Revista SOMEPSO Vol.6, núm.2, julio-diciembre (2021) ISSN 2448- 7317
LA FELICIDAD, ¿DÓNDE HA ESTADO? ¿DÓNDE ESTÁ AHORA?
* * *
HAPPINESS, WHERE HAS IT BEEN? WHERE IS IT NOW?
Edgar NayarRodríguez Soriano 1
Sección: Disertaciones Recibido: 08/05/2021 Aceptado: 13/09/2021 Publicado: 20/11/2021
Resumen
Se hace una revisión histórica de la felicidad presentando algunos momentos clave en la cultura Occidental para comprender su forma contemporánea. Se argumenta que la felicidad es una construcción contingente, histórica, que ha dependido de las relaciones sociales. La felicidad no está en las personas sino en las relaciones entre ellas. De tal manera que se hace un rastreo de lugares y momentos históricos que han moldeado la felicidad de diferentes formas. La felicidad no ha sido siempre la misma, se ha trasladado de la virtud a los placeres, para ser hoy en día una obligación moral. En la etapa actual es donde más se detallarán algunas implicaciones de su construcción. El texto termina con algunos comentarios sobre la función social de la crítica con la felicidad.
Palabras Clave: consumo, pensamiento, construccionismo, individualismo, relaciones sociales.
1 Estudiante de la Maestría en Psicología Social de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Correo electrónico: edgar_nayar@outlook.com ORCID: 0000-0003-3542-8405 .
La felicidad…
Abstract
A historical review of happiness is made presenting some key moments in Western culture to understand its contemporary form. It is argued that happiness is a contingent, historical construction that has depended on social relationships. Happiness is not in people but in the relationships between them. In such a way that a search is made of historical places and moments that have shaped happiness in different ways. Happiness has not always been the same, it has moved from virtue to pleasures, to be today a moral obligation. It is at the current stage where some of the implications of its construction will be detailed. The text ends with some comments on the social function of criticism with happiness .
Key words: consumption, thought, constructionism, individualism, social relationships .
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Introducción
Es difícil decir qué es la felicidad. ¿Es una virtud? ¿es un placer? A lo largo de la historia ha sido definida de diferentes formas, no puede hablarse de una definición definitiva. Buscar sus concepciones, esto es, explicitar las cosas con las que ha sido relacionada, ayuda a entender el carácter contingente y consensuado de la felicidad. Es decir, la categoría de felicidad no proviene del mundo en sí mismo, sino de las relaciones que han acordado establecer qué sí y qué no es la felicidad. Desde la perspectiva construccionista se argumenta que el conocimiento de la realidad es algo posible por las relaciones sociales. Los objetos del mundo, incluyendo la felicidad, no tienen definiciones apriori. Son las
personas y sus significados compartidos los que dotan de realidad a un objeto u otro, en ese sentido la felicidad es relacional. Y, dado que las definiciones de la
felicidad han cambiado, puede afirmarse que el ser de la felicidad está en sus momentos históricos, o sea, en sus diferentes subjetivaciones. Con lo cual se hará un repaso por algunas concepciones de felicidad a lo largo de los siglos para ilustrar el cambio de objetos de felicidad.
La felicidad ha sido pensada en diferentes objetos, a veces opuestos entre sí, de manera que se puede preguntar ¿cuál es la historia de su construcción so cial? La intención de este texto es mostrar momentos históricos que han definido felicidad según distintas convenciones sociales, es decir, cómo ha sido pensada
en diferentes contextos históricos. Esto servirá para teorizar qué se significa hoy
como felicidad. El objetivo no es medir la felicidad con algún índice, tampoco establecer variables, la prioridad aquí es contar una historia, trazar un recorrido
de inicios, cambios y tensiones en las formas de ver a la felicidad. Esto es un trabajo teórico que no tiene la intención de buscar las causas últimas que tienen como efecto la felicidad, sino pararse ante la felicidad en distintos momentos de la historia, ante distintos personajes, en distintos medios. Se trata de contar cómo se estableció la felicidad en tanto propósito de la existencia, contestar cómo la hemos definido, a qué la hemos asociado y a quiénes hemos excluido de su búsqueda.
Entonces, para decirlo de una vez y concretamente: la felicidad depende de las prácticas sociales que la han extendido. Sin embargo, quedarse con esa proposición es bastante superficial, es decir, la felicidad es una construcción social, es algo hecho colectivamente. Tenerlo claro puede ser alentador para la discusión, pero tampoco sería decir mucho sobre el tema. Una vez que se acepta
que la felicidad no tiene una esencia inalterable, es necesario comenzar a perseguir los caminos que esa afirmación conlleva. La manera más simple: contrastar las formas de felicidad, para lo cual hay que ir hacia su historia (algo que tampoco es novedoso, pero que encuentra su valor al ver las diferentes significaciones). No se hará una revisión exhaustiva de toda la historia de la felicidad, simplemente se hará una reflexión a partir de puntos relevantes para la
concepción contemporánea de la felicidad en Occidente.
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La felicidad…
La felicidad en siglo V a.C.
Como hizo Darrin Mc.Mahon (2005) en Happiness:AHistory(Una Historia de la felicidad), esto es sólo un relato de la felicidad, hay muchos y no pueden ser agotados por una sola perspectiva. Así que hay que regresar al siglo V a.C. en los tiempos de la filosofía griega. Donde, en más de una ocasión, se pensó la felicidad como el fin de la existencia (es decir, un telos, un objetivo). Según la filosofía clásica todo tiene un telos, tiene un propósito, algo para justificar su existencia. El telospuede ser racionalmente conocido y, en el caso del ser humano, su telos es la felicidad. Pero, ojo, la felicidad que se pensaba tendría que ser la de la virtuosidad, no necesariamente relacionada con los placeres momentáneos. De
hecho, la felicidad era un fin, casi de manera literal, pues como Aristóteles lo veía, uno sólo podría ser feliz con los Dioses al morir.
Disfrutar de los excesos de la comida, del sexo y los bienes materiales no estaba necesariamente relacionado con la felicidad. En realidad, ser prudente, ser capaz de no rendirse y no dejarse resbalar por la pendiente de los placeres era una forma más digna, más elevada de vida. La discreción era una especie de anticipo de la felicidad verdadera. La felicidad no se conseguía con la satisfacción de deseos o bienes, en aquel entonces el bien más preciado era sobrevivir (pues no era extraño que un niño muriera antes de su quinto año), ser próspero, tener armonía en la familia y la estimación pública. Por esta razón, la felicidad, o su
simulacro que vivimos en la tierra, es algo que pasa por casualidad, por fortuna,
a esto le llamaron Eudaimonia. En inglés, la palabra happinesstiene su raíz nórdica en la palabra happ, lo que se refiere a la fortuna, a las cosas que pasan
sin aviso. Esto puede dar un indicio del origen de la felicidad como algo aleatorio, fortuito.
La felicidad para los griegos ni siquiera era pensada como un estado subjetivo de la mente, un sentimiento, la felicidad era el modo de una vida. Una vida que no conocemos sino hasta que morimos. Cualquier cosa que se pensara como felicidad en esta existencia probablemente es una ilusión, una ficción que es consecuencia de falsos satisfactores. Para Solón, la felicidad llega cuando la vida se va. Llega sólo en las muertes satisfactorias, que consiguen el favor de los Dioses.
