes a la dinámica de exhibir los cuerpos maltratados de sus víctimas mortales. En primer lugar, se realizó un breve repaso a los escuadrones de la muerte en América Latina y el trasfondo de sus prácticas violatorias de los derechos humanos, con la intención de identificar los principios generales que regularon el violento fenómeno de los cuerpos expuestos. Al respecto, el imaginario social de estos agentes perpetradores resultó un punto de partida útil para entender sus acciones, encontrando en la noción de “limpieza” el justificante de la manipulación de los cuerpos con fines represivos. La interpretación de que sus naciones se encontraban en peligro o crisis social por el comunismo catalizó la voluntad de estos actores por ejercer una violencia fastuosa contra sus “enemigos” porque la ostentosidad fue el recurso que, desde su lógica, permitió castigarlos en carne propia, purificar a la nación de sus agravios y hacer de su

26 José Carlos Marrone, actor cómico de teatro y televisión argentina reconocido principalmente por su personaje del payaso “Pepitito”.

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escarmiento público un insumo pedagógico de corte disciplinar. En consecuencia, los cuerpos de las víctimas fueron utilizados por la Triple A y otros escuadrones como fuente y medio del terror de la represión ilegal. Fuente porque la vejación del enemigo fue esencial en su actuar y en donde residió el potencial disciplinador de los crímenes. Medio porque los cadáveres violentados se convirtieron en el vehículo funesto de la represión, conducto de las advertencias y suplicios aplicados a las disidencias político- sociales.

La Triple A se propuso destruir física y simbólicamente al “enemigo subversivo”, articulando cuerpo humano y violencia en un metódico ritual de muerte. El imaginario social del escuadrón le dotó de los fundamentos necesarios para establecer que el aniquilamiento de los opositores al gobierno peronista era un acto patriótico y necesario en un contexto de supuesta guerra civil, la cual amenazaba con corroer los cimientos sociales y culturales de los “verdaderos” argentinos. La creencia de que las disidencias conspiraban a favor de intereses extranjeros las convirtió en encarnación de la “antipatria” y posibilitó que el posicionamiento ante sus víctimas destacara por la inmisericordia, negándoles redención alguna salvo el castigo cruel por sus “crímenes”.

Los asesinatos, responsables de extinguir la vida de los “enemigos”, resultaron depositarios de varias tramas de significación en torno a los cuerpos expuestos, desde su caracterización como crímenes espectaculares hasta la implantación de la muerte social de la víctima con la exhibición de los cadáveres

ultrajados. Respecto a la primera lectura, la muerte como espectáculo planteó la

génesis del miedo a través de la ejecución ostentosa de las víctimas, funcionando a modo de propaganda psicológica intimidatoria que trastocó la certidumbre y seguridad de los vivos. El espectáculo se montó en la lógica del exceso, en la cual a mayor marca de insania hubo mayor certeza en los perpetradores del triunfo en la “guerra contra la subversión”. De ahí que decenas de víctimas tuvieran evidentes modificaciones morfológicas en sus cuerpos que, además, enaltecieron la muerte física para inocular terror en la población. Por su parte, el ultraje a los cadáveres conllevó la muerte social de los fallecidos debido al despojo de su dignidad y a los traumas psicológicos generados en sus familiares y espacios de militancia. Desnudez o mutilación, estas prácticas de mancillamiento desolaron el mundo de los vivos, ocasionando desde pérdidas de esperanza hasta prejuicios frente a la imposibilidad de comprender el paroxismo de la crueldad que significó vulnerar cuerpos inertes, ya de por si denigrados por el hecho de su exhibición pública.

El conjunto de estas maquinaciones apuntó a la muerte de la empatía y la solidaridad hacia las víctimas por parte de un tejido social que, presa del miedo, se disciplinó acorde a los designios del gobierno peronista y la organización paraestatal. Sin duda, esta parálisis colectiva -perceptible en la opinión pública de la época y en testimonios de sobrevivientes- fue el mayor triunfo de la Triple A en el manejo de los asesinatos como espectáculos de muerte, si bien los créditos deben ser compartidos con el resto de los actores partícipes de la

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represión contrainsurgente durante el gobierno peronista. El reiterado exceso en el acto de matar ayudó a instalar el terror en la memoria colectiva, al grado que el disciplinamiento social significó el aislamiento de las disidencias del tejido sano de la nación, el repliegue de los trabajos de base de las militancias de izquierda y la fractura en los lazos de solidaridad social. La Masacre de Pasco (Rodríguez Heidecker, s.f.) es un ejemplo paradigmático de todas estas implicaciones: una matanza que se fraguó mediante la

Finalmente, cabe agregar que la violencia represiva de la Triple A fue útil al gobierno constitucional hasta que la crisis estructural del Estado, perceptible a lo largo de 1975, volcó a la opinión pública y amplios sectores de la población contra las autoridades peronistas. El acostumbramiento a la muerte mutó en hartazgo gracias a que los inéditos niveles de violencia se compenetraron con la aguda recesión económica y las carestías sociales para cultivar la imagen de un gobierno insostenible y fuera de control. Las Fuerzas Armadas aparecieron ante amplios sectores de la sociedad como la respuesta a la arbitrariedad reinante y el derrocamiento de la presidenta Martínez de Perón fue recibido con alivio a la espera del restablecimiento de un orden no terrorífico y de menor violencia (Carassai, 2013). Lo irónico del asunto fue que la ostentosidad de la Triple A resultó contraproducente al gobierno peronista en el largo plazo, pero no así para el estamento castrense que aprendió los costos políticos de las llamativas ejecuciones extrajudiciales, decantándose en su lugar por la desaparición forzada

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