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Hay un desafío presente al reseñar este libro. El desafío de leer y releer sus páginas como un testigo atónito en un lugar incómodo. Los ensayos aquí
reunidos constituyen una experiencia de vida que estoy segura, es muy poco envidiable: el hecho de acompañar con la lectura a estos autores, nos hace testigos cómplices del análisis, la interpretación y el intento de comprensión de estas violencias encontradas y diseminadas por nuestra América Latina. Rigoberto Reyes Sánchez, nos habla sobre el actual panorama de las violencias en México, de las cuales, el narcotráfico es apenas la punta del iceberg, dado que, en sus palabras, el campo de acción de estos grupos se diversificó formando nuevas estructuras e integrando a sus filas a funciona rios públicos y población civil.
Los actuales grupos criminales son auténticos conglomerados de operación
trasnacional con capacidad para “responder y producir conflictos armados de alto impacto” (p. 22). Este crecimiento de los grupos delincuenciales, se ha visto favorecido por la descomposición del Estado mexicano hasta llegar al punto de quiebre del gobierno encabezado por Felipe Calderón y su ya conocida declaración de guerra contra el narcotráfico.
Un primer rasgo incluye asumir la “idea de guerra” (p. 24), a partir de la cual se configuran imaginarios más tolerantes ante la violencia cotidiana además de aceptar, y yo agregaría, no sólo aceptar sino solicitar abiertamente la participación de Fuerzas armadas para brindar seguridad en el espacio público. Una de las terribles consecuencias de esto, es la cantidad de víctimas civiles que se han ido acumulando al quedar entre dos fuegos.
1 Técnica académica, Titular “A” en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades-UNAM. Correo electrónico: clarae@unam.mx
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Reyes Sánchez nos habla de otro rasgo más, el de la noción de “patria herida” (p. 26) en donde vislumbramos que más allá de tratarse de batallas aisladas y circunscritas a regiones específicas, el conflicto ha escalado a nivel nacional.
El tercer rasgo nos habla sobre la exhibición del cuerpo asesinado, pues dada la frecuente aparición de cuerpos violentados, “matar ya no es s uficiente” (p. 28), nos dice Rigoberto Reyes. Ahora, esos cuerpos expuestos son colocados para comunicar, pues son desconfigurados y reensamblados, como si se tratara de personificarlos para acompañar mensajes o bien, son ellos mismos el mensaje.
Pero el problema de la representación de la violencia no se queda en el caso de las imágenes en los llamados mass-media. Reyes hace una revisión al trabajo de diferentes artistas plásticos conceptuales y visuales como Moris, Teresa Margolles, quien desde sus orígenes en el colectivo SEMEFO, ha trabajado desde la morgue, hasta en las calles más violentas de México con víctimas anónimas, Nikola “Okin” y la organización “El grito más fuerte”.
Por otra parte, los feminicidios se reproducen a tal velocidad en nuestra América Latina que no acaba de asombrar y despertar indignación un caso cuando ya hay otro más, más duro, más deleznable, más inhumano. Sin embargo, en la memoria me queda un lugar marcado, Ciudad Juárez.
Cynthia Orteda explica en su ensayo ”El cartel: Espacio de representación del cuerpo ausente de las asesinadas de Juárez” (p. 51) la intención de aquellos cartelistas que han buscado visibilizar el feminicidio a partir de una selección de
carteles que hacen alusión a todas aquellas mujeres a quienes no sólo se les ultrajó sino que se les eliminó la identidad y la biografía. En su ensayo, Orteda habla sobre la importancia del cartel como un medio de denuncia en medio de una devastación feminicida que al parecer no quería ser oída ni por el Estado ni por las maquiladoras contratantes de mujeres. Las cifras que arroja son apenas un reflejo de lo que ahí sucede: “El feminicidio del 2008 al 2012 en el estado sumó 764 víctimas” (p. 64) cifra aproximada debido a que no hay un punto de acuerdo entre autoridades y ONG’s. A estas muertas invisibilizadas en lo
individual es a quienes hacen referencia estos carteles de Paco Argumosa, Obed Meza, Víctor Manuel Santos Gally y Emilio Watanabe, que al final son la voz de quienes ya no la tienen.