La felicidad siguió siendo pensada, discutida y alterada. Paulatinamente dejó de ser una forma de vida fuera de la vida que conocemos. La Atenas de Pericles y el nacimiento de la democracia representó un cambio para la concepción de la
felicidad. Ahora no era necesario morir para llegar a ella, la democracia permitía disfrutar la vida. Sócrates estratifica la felicidad: la mejor felicidad no es una vida con las más llanas satisfacciones, no consiste en el disfrute de un hermoso cuerpo, tampoco comer los mejores platillos, feliz es aquel que piensa profundo (McMahon, 2005, p. 38). Sócrates y también Platón lo dicen con fuerza: no hay que sucumbir ante Eros.
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No es que no se valoraran los placeres de la vida en absoluto. Tener un buen
nacimiento, una apariencia agradable, tener amigos, dinero, hijos, todo eso eran componentes necesarios para una buena vida, pero al final, los moderados, los del justo medio, los virtuosos, son los que felizmente reinarán. Por eso se exaltaba a Hércules y su virtuosismo.
Aunque la mesura del justo medio era lo que guiaba a la correcta ejecución del propósito de la vida, la felicidad como arena en los puños se escapó entre los dedos. Poco a poco la felicidad se acercaba más a lo cotidiano, al alcance de los deseos. Epicuro pensaba que los placeres son la entrada a la felicidad. Hay que aceptarlos, no darles resistencia. El placer es un indicador ineludible, irrefutable de lo que es bueno. Si hace placer, hace sentido. Cualquier cosa que estimulara
el goce de la existencia es el llamado de nuestra esencia. No debemos oponernos a aquello que justifica nuestra estancia en la vida. De este razonamiento surgió
toda una filosofía hedonista para establecer lo bueno y lo malo. Lo bueno seguiría el orden predeterminado de las cosas, su telosnatural. Razonar de esta manera daba virtuosismo y por lo tanto felicidad.
Desde la mitad del siglo V a.C., los griegos elevaron la felicidad en la jerarquía de los propósitos. La felicidad se mesuraba en vidas enteras, no en momentos. Tendría que llegar el siglo XVIII para que se extendiese la noción de que los humanos somos responsables de nuestra felicidad, más allá de los Dioses y la fortuna. Es decir, hasta ahora, la felicidad se escapa del presente, se encuentra
siempre en el futuro, al que nunca se alcanza porque cuando se hace ya es el pasado, algo dado al que no podemos volver, sólo decir lo que ha sido.
La felicidad en el siglo III
La felicidad tuvo pocos cambios en los primeros siglos después de Cristo con respecto a las ideas clásicas de felicidad en Grecia. Hacia el siglo III se convirtió en algo tan mítico que en Roma fue una Diosa. Felicitas. Una Diosa que se hacía presente en la fertilidad, en las monedas, en los templos cercanos a la política y en sacrificios. La felicidad fue también la motivación que impulsó al imperio romano cerca del siglo IV, pero, paralelamente, también a sus sometidos, en especial a los cristianos, quienes debían encontrar un motivo para seguir y combatir o ser la botana de alguien todavía más hambriento que ellos: los leones en el circo.
La religión católica que es descrita a veces como la adoración de la desgracia,
cuyo símbolo principal es un objeto de tortura, fue clave para una nueva promesa de felicidad. Sus fieles siendo perseguidos, golpeados y asesinados se regocijaban también por estar con Dios. El cristianismo les dio una promesa de redención, casi purificación a través del dolor. La forma más efectiva de sentirse cerca del señor era sufrir su pasión, cargar con su propia cruz. En Mateo 5:3- 11, se dice que “felices/ bendecidos son aquellos que sufren pues serán
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La felicidad…
reconfortados, felices son los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos, felices son los misericordiosos porque recibirán misericordia”.
Ganarse el cielo es sufrir para llegar a él. En el libro de Lucas (6:20-23) dice: “feliz eres tú pobre, porque tuyo es el reino de Dios. Feliz eres tú hambriento ahora, porque serás satisfecho. Feliz eres tú que lloras ahora, porque reirás”. La promesa de la felicidad se reflejó en los relatos milenaristas. Promesas apocalípticas que hablaban de finales catastróficos, del fin de la historia misma, de una batalla que libraría a los elegidos del sufrimiento para reinar con Dios durante mil años (McMahon, 2005, p. 87). Esa promesa era quizá la última frontera para los que veían frente a sí la fragilidad de su existencia. Saberse tan desechable motiva a encontrarle una razón a ese estado, algo a qué aferrarse para seguir,
sentir algo seguro más allá del dolor y la muerte. El sufrimiento necesita un sentido para poder padecerlo con esperanza.
Mientras los Estoicos consideraban la posibilidad de ser felices a pesar de la pena y el dolor, los cristianos lo llevaron más lejos, el dolor es la vía directa a la felicidad. Es necesario sonreírle a la tortura. No porque la felicidad esté en los dientes y garras del león devorando cristianos, sino porque la consecuencia del dolor sería la felicidad indefinida mientras ven la pena insuperable de los condenados. Se trataba de una felicidad nostálgica o esperanzadora, pero nunca en el presente.
Es así que la pena se convirtió en la condición natural del ser humano. La vida es un dolor, pero un dolor que limpia nuestra existencia. Porque según se creía, desde el siglo III aproximadamente hasta cerca del siglo XV, todos tendemos a
acercarnos a Dios, depende de nuestra libertad bien usada el que nos
encontremos con él, es decir, la felicidad verdadera. Siempre que las creaciones se acerquen a su naturaleza tenderán a la felicidad. La idea de felicidad tuvo pocas alteraciones durante los siglos posteriores al III, se seguía pensando que la felicidad está fuera de esta existencia y que el virtuosismo es una forma de encontrarse con algo parecido a la felicidad verdadera.
En los siglos XV y XVI (el Renacimiento) las concepciones de la felicidad hicieron énfasis ideas clásicas. Seguían trayendo el sello de la existencia virtuosa de los griegos, pues la felicidad sólo se da en el más allá para los elegidos (Lovink, 2019, p.30). Lo que sí pasó fue un pequeño guiño a la secularización de la felicidad. Antes, las sonrisas estaban reservadas para pocas piezas de arte, sólo religiosas, no era común ver una pintura secular de alguien sonriendo y, al mismo tiempo, sacar a relucir las caras coléricas y de enfado era algo que se evitaba en
hasta antes del siglo XVII (McMahon, 2005, p.160). Poco a poco la felicidad se acercaba al presente.
Durante el Renacimiento la razón y el intelecto fueron la base para disfrutar la vida. Aunque todavía pensaban que a Dios le debían la existencia, el disfrute de la vida era el fin de cualquier actividad humana, la que sólo podría llevarse a cabo con el ejercicio de la razón. Martín Lutero pregonó por una vida que
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disfrutara de los bienes que Dios ha proveído. No es necesario morir para ser feliz.
Tampoco al ser hombre de Dios hay que abstenerse radicalmente de los placeres. Los cambios en la forma de pensar la felicidad muestran que su ser está en las relaciones de las personas. No es un producto de la experiencia individual porque nadie puede denominar qué sí y qué no es felicidad sin recurrir a formas consensuales de hacerlo. Los consensos siempre son exteriores porque surgen de al menos una relación entre individuos para definir un significado común. Esa relación permite saber qué evoca la felicidad. Desde el siglo III la felicidad pasaba de ser una forma de virtuosismo fuera de la vida, a ser consecuencia del dolor y, para principios del siglo XVII, ser un placer. Sus cambios se ubican en las relaciones que han establecido históricamente qué debe ser la felicidad. Algunas
ideas clásicas se mantenían, por ejemplo, la promesa de una vida después de la muerte, y otras perecían, como el sufrimiento en tanto camino directo a la
felicidad. Algo que seguiría en el periodo de la Ilustración (siglos XVII y XVIII). La felicidad en los siglos XVII y XVIII
Se podría afirmar que el siglo XVII supuso bajar el cielo a la tierra. Adelantar como nunca el disfrute de la existencia y justificarlo con la razón. Lento pero seguro, el poder de Dios menguó un poco. La felicidad fue expropiada del paraíso y entregada a la gente como una promesa que se cumple en tiempo real, sin culpas
ni castigos. Locke afirmaba que los caminos a la verdadera felicidad dependen de
lo que las personas sientan como objetos felices. Es decir, no todos se sienten felices con las mismas cosas, sin embargo, ninguna puede declararse como el
camino correcto para la felicidad que hay en el paraíso, con lo cual celebra la diversidad de felicidad. Esto es algo que se extiende hasta nuestros días, la felicidad se piensa individualizada.
En este mismo siglo los jardines enormes y bellos se popularizaron. La idea de tener el Edén en la tierra fue la norma para los más privilegiados. El cielo lo hace uno aquí y desde entonces parece complicado volver a pensar en el sufrimiento como la condición natural razonable. En el siglo XVII y XVIII el cielo y la tierra se emparejaron (Bruckner, 2000, p.32).
Hacia el siglo XVIII la felicidad comienza a asociarse con el hecho de poseer objetos, lujos y disfrutar de la vida con el mercado. Se acabó el valle de lágrima s, hay que disfrutar esta vida antes de llegar al otro mundo. El decimonónico es el momento de la historia donde se encuentran muchos de los ideales que hasta
hoy se mantienen. El utilitarismo engloba la intención del siglo XVIII en la frase “la mayor felicidad para el mayor número” análogo a “el mayor bien para el mayor número de personas” sin nada fortuito como con los griegos y sin dolor como con los cristianos.
El paso lógico luego de secularizar la felicidad era negar a Dios en su totalidad. Como el médico y filósofo La Mattrie quien decía que no hay alma, no
hay Dios, el camino a la felicidad es el ateísmo. El placer es algo que hay que Revista SOMEPSO Vol.6, núm.2, julio-diciembre (2021 )
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buscar siempre, no importan las limitantes religiosas absurdas. La felicidad se
consigue estimulando los placeres de la vida que pueden ser tan numerosos como hombres en el mundo. Es decir, la infelicidad de otras personas puede causarnos felicidad, luego entonces no hay felicidad que reúna a todos.
La vida, sin embargo, no fue totalmente hedonista como con La Mattrie, para Kant al final del siglo XVIII la felicidad podría ser incompatible con la razón. El ejercicio de la razón no conduce a la felicidad. Hacer el bien (ser virtuoso) no implica necesariamente la felicidad, así como ser feliz no significa hacer el bien (Ahmed, 2019, p.180). O como decía Lequino, quien promulgaba una felicidad que reuniese un poco más a los hombres: la felicidad yace en el esfuerzo conjunto, en declarar que cualquier imprevisto que se presente no tiene
oportunidad de detenernos. Es posible trascender todas las aflicciones si declaramos no ser afectados por ellas. Además, la felicidad está también en el
patriota, en el que acude a defender a su nación. Las Revoluciones a finales del siglo XVIII toman mucho de este pensamiento de nación, en Francia y su Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789) se lee que lo que se busca es la felicidad de todos. En la Constitución de junio 24, 1793 la meta de la sociedad es la felicidad común, dice su primer artículo. La felicidad en este punto ha sido arrebatada de la religión. Lo que se apreciaba incluso en las ciudades, como en París donde un arquitecto diseñó una avenida que comenzaba desde la plaza de la Revolución y terminaba en la plaza de la felicidad.
Aun con todos estos cambios que proclamaban el uso de la razón como la
fuente principal de felicidad y no a Dios, las promesas sonaban familiares. Si bien Lequinio no creía en el paraíso de la felicidad eterna, irónicamente prometía algo
parecido. Pues tal como los libros de San Juan de Patmos (el Apocalipsis), Daniel y Enoc, Lequino hablaba de un tiempo donde las tiranías caerían, la hipocresía terminaría, los tronos se desmoronarían y la humanidad se uniría como una gran familia. La misma historia, pero secularizada. La intención de avanzar hacia un momento donde todos sean felices mantenía la promesa religiosa de la antigüedad.
Esta nueva promesa de felicidad trajo la tristeza de los románticos cuando fracasaban en su búsqueda durante el siglo XVIII. El dolor era central para el romanticismo. El sueño del cielo que nunca llega a la tierra. Es entonces cuando se ven más lamentos hacia el mundo como fuente de penas. La felicidad es restringida a unos cuantos. En América, la felicidad no era para los negros, Thomas Jefferson jamás les concedió el derecho de buscar la felicidad. Inclusive,
cuando la felicidad se desplazó a la adquisición de bienes y a la siguiente religión: la economía, seguía estando en posesión de los pocos elegidos.
En estos ejemplos se ve que, aun cuando se habían hecho muchos esfuerzos por excluir a la religión, su promesa de felicidad seguía en el fondo de los proyectos. Incluso cuando llegó el socialismo, pues pretendía sustituir al cristianismo prometiendo su propio paraíso en la tierra (McMahon, 2005, pp.385 -
386). Marx también tenía su propia versión apocalíptica del mundo, la cual no
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tenía jinetes ni trompetas en los cielos, pero sí la abolición de la propiedad
privada. Tampoco tenía los mil años de paz, pero sí la institución eventual del comunismo. Jesús ya no era el camino a la felicidad, ahora lo era la política, que traería la emancipación del hombre y con ello su verdadera forma de ser. Aquí ya se advierte una especie de propósito secular para la existencia. La convicción de que la existencia humana tiende por naturaleza hacia un fin.
Adam Smith, por su parte, decía que el capitalismo lleva de una igualdad miserable a una feliz desigualdad. Su intención: defender el imperio británico. Como James Mills, quien justificaba al imperio diciendo que los colonizados tendrían más beneficios, sosteniendo “que el imperio satisface el principio de la mayor felicidad posible” (Ahmed, 2019, p.259). La felicidad debe ser para la
mayoría incluso si esta implica la colonización.
Ese fue el espíritu utilitarista en Occidente: la meta debe ser el máximo
beneficio (o utilidad). La felicidad era su objeto principal, cualquier acción que apuntase a la civilización debería contemplar la felicidad como el punto de llegada. Incluso la educación debe girar hacia la felicidad. Los ideales desde el siglo XVIII persiguen lo mismo: ser libre y feliz (Lipovetsky, 2007, p.319). El pecado original ya no es decisivo, la felicidad no es una casualidad sino una disposición, porque lo más razonable es la convicción de ser feliz. Estados Unidos ya contempla la felicidad como un Derecho Inalienable en la Declaración de Independencia. Desde este periodo la felicidad ya es la Ley Natural para el ser
humano. Los gobiernos deben velar por la felicidad premiando con el libre mercado.
Antes había un sentimiento compartido en el pecado original, en la idea de
que todos venían al mundo a padecer el mismo castigo, esto terminó cuando la Ilustración le entregó la responsabilidad de su bienestar a las personas. No había pecado expiatorio que excusara a la gente de su desdicha, son amos de su felicidad o tristeza (Bruckner, 2000, p.45). El dolor se volvió inútil, algo que minimizar a toda costa por su carácter absurdo y contrario a la esencia racional humana. La angustia del dolor fue creciendo y junto con ella el miedo a la muerte, enfermedades y envejecimiento.