“El registro de la violencia mexicana en las crónicas de lo apocalíptico” (p. 79), de Maya Aguiluz, nos interpela apenas en el inicio: “¿Qué encuadre ofrecer para las violencias polifacéticas del mundo contemporáneo sino acaso el que la violencia enmarca de manera sombría?” (p. 79). En este ensayo, Maya Aguiluz pone el dedo en la llaga, no sólo en cómo registramos sino cómo expresamos las consecuencias del daño producido por los actos violentos. Los años de violencia y horror del caso mexicano son el detonador en este ensayo que gira
alrededor de crónicas y reportajes de la incipiente cultura política de esta lastimada vida mexicana. Maya Aguiluz contrasta no sólo en funciones sino en
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contenido, aquellas crónicas coloridas de la Ciudad de México escritas por Carlos Monsiváis, por ejemplo en su célebre Losritualesdelcaosdel 1990, con las notas, columnas, reportajes o fotoreportajes, además de literaturas de ficción y no ficción que hoy en día acabaron cumpliendo la función de la crónica. Pero no nos separemos de la pregunta incial, ¿cómo registramos las consecuencias del daño? La doctora Aguiluz nos ofrece una salida: a partir de la poética de la violencia es como se puede ver la obscuridad en el país. Y esa poética ha sido la voz de los periodistas y fotoperiodistas, fieles cronistas de la guerra en México de 2008 a 2011, que al mismo tiempo han sido juez y parte del horror vivido en este país. La cifra de periodistas muertos tan solo en Veracruz es casi una
veintena (y hoy en día presenciamos la huida de uno de los gobernadores más mortíferos: Javier Duarte). En el campo de batalla quedaron Moisés Sánchez, Misael López y Regina Martínez, sólo por nombrar algunos. Sin embargo, y pese a todas estas muertes, el trabajo del periodista es hoy en día un trabajo de alto riesgo.
Para el caso de Venezuela, es Yollolxochitl Mancillas López quien nos acerca a la “Caracas fracturada, acribillada, difusa, en sus estampas de violencia y actores en territorio del socialismo del siglo XXI” (p. 119). Este ensayo analiza escenas de la vida cotidiana entre 2010 y 2011 a partir de una experiencia etnográfica donde se estudian, comenta, distintas “genealogías e historias
particulares de los modos de sociabilidad, así como sus diferentes deseos, esperanzas y temores”.
En este ensayo, Mancillas López pone de manifiesto que las políticas socialistas impulsadas por Chávez no han acabado de zanjar las diferencias sociales en un país dividido política y geográficamente: “vivir en el oeste implica pertenecer a las clases populares y ser chavista, según el imaginario de la clase media del este” (p. 125), apunta. Los enemigos ahora están localizados, los “malandros” marginales en el oeste, y los barrios amurallados del este.
Los jóvenes marginados en América Latina, en la singularidad de los malandros de Caracas, son uno de los referentes de este ensayo cuando nos internamos en esos espacios caraqueños donde la adquisición de armas es fácil
y las balaceras diarias lo rutinario, donde los jóvenes mutilados y discapacitados son el resultado de la violencia en el barrio con los ingredientes necesarios para abonar en un clima de miedo para sus vecinos del este.
Y si hablamos de barrio, Audun Solli acompaña estas reflexiones en su ensayo “Pequeña la ciudad, grande el barrio, ¡papá! Un análisis de los agresores y víctimas de la violencia en el cine mexicano y venezolano de mayor audiencia” (p. 149).
Resulta muy representativo que Solli haya recurrido precisamente a esta expresión para dar título a su ensayo: Pequeña la ciudad, grande el b arrio, ¡papá!, que según sus palabras, hace alusión a una cinta venezolana en la que
un sujeto escapa de sus secuestradores y toma un taxi para llegar casa, sin embargo el taxista lo conduce de regreso al lugar del cautiverio donde uno de
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los malandros lo saluda de vuelta con esta frase. Y es representativo debido a que pareciera que así como en el filme, en la realidad no hay salida, no hay escapatoria y el barrio se extiende a cada una de estas naciones reclamando a sus víctimas. Pero, ¿quiénes son los agresores y quiénes las víctimas?, se pregunta Solli. El análisis fílmico al que nos conduce en su ensayo resulta impactante. Luego de haber hecho un recuento de las víctimas de la violencia en México, en los ensayos de Rigoberto Reyes, Cynthia Ortega y Maya Aguiluz, Solli encuentra, paradójicamente, que en varios de los filmes mexicanos es más común la violencia que se muestra como una forma de mofa, como el clásico pastelazo que irrumpe en medio de la acción para hilaridad de los espectadores.
¿Dónde queda entonces el registro del dolor? Por el contrario, la experiencia caraqueña retrata de manera central el tema de la violencia y las condiciones sociales que la apuntalan.