El utilitarismo de Bentham abrió las puertas de par en par clamando haber encontrado los síntomas observables de la felicidad, a partir de entonces se cree que la frecuencia cardiaca y la cantidad de dinero que se gasta mide la felicidad. El dinero especialmente se levantó como el mayor indicador. Lo que hizo pensar a los economistas que el cerebro funciona según los principios de economía,
garantizando la moral de la disciplina (Davies, 2016, p.29). Como se ve, lejos está la idea de que la felicidad es un regalo divino, ahora es un proceso del cuerpo humano, medible en las frecuencias cardíacas y la tensión sanguínea. Un fenómeno que sigue las reglas de la economía. Los modos para identificar la felicidad están ahora en otras prácticas, en otras relaciones, con contextos localizables.
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La felicidad en los siglos XIX y XX
Se contempla ahora el siglo XIX, la primera fase del consumo de masas como la llama Lipovetsky (2007, pp.22-24). En este momento comienza una lógica diferente de consumo: se fabrica mucho y se vende barato, nace la publicidad y los almacenes ganan terreno. La felicidad y las compras se funden en uno, ahora los bajos costos de fabricación vuelven la promesa de felicidad accesible en productos. La culpa por comprar se desvanece y el consumidor adquiere productos con identidad. Las mercancías dejan de estar en embotellados y cajas sin nombre, ahora las marcas se roban la atención. De ahí el aumento en los gastos publicitarios. Y, además, los almacenes se extienden desde finales del siglo
XIX. Lugares donde el deseo está a la vista de todos, donde el consumir se vuelve una experiencia placentera, decorada, perfumada y deslumbrante. Mirar los
productos en el almacén ahora es una forma de pasar el tiempo. Una lógica de consumo que se extendió hasta la Segunda Guerra Mundial.
La segunda fase del consumo de masas (desde 1950 hasta la caída del muro de Berlín) extiende todavía más el acceso a los productos. Es una etapa hedonista, de auge publicitario, de deseo por poseer. De instauración de un modo de vida individualista donde lo que importa es la distinción a través del consumo. No se compra precisamente para darle uso a las cosas sino para afirmarse como alguien que tiene acceso a ellas. El derroche es el sello distintivo, no escatimar en
satisfactores. La felicidad de esta época recuerda un poco a la felicidad de E picuro,
al disfrute de la existencia y al placer como el principal indicador del virtuosismo. Las transiciones de la felicidad siguen evidenciando que ésta no ha sido definida
de antemano por el mundo. El mundo no ofrece categorías, las personas interactúan entre sí y crean realidades de significado, los significados no yacen en las cosas para ser descubiertos por una conciencia ingenua. El mundo y lo que conocemos de él es inseparable, lo cual no implica que el conocimiento cause cosas en el mundo a voluntad. La relación del conocimiento con el mundo es semántica no causal (Ibáñez, 2005, p.77). Por eso puede verse que el concepto de felicidad ha sido cambiante, ha sido depositado en diferentes objetos, porque su ser está en las circunstancias, la felicidad está en sus momentos históricos que la han pensado en relación con diferentes objetos, está entre las personas. En este periodo, la felicidad se ha pensado junto con el consumo y como un placer individualista, algo que aumentaría hacia el siglo XXI.
La felicidad en el siglo XXI
Este siglo se distingue por el carácter imperativo de la felicidad. La economía se ha extendido a casi todos los rincones de la vida. Es un momento de imposición tecnocientífica; donde se reiteran los principios utilitaristas; abunda la competencia laboral, la mercantilización de las dimensiones simbólicas e
inmateriales; y donde la realización personal tiene que pasar por la salud mental
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(Cabanas y Illouz, 2019, pp.61-62). No sólo se quiere ser feliz, se condena a los
que se niegan a adoptar ese fin. Es decir, si antes la felicidad no se llevó tan bien con la moral el día de hoy es inseparable. “Lo inmoral es no ser feliz” (Bruckner, 2000, p.57). La felicidad, con el sabor laico heredado de la Ilustración, ignora los ideales supremos de la religión: no vamos a ser felices en el más allá, no es necesario un Dios que nos quiere felices, pero sí estamos destinados a serlo por la naturaleza de nuestra biología, por una tendencia natural que la ciencia ha descubierto.
Al hacer esto, se han condenado al tiradero otras formas de sentir. Levanta sospecha no rebosar de alegría. El discurso dominante de la felicidad ha removido, a punta de estudios científicos, cultura popular y otras variantes de
ejercicio de poder, el papel del enojo, de la tristeza, del aburrimiento, de la desesperación, la frustración y el rencor. Todas estas maneras de ser, de hablar,
de sentir, han sido condenadas. Hoy en día sólo vale la felicidad, y lo que no vaya con ella es un lastre. La felicidad es una obligación que se consigue con el puro deseo de tenerla. Declararla es una forma de darle sensación de control a las personas, de decirles que no es necesario alterar tormentas políticas y económicas que los rebasan, basta con mirar hacia sí mismo y afirmar un estado de felicidad indiferente a lo que pase fuera. Es una lógica que localiza la felicidad en el individuo y no en el exterior. Paradójicamente esa es una noción externa a las personas, heredada de una tradición idiosincrática de relaciones que han
establecido al individuo como agente principal de su felicidad.
El hecho de que la felicidad sea una obligación de atender los deseos individuales la ha vuelto todavía más dispersa e imprecisa. Hoy la felicidad se
busca en tantas cosas como hay de personas. La felicidad no es algo a lo que se aspira conseguir en conjunto, es un mérito individual, afinado con la ideología individualista. La felicidad se consigue por la correcta gestión de habilidades, emociones y deseos. En ese sentido, se cree que las personas tienen lo que merecen (Haidt, 2006, pp.145-146). Nadie ha tenido que ver en el éxito personal salvo uno mismo. Lo cual es un cambio radical de ideología. La disposición individual es la nueva religión, es la nueva promesa de felicidad. En este siglo la felicidad ha sido depositada en la voluntad de las personas. Desde Fechner y su psicofísica, ya se trataba de indagar más en los sentimientos de los sujetos y no la circunstancia que los propiciaron. La herencia de la doctrina que trata de cambiar la forma en que se experimentan las cosas y no las situaciones se mantiene en el mindfulness, terapias cognitivo-conductuales, la resiliencia, y otras
técnicas de este tipo (Davies, 2016, p.17).
Las prácticas de felicidad actuales pretenden hacer expresar ante los demás el verdadero yo, exhibir la personalidad. Ser uno mismo es lo más sano según la psicología positiva. ¿Cómo se es uno mismo?: Consumiendo, siendo un asiduo consumidor de las cosas que nos identifican. Esta época demanda exhibir el interior que se cree tener. Si algo te gusta, entonces lo compras porque es lo que
mejor va y define quién eres realmente. El mercado y la psicología positiva Revista SOMEPSO Vol.6, núm.2, julio-diciembre (2021 )
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La felicidad…
coinciden al definir la autenticidad personal como algo necesario, pues la
autenticidad, para la psicología positiva es el impulso natural que motiva a escoger/hacer una cosa en demérito de otra. Sin embargo, no suele considerarse el hecho de que encontrar la felicidad en la autenticidad ha sido también un consenso colectivo. Es decir, establecer la autenticidad personal como el ideal no brota en las subjetividades individuales sino en las prácticas comunes que promueven la distinción entre personas como algo positivo.
Hoy es el momento de ser auténticamente uno mismo, de llevar a cabo una especie de destino, de obedecer la naturaleza que les exige a las personas ser de una forma. Con el protestantismo se le llamó vocación y sin religión se le llamó realización personal (Cabanas y Illouz, 2019, p.109). En la segunda fase del
consumo de masas el objeto de la felicidad no estaba en la expresión de nuestras particularidades, había que unirse a los estándares de la clase dominante. Esto ha
cambiado, ahora no se busca consumir lo más caro (aunque sigue pasando) sino lo que más exprese quiénes somos. Con lo cual la relación de la felicidad cambió del consumo más caro al consumo particularizado.
La tercera fase no requiere parecer el más adinerado de la habitación, pero sí el más original. Esta fase consiste en conjuntos de individuos que quieren sentirse diferentes entre sí, paradójicamente logrando un espíritu bastante semejante entre ellos. Todos se parecen porque quieren ser únicos y, además, lo quieren hacer con las mismas cosas. Mayoritariamente se aspira a sentirse independiente,
ser joven, tener salud y, en general, tener una existencia personalizada, hecha a
la carta. La mercadotecnia de hoy se enfoca en individualizar las experiencias de uso, no trata de expresar los usos de los productos sino las sensibilidades que
serán excitadas al consumirlo, haciendo particular a su comprador. Así, se apunta a expresar los valores individuales a través de los productos. Si las personas quieren mostrar su ética hacia los animales, hay productos etiquetados para ello; si quieren productos con perspectiva de género, hay embotellados y leyendas que entusiasman la lucha, con todo y lenguaje inclusivo; si quieren ayudar al medio ambiente, pueden comprar los nuevos Iphone sin cargador, y así sucesivamente. Es difícil pensar en otra libertad que no sea la de comprar (Berardi, 2003, p.32).
En esta fase el consumidor les exige a las marcas representar sus convicciones (o sea, hacerlo un producto único). Antes las marcas vendían la apariencia, la ostentación, ahora lo individualizado, lo espontáneo, lo casual. Llevar una playera con la marca de una refresquera parecía asunto de pobres, ahora se encuentran
en Zara para expresar gusto por lo vintage y ser cool. No es que ya no estén los elitistas y sus gustos caros, sólo que ya no entonan tan bien con el neoindividualismo (Lipovetsky, 2007, p.42) .
Ser feliz en esta fase se trata del consumidor racional, informado, consciente de lo que compra. A veces sabe más del producto que está por comprar que la persona que lo atiende en los almacenes. Demanda a las empresas discursos de
consciencia social, que fomenten el consumo responsable, una agradable imagen
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de empresa. No sólo se está comprando, se está ayudando a los animales, al
medio ambiente, trabajadores de diversas etnias, diferentes orientaciones sexuales, discapacitados, ¡cualquiera! Lo que sea necesario para desculpabilizar el consumo ¿cuál culpa? si se puede arreglar el mundo gastando. Esta época no se trata de prohibición, se trata de hacer las cosas que uno quiera, se alienta al consumo de lo que a uno le plazca, no hay condenados por desear lo que desea, la sociedad de hoy sólo pide el máximo rendimiento (Han, 2012, pp.25-26). No más restricciones, justdoit, como dice Nike.
La fase III fase exige aumentar la felicidad sin descanso; reducir el aburrimiento; ser saludable sin tregua. A continuación, se discuten estos tres aspectos de la felicidad en el siglo XXI.
Aumentar la felicidad
La política de hoy trata de conmensurar el bienestar de los pueblos con índices de felicidad. Les toman el pulso a las sociedades con la felicidad y Producto Interno Bruto. En este momento pensar el desarrollo sin la felicidad es un absurdo y por eso hay que medirla. Las ciencias dedicadas al estudio de la felicidad dicen que no hay nada mejor que robustecer la felicidad que tenemos, siempre podemos mover más el índice. La felicidad es como un músculo y más vale ejercitarlo. Para eso la sociedad se ha hecho con un montón de técnicas. Las
actividades de consumo se han profesionalizado. Sin embargo, es ingenuo pensar
que el desarrollo de las tecnologías para aumentar la felicidad no está hecho a discreción de intereses políticos y económicos (Davies, 2016, p.6).
En esta etapa del consumo de masas se tienen más actividades que nunca para aumentar la felicidad: terapias, líneas telefónicas, programas televisivos, podcast, videojuegos, libros, botanas, juguetes, congresos en Universidades, futbol, documentales, series, deportes, jamás se ha tenido tanto que procure la felicidad y, curiosamente, quizá jamás se había estado más preocupado por ser feliz. A saber: podría decirse que en la era donde los bienes para la felicidad se han expandido tanto y son más personalizados, debería ser más plena, pero no. Durkheim ya había puesto esta pregunta en la mesa: “¿es verdad que la felicidad del individuo aumenta a medida que el hombre progresa? Nada tan dudoso" (citado en Ahmed, 2019, p.26). El aparente repertorio de objetos de felicidad contemporáneo da la sensación de poder escoger, podemos elegir esto, aquello, pero lo que venden son espejos, espejos de libertad.
Esta es la época donde ni bien se consiguen los objetos que traen felicidad, la insatisfacción llega de polizón. Un invitado indeseable que amenaza con quedarse hasta la siguiente adquisición. Para estar rodeados de tantos satisfactores, sigue abundando la depresión, la tristeza y la desdicha. A esto se refiere Lipovetsky (2007) con la paradoja de la felicidad:
He aquí la paradoja mayor: las satisfacciones que se viven son más numerosas que nunca, la alegría de vivir no avanza, léase retrocede; la felicidad parece
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siempre inaccesible, aunque, al menos en apariencia, disponemos de más
ocasiones para recoger sus frutos. Este estado no nos acerca ni al infierno ni al cielo: define simplemente el momento de la felicidad paradójica […]. (p.148)
La decepción se ve en prácticas como el zapeo, es decir, tomar el control de la televisión y pasar de canal en canal, escurriéndose las imágenes, las voces, las canciones de siempre. Comparte ahora el lugar con el scrollingen Facebook, en Twitter. El multitaskingexige la atención dispersa. Hay tanto que atender que no se atiende nada (Berardi, 2003, p.24). En lo que carga Facebook, se puede ir a ver fotos a medias en Instagram, ver un video en YouTube que carga en pantalla dividida, y que el usuario quita en los primeros segundos porque escuchó una referencia que le gustaría ver en el navegador, pero mientras la busca pone una
canción que ambiente el rastreo, al tiempo que esquiva la publicidad que aparece antes que los resultados de su búsqueda, encuentra un encabezado llamativo que
comienza a leer pero le da pereza terminar en ese momento, así que deja abierta la pestaña de su búsqueda para terminarla cuando mejor le venga en gana, entonces, resuelve volver al video que dejó pendiente, pero antes, le da una checada a las tendencias en Twitter y revisa la burbuja de chat que ha aparecido. Esto es el hastío contemporáneo, es la decepción que producen las facilidades, “ahora, cuanto más se multiplican las satisfacciones materiales, más aumentan las decepciones culturales” (Lipovetsky, 2007, p.160).