Para su ensayo retomó 28 películas venezolanas y 22 mexicanas realizadas en un periodo que cubre de 1980 a 2010.
Por su parte, Carlos Humberto Celi nos habla de aquel vasto sector de la población ecuatoriana que ha sido invisibilizado económica y simbólicamente: los indígenas de la sierra o del páramo. En su análisis, identifica varias formas de violencia a las que están sometidos estos indígenas ecuatorianos: la violencia política directa o indirecta, la violencia estructural colonial, así como la simbólica
o cotidiana que, en conjunto, resultan en estereotipos que los desvalorizan. Para Celi, la ciudadanía y los derechos se construyen sobre bases excluyentes debido a que en el Ecuador persiste un sentido colonial.
Así, los indígenas ecuatorianos son vistos como una oportunidad para cumplir los anhelos políticos de una parte de la izquierda, mientras que son “satanizados por la derecha y por los medios de comunicación, porque son indios vagos que afean y ensucian las ciudades y además retrasan el progreso” (p. 201). Al final, concluye Celi, los indígenas ecuatorianos son “tratados de manera residual y como refugiados en su propia tierra” (p. 202).
Mientras tanto, Adrián Scribano y Angélica de Sena ponen el acento en otra forma de violencia: el desalojo, visto como la acción de sacar o hacer salir a una
persona de un espacio del cual no puede acreditar propiedad, posesión o usufructo. La metodología que utilizan para ello es el análisis de diversos videos publicados en YouTube en donde se puede apreciar la violencia y represión que sufren los pueblos originarios, los jóvenes, las mujeres y las personas sin tierra. “La Argentina desalojada: un camino para el recuerdo de las represiones silenciadas” (p. 207), es el artículo que nos hace espectadores de una serie de procesos de depredación, desposesión y expulsión, mencionan Scribano y de Sena. En este contexto, uno de los puntos medulares que tocan es el uso de la represión como rasgo del orden capitalista actual que se puede constatar con la militarización planetaria.
24 videos, que cubren la totalidad de Argentina, constituyen el material de análisis de Scribano y de Sena. A través de sus descripciones, somos testigos de
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la suerte que corren los desalojados, niños, mujeres, hombres y ancianos violentados.
Como serpiente devorándose la cola, la paradójica conclusión a la que llegan Scribano y de Sena es que la sentencia: “en Argentina no se reprime” (p. 229), en alusión al tortuoso pasado marcado por la represión política y genocida en ese país, se desmiente tan sólo conocer los relatos de estos videos en YouTube.
Este volumen cierra con el artículo de Ulises Juan Zevallos- Aguilar: “Registros necropolíticos en el Perú de 1980. El proyecto ideológico estético del movimiento Kloaka” (p. 239). Pero, ¿de qué se trata este movimiento estético?
Zevallos-Aguilar nos acerca a una de las agrupaciones artísticas urbanas más críticas de la necropolítica de modernización neoliberal de Perú: escritores pertenecientes a la generación que oscilaba entre 1960 y 1985 reunidos en el así denominado movimiento Kloaka.
Zevallos-Aguilar retoma el concepto de necropolítica de Mbembe para referirse al desmantelamiento de leyes del estado de bienestar para “poder ejecutar judicial y extrajudicialmente a los ahora considerados enemigos de la nación” (p. 240) y es ahí donde cobra importancia el movimiento KloaKa, al hacer visible la violencia sistémica ejercida contra la población a partir del capitalismo global de los ochenta en Perú con “El masivo desempleo y
subempleo provocados por la política de liberación de importaciones que llevaba al cierre de fábricas y la reducción de la burocracia estatal, el abandono de los sistemas de educación y salud pública y las migraciones masivas por la
privatización de las tierras de cultivo estaban teñidos de sangre” (pp. 241- 242). ¿Cómo concluimos esta revisión? Con la convicción de que esta obra logra
su objetivo principal, visibilizar las distintas violencias a través de imágenes, recuentos, videos, carteles, crónicas y palabra literaria, con el fin de hacer un alto en el devenir cotidiano y caótico de las sociedades contemporáneas y sa car a la luz los efectos de la violencia ejercida desde distintos escenarios y hacia diversas víctimas. Un trabajo árduo no sólo por la complejidad del tema y los diferentes referentes a estudiar sino por el hecho simple y doloroso de los
registros que quedan una vez pasada la tormenta.
Reseña: Aguiluz, M. (2016). VisibilidadesdelaviolenciaenLatinoamérica: la repetición,losregistrosylosmarcos.México: CEIICH-UNAM por

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