La felicidad huye tan rápido como se consigue lo que se supone debería calmarla. La felicidad promete estar en los escaparates, en Amazon, en servicios de streaming, pero una vez que se consiguen, la felicidad vuelve huir al próximo
objeto brillante. Como Sísifo, el castigo parece no tener fin, el consumo no
pretende detener nada, sólo generar más consumo. El consumidor de la fase III, a diferencia de las anteriores fases, cambia de actividad como cambia de aplicación en su teléfono, a veces se interesa por una cosa y luego se distrae con otra. La felicidad contemporánea está en la atención segmentada. Ahora la oferta es tan amplia que el consumidor tiene a su merced infinidad de artículos con prestaciones que enfatizan una u otra característica. El consumidor ha sido educado, ya no necesita ver qué hace el producto sino conmoverse con él, saber qué experiencia le provee su consumo y afirmarse con la identidad de la marca. Es una imprecisión, en este sentido, decir que el llamado sufrimiento mental, como la depresión, ansiedad, estrés, sean sólo asunto de químicos en el cerebro. Por eso atender el problema de individuo en individuo no ha funcionado, porque jamás estuvo en ellos, estuvo entre ellos. En las relaciones que son determinadas
por el espíritu de la fase III. Explicar la sociedad sólo con la psicología es “una invitación al narcisismo” (Davies, 2016, p.76). No debe pensarse que estos análisis son inocentes: no es poca cosa decir que uno es el mayor responsable de su felicidad. Ahora se buscan indicios de depresión hasta en análisis de sangre. Negar el origen externo del sufrimiento le ha dado aliento al discurso dominante de la felicidad, porque son soluciones que hacen que las personas busquen
encerrarse en sí mismas, buscar dentro de sí el problema, en lugar de reunirse
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con otros para dar con nuevas relaciones, nuevas significaciones de felicidad. ¿Qué tal si las técnicas para ser feliz en realidad son parte del problema?
El aburrimiento
La felicidad es veneno y antídoto. Produce su propio aburrimiento al que, en los días que corren, es algo a lo que hay que tenerle miedo. Incluso después de conseguir éxito, las personas buscan algo que las mantenga interesadas (Russell, 2003, p.34). No hay días de descanso. El ocio que recupera las energías, el que no exige estar activo en algo en particular ahora es aburrido. Estar aburrido es estar desesperado porque pase algo, lo que pasa es que nada pasa. No escapar del
aburrimiento es contradecir el destino que se ha venido a cumplir. Hoy la vida tiene menos resistencia al aburrimiento. Se cree que no es natural estar aburrido.
La monotonía ya no tiene mérito, hacer algo con pocos cambios no provoca mucha emoción. El aburrimiento es una sempiterna espera de lo mismo. La calca de lo que pasó y lo que viene en camino mientras pasa lo mismo de siempre. Eso es el consumo de hoy, una fábrica de su propia infelicidad (Berardi, 2003, p.29). El aburrimiento se combate con la diversión de la fase III, normalmente no se
encara al miedo del aburrimiento, no se le hacen preguntas sólo se usan distractores. La extraña fascinación de pensar en lo que da miedo, no permite que se piense qué sostiene ese miedo (Russell, 2003, p.50). Las razones del miedo no
van a juicio. El aburrimiento hace pensar que lo que sucede es tan poco que ya
ha sido demasiado. No se considera que el aburrimiento pueda ser útil para actividades que necesitan ser monótonas para ser creativas.
Ahora bien, es claro que estas aspiraciones y decepciones son para una parte privilegiada de la población. Los deseos también encuentran el techo de lo que se puede aspirar realmente. No todos pueden renovar el teléfono a los tres meses que se presenta uno nuevo, no se pueden consumir todos los paliativos del aburrimiento. Esta fase III del consumo no quita que esté reservada a unas cuantas personas, pues los más precarizados, las poblaciones más empobrecidas y olvidadas no padecen las mismas frustraciones de la sociedad de consumo. Aburrirse también llega a ser un privilegio. El consumo se les impone también a los pobres, pero con otros resultados. Es común que los jóvenes de los barrios sin recursos formen parte del juego consumo-realización personal, que abandonen la escuela, participen en actividades delincuenciales, demeriten la propia clase obrera en lugar de reivindicar la necesidad de repartición de recursos, etc. Al
mismo tiempo que se les impone una necesidad palpable de conseguir los recursos y oportunidades básicas para un modo de vida digno, se les exige form ar parte del consumo de masas, por cualquier medio que sea, pues los verdaderamente parias indeseables, son los que no gastan. Los aburridos.
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Ser saludable
La profesionalización de la existencia empapa los hábitos de consumo. La felicidad se muestra hoy no con lo más caro sino lo mejor elegido. De lo que hoy se come, por ejemplo, se demanda sensibilidad (o al menos aparentarla) a los cuidados de la salud. Dionisio y sus excesos fueron exiliados, Epicuro y los placeres de la vida también. Comer ya no es un ritual de abundancia sino de bienestar y en ocasiones de entretenimiento.
Además, hoy se invierte más que nunca en el cuerpo, en la salud, para envejecer mejor, para rendirle culto a la juventud, paradójicamente en los países que más envejecen (Bruckner, 2000, p.57). La vigilancia médica es la norma. Se ha
extendido la cultura de la prevención y ya no es suficiente sentirse bien, hay que acudir al médico, aunque no haya ninguna molestia jamás se está lo
suficientemente sano. Es una orgía de cuidados, llena de aplicaciones en el teléfono, dietas, canales de ejercicios, páginas que motivan invertir en el cuerpo porque es el mayor bien de todos. Se desculpabiliza el consumo de productos saludables porque no existe el exceso de salud. Nunca se agotan los esfuerzos, la vida toma la forma de una competencia deportiva de alto rendimiento, si no puedes correr: camina, si no: arrástrate, pero no te detengas. Se adopta la mentalidad Blackmambade Kobe Bryant, el fallecido basquetbolista. No hay excusas, tienes que ser un asesino en la duela y fuera de ella, eres responsable de
cómo la gente te recuerde o no lo haga. La mejor versión de ti está esperando.
Esa clase de mentalidad produce tanto veneno de mamba que a veces la gente termina intoxicada en ella misma. El hambre insaciable de rendir más que
los demás, de ser el trabajador más arduo de la habitación, es una fuente de malestar. Como dice Byung-Chul Han (2012) “la sociedad de rendimiento […] produce depresivos y fracasados” (p.26). Conseguir la versión más saludable posible desemboca hoy en la frustración de jamás terminar. Lo paradójico es que las personas no lo notan porque están dominadas por su propio rendimiento y están contentas por ello. Es algo que gusta de sacar a relucir, a ver quién está más saturado de trabajo y de pendientes por entregar. No es suficiente ser el más productivo hay que dejarlo saber con orgullo. Esclavo y esclavista. Libertad de ser obediente. Esto es mucho más eficaz que estar sometido a la obediencia de una fuerza externa, porque ahora se siente libertad, aunque sólo sea por obligación. Como se ha visto, la infelicidad es bastante común en los tiempos de abundantes satisfactores. La infelicidad es también un producto del consumo de masas. A
continuación, se ilustra la infelicidad en el siglo XXI y su uso político en contra de la forma dominante de la felicidad.
Infelices
No todas las formas de vida son promovidas como felices. Hay vidas que son preferibles, que tienen más caché. Para decirlo en pocas palabras, la felicidad
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tiene caminos trazados por actividades particulares dominantes, o sea, por
realidades simbólicas preferidas. Por eso no todos pueden ser felices. La felicidad contemporánea deja muchos descontentos por el camino. No hay igualdad de condiciones. Los medios para ser felices no son de la gente sino de monopolios (Berardi, 2003, pp.13-15). Quienes no tienen igualdad de condiciones no siempre se comprometen con la felicidad como propósito fundamental de la vida. Por lo tanto, son los de mal gusto, los aguafiestas, los raros, los enfermos. Para los adeptos a la felicidad, el fracaso no es culpa de los ideales sino de los que no se adaptaron a ellos. Por eso en medio de las crisis las personas no hablan del fracaso de los ideales sino de cómo no han conseguido conquistarlos.
La experiencia es direccionada a objetos que dan felicidad. Se hace un juicio
antes de encontrarse con las cosas que generan felicidad, no se va descubriendo la felicidad en los objetos del mundo, ellos ya han sido tipificados como felices.
Es decir, la felicidad como concepto es heredado por una tradición de codificación y decodificación cultural. De ahí que parezca encontrarse la felicidad en donde se espera que esté, es decir, encontrar la felicidad en algo es buscar indicios que confirmen la búsqueda, como una profecía autocumplida. En ese sentido, la felicidad está restringida a un abanico de posibilidades con intereses ideológicos. Poco se puede negociar con las opciones que se dan cuando se introduce a la cultura. Por eso resistirse a las formas típicas de felicidad parece transgresor, porque atenta el consenso tácito. O como lo dice Joshua Foa
Dienstag: "en un mundo implacablemente optimista, basta con renunciar a la
promesa de la felicidad para ser considerado un pesimista" (citado en Ahmed, 2019, p.357).
Ir contra el consenso de la felicidad es atentar su mandato moral. Reconocer situaciones de infelicidad es tomado como un asalto a la positividad. Por esa razón las correcciones y castigos buscan que las personas experimenten el mundo como se debe, es decir, “aprender a que los objetos nos afecten de la manera correcta” (Ahmed, 2019, p.83). Para los partidarios de la felicidad atenerse a sus reglas del juego lo supone todo: genera la unidad de sentimiento. Las personas entonces evalúan las cosas según lo que debe generar felicidad y lo que no. Y siendo así, se empiezan a preferir unas prácticas y no otras; un tipo de familia; de amistades; de trabajos; de colores de piel; de acentos; de preferencias sexuales; de capacidades; de género; de clase y así sucesivamente.
Cuando las personas evalúan al unísono las cosas, se sienten relacionadas entre sí. El sentimiento compartido hacia las mismas cosas crea vínculos, crea
atmósferas. Al respecto de la atmósfera podría decirse que es la sensación de ser inducido a experimentar algo de una forma particular y compartida. Es como si estando en un sitio con una atmósfera hubiese una presión para participar en una manera de ser del mundo. Una exigencia de membresía. La experiencia emocional compartida genera lo social, algo sostenido en conjunto, entre las personas.
De aquella experiencia compartida se da orden, afecto y propósito a las cosas que las personas ven. Es decir, la experiencia social aventaja a la individual al decir
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cosas sobre el mundo. Por eso nunca anticipamos las cosas sin una afectividad,
porque ya hemos sido guiados para decir lo que sentimos del mundo, no hay encuentros ingenuos. No hay manera de llegar neutrales a las experiencias y dejar las afectividades fuera de lo que reportamos del mundo, porque esos encuentros son posibles precisamente por las afectividades. Las verdades son pr ejuicios culturales (Postman, 2001, p.27).
No sentir afecto por las mismas cosas es una forma de excluirse de la comunidad. Es no sentir que la realidad se impone con la misma fuerza y en los mismos términos. Significa no organizar la experiencia en torno a los mismos objetos que la mayoría. Es no reproducirse como un objeto feliz. A muchos ni siquiera se les concede la promesa de la felicidad. Aspirar a las cosas que se
supone hacen feliz está restringido. De antemano hay descalificados y desechados.
Ese estado de exclusión, de desperdicio humano, como lo llamaría Bauman (2005), provoca la vergüenza al reconocer la tristeza y la decepción, porque se supondría que la vida plena es la vida feliz, si no, es un despropósito que debe corregirse. Son auténticos infelices. Su estado hace que los demás se ahorren su simpatía y dejen de verlos. Como cuando las grandes ciudades esconden a los vagabundos durante un festejo. Igual que cerrar las puertas del closet para que deje de verse el tiradero. El consumo de masas de esta época crece con sus propios desperdicios, modos de vida que han sido condenados a perecer
(Bauman, 2005, p.17).
Una política de infelicidad
Los náufragos de la felicidad son la negación encarnada, condenados a ser en la forma de no ser, residuos del proyecto, aquello que está de más. Obstáculos de la meta que se expresan con su infelicidad. Una mancha en el parabrisas de la vida que a veces ensucia demasiado la vista con su presencia. Pero, en ocasiones, los olvidados se unen en su estado de exilio, reclaman soberanía en la vida que les han negado, usan su infelicidad como protesta, como grito de justicia.
El propósito político de la infelicidad no es oponerse por el simple hecho de oponerse a la felicidad, es decir, no sólo se trata de ser afirmados como una negación. Se trata de exponer la infelicidad que produce la promesa de la felicidad; cómo ésta ha sido dispuesta a unos cuántos y cuán arbitrario es establecer objetos de felicidad como algo bueno. La infelicidad ofrece la opción
de suspender la situación actual y comenzar una nueva. En todo caso, la infelicidad es algo que contradice la cultura del rendimiento porque no nos motiva a seguir haciendo lo mismo. Estar triste es ser menos productivo (Davies, 2016, p.9). La infelicidad no hace dinero (o por lo menos no tanto) y si no hace dinero no hace sentido. Terminar la situación de infelicidad para generar más ganancias es fundamental para la felicidad dominante. La flojera quizá sea la
pesadilla para el capitalismo. En Estados Unidos la falta de motivación en los
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empleados les cuesta 550 mil millones de dólares (Davies, 2016, p.44). Sólo
cuando la falta de motivación y felicidad se mete con las ganancias es un problema que incluso el Foro Económico Mundial considera revertir. Si antes Bentham decía que el dinero traería más felicidad ahora se quiere tener empleados felices para ganar más dinero. De ahí el auge de la psicología positiva que promete aumentar el bienestar en las personas.
Los infelices hacen recordar que el camino y la meta de la vida jamás estuvieron ahí naturalmente para nosotros. La naturaleza de las cosas no ha obligado a hacer nada, no ha dado razones porque no se comunica y jamás lo hará. El diálogo que se ha hecho con ella ha sido unilateral, el lenguaje para interpretarla: una creación nuestra, de la que no se puede escapar para penetrar
en el ser de las cosas (y a la inversa: el ser de las cosas no ha penetrado el lenguaje), porque “el universo no ofrece categorías” (Postman, 2001, p.77). Por
ello no se puede hablar de objetividad. Clamar la objetividad de un proyecto de felicidad no puede valer como la justificación para el rechazo de otros (lo cual no significa que deba dejarse de escoger modos de vida encima de otros). El encuentro con la verdad es ilusorio porque la verdad estaría en el terreno de lo incomunicable. Las palabras son útiles, pero no absolutas, no encierran porciones de realidad. Con lo cual se debe dudar de los que encuentren la felicidad objetiva. En la fase III la verdad se ocupa como palanca retórica para justificar su andar. Si antes la felicidad se justificaba con un plan perfecto de Dios, ahora la felicidad y
sus desperdicios humanos se justifican con historias profesionalizadas,
bendecidas con el método científico en investigaciones pagadas por parti culares. Conocimiento oficial que atiende expectativas de los poderosos (Deneault, 2019,
p.146).
Las sociedades de la fase III crean sus amenazas y buscan quién las defienda de ellas. Antes estaban los herejes, el siglo XXI criminaliza a los que consumen menos y sólo cuestan. Hacer villanos es la forma más sencilla de crear una identidad colectiva, una forma de decir: nosotros somos esto y no eso. El proyecto actual de felicidad tiene subproductos humanos indeseables y la expansión encuentra pocas barreras. Los Estados tienen menos capacidad para controlar a dónde se irá el dinero que produce, las condiciones laborales y demás. El mercado de consumo es una especie de Estado sin regulación explícita, sin territorio claro, sin gobernantes. Sólo poderes fácticos que ven como amenaza lo que no siga sus reglas (Bauman, 2005, pp.86- 87).
Esta fase ofrece chivos expiatorios, culpables individuales para problemas
colectivos. La seña distintiva de esta época es depositar la responsabilidad de ser feliz en cada persona en vez de buscarla en el plan que se ha hecho para conseguirla. Por eso las cosas no se ven como injusticias sino falta de capacidad, de más habilidad, de ser más inteligente. Pocas preguntas se le hacen al consenso, a cómo hemos acordado poner gente encima de otra, a darle un salario precarizado a alguien que no tuvo la oportunidad de seguir sus aspiraciones; no
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se pregunta tampoco por qué escribir, investigar y hablar de los desechos humanos debería generar tanto dinero a unos cuantos.
Incluso las formas dominantes de intervención terminan haciendo más grande el problema de los excluidos, porque se trata de un paliativo que intenta alterar la forma en la que las personas ven su explotación y no unirse con ellos para terminar la explotación misma. El problema no es la falta de fuerza de voluntad sino la habilidad colectiva de cambiar las cosas (Lovink, 2019, p.36). Pensar que unas cuantas técnicas de gestión emocional, mindfulness, terapias, etc., van a cambiar cosas que tienen “el tamaño de su sociedad y la edad de su historia” (Fernández Christlieb, 2006, p.38) es ingenuo.
Comentarios finales: función social de la crítica y la felicidad
La búsqueda de felicidad ha sido cruel con unos y muy rentable para otros, considerando la función política de la infelicidad la crítica es la boya que queda para cuestionar la felicidad dominante, pero ésta se aleja cada vez más del destino original. Se supondría que la crítica produciría alguna especie de cambio. Narrar los problemas de desigualdad de forma dramática, espectacular, estética, divertida, no ha hecho mucho por las poblaciones que usan para estudio. De hecho, quizá lo más relevante de la crítica es que ha encontrado su propio nicho de mercado, una nueva promesa de felicidad para los que desean sentirse
inconformes. Un lugar en las estanterías para indignarse con sus lectores. ¿Qué
se puede esperar de las críticas sin consecuencias? Las críticas de hoy tienen que ser divertidas, incluso usar los memes para expresarse, según Gabriella Coleman
(citada en Lovink, 2019, p.131), lo cual ya habla de una transformación en la forma de comunicar el descontento. Posiblemente el humor sea una manera interesante de exponer la realidad, pero si no pasa de ser entretenimiento está condenado. Nunca hubo un afuera de la sociedad para la crítica, y el hecho de que ahora hasta la crítica deba de ser entretenida no parece alentador. La crítica señala un montón de cosas de las cuales no se puede hacer nada y son comentadas en otros foros donde tampoco puede hacerse nada (esto último es una idea inspirada en lo que Postman (2001, p.74) dice de las noticias). De poco ha servido cuestionar la felicidad cuando la crítica es una manera de participar en el mercado de objetos felices.
¿Se puede revertir la disidencia estéril? ¿habrá una forma de manifestarse que no se convierta en mercancía? Es un callejón sin salida, parece que cada muestra
de disidencia empeora las cosas. Hasta ser improductivo pasa a ser una forma de serlo, hoy usar la fachada de un crítico de la cultura puede ser rentable. Hablar de los excesos del consumo de forma entretenida reúne a universitarios, público y curiosos, consigue becas y plazas, pero lo máximo que consiguen cambiar es el poder adquisitivo de estos intelectuales. Inconformes bastante conformes con su situación actual. “¿Rebeldes disfrazados de capitalistas que quieren descarrilar el
tren desde dentro o capitalistas disfrazados de rebeldes?” (Berardi, 2003, p.179).
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No puede alegrar ver que la crítica trata de expandirse a los medios masivos
de comunicación, los cuales están principalmente para entretener. Y no hay manera de trasladar los mensajes de una plataforma a otra sin que se adapten a ella. ¿De qué sirve que un crítico cultural encuentre espacio en una televisora o un programa de internet que lo hace divertido? ¿Qué pasa con los temas que requieren tiempo, complejidad y paciencia para hablar? El discurso se adapta a un medio donde si no es divertido pierde buena parte de la atención. Y no es que pensar sea prohibido por la diversión, pero sí ha sido desplazada por ésta (Postman, 2001, p.146). La crítica cae en las prácticas que buscan la felicidad a través de la diversión. Se puede ser un feliz inconforme.
¿Por qué hablar de un tema serio debe ser presentado como si fuese un stand
up?: porque la plataforma lo exige, porque hablar de temas serios no es una forma de involucrarse sino de entretenerse. Así la crítica pasa a formar parte del
mercado de la felicidad, pues no le exige nada al consumidor, sólo ser mediocre. Para recordar las palabras de Postman (2001): “Qué contentos estarían todos los reyes, zares y führers del pasado (y los comisarios del presente) si supieran que la censura no es necesaria cuando el discurso político toma la forma de una broma” (p.147).
La crítica se mueve en espacios de mediocridad, se hablan sólo de un puñado de problemas, desde ciertas teorías, con los mismos métodos. Una simulación que no se cuestiona porque tiene la fachada de trabajo duro. Lo que se ha
conseguido en la mediocracia de la crítica son resultados irrelevantes en forma
de productos disidentes (Deneault, 2019, p.106). Lenguaje inclusivo; etiquetados que parecen collage en las mercancías; eufemismos para referirse a las cosas,
como si la pobreza dejara de ser como es llamándola de otro modo, y as í sucesivamente.
De ahí la asfixiante sensación de que la crítica no ha podido hacer nada. La crítica no ha podido escapar del mercado de felicidad al cual se le planta como alternativa de compra, es un producto que engrosa las opciones junto a los libros de autoayuda que desprecia. Atacar el consumo de masas implica bailar a su ritmo para ser visto. En consecuencia, la crítica se hunde en la superficie del entretenimiento.
La crítica necesita escapar del lugar actual por puro espíritu crítico. Quizá no sea necesario hacer nada y pensar profundamente las cosas, sin la esperanza de cambiar nada, sólo con la convicción de saber que cuestionar la situación ya la hace diferente y que hacer nada es dejar de producir. Tal vez desintonizar con la
felicidad como propósito de la existencia sea ya algo que celebrar, después de todo sigue pareciendo de mal gusto ser un infeliz aguafiestas. Y como dice Bertrand Russell (2003): “cuando el entorno es estúpido, lleno de prejuicios o cruel, no estar en armonía con él es un mérito” (p.82). Además, la crítica debe decir qué sigue luego de la destrucción de los sistemas sociales de opresión. Quiénes serán luego de que las tensiones hayan terminado. Hasta ahora la crítica
sigue recordando a los cuentos apocalípticos, pero cuando toca hablar del tiempo Revista SOMEPSO Vol.6, núm.2, julio-diciembre (2021 )
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después del fin espectacular, las palabras son menos precisas. Al final, la vida, dice
Bruckner (2000) “como no es necesaria, no le hace ninguna falta de realización ni el fracaso, puede conformarse con ser simplemente agradable” (p.154), quizá la crítica pueda hacer la vida más agradable, incluso si es necesario hacer que nos desagraden cosas como la felicidad.
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