Revista SOMEPSO Vol.5, núm.1, enero-junio (2020) ISSN 2448- 7317
LA MÁSCARA DE LA FEMINIDAD: EL DESARROLLO DE LA INDUSTRIA COSMÉTICA FACIAL PARA MUJERES Y LA CONFIGURACIÓN DE LA IDENTIDAD SOCIAL FEMENINA
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THE MASK OF FEMINITY: THE DEVELOPMENT OF THE FACIAL COSMETICS INDUSTRY FOR WOMEN AND ITS RELATIONSHIP WITH THE CONFIGURATION OF FEMALE SOCIAL IDENTITY
Santiago Bavosi 1
Laura Susana Díaz 2
Sección: Artículos Recibido: 15/03/2020 Aceptado: 11/04/2020 Publicado: 23/04/2020
Resumen
La práctica cosmética facial es una actividad humana ancestral que ha sido ejercitada por hombres y mujeres de las más diversas civilizaciones y culturas. Dicha práctica ha comprendido una innumerable cantidad de sentidos según usos y costumbres de cada colectivo social particular. Sin embargo, desde hace aproximadamente doscientos años el ejercicio cosmético facial suele ser considerado como una actividad realizada predominantemente por mujeres. Tanto es así que parece formar parte del ejercicio mismo de la identidad social femenina. En este artículo habremos de revisar cómo la industria cosmética ha contribuido a la vinculación de la identidad social femenina con el ejercicio de rituales cosméticos para el embellecimiento y cuidado de la piel de los rostros de las mujere s.
Palabras Clave: máscara, industria cosmética, identidad social femenina, prácticas cosméticas.
1Investigador independiente de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico:
santiagobavosi @gmail.com
2 Estudiante avanzada de la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires:
lauradiazsirio@gmail.com
Santiago Bavosi y Laura Susana Díaz
Abstract
Facial cosmetic practice is an ancient human activity that has been carried out by men and women from the most diverse civilizations and cultures. This practice has included an innumerable number of senses according to the uses and customs of each particular social group. However, for approximately two hundred years, facial cosmetic exercise has been considered an activity carried out predominantly by women. So much so that it seems to be part of the exercise of female social identity. In this article, we will review how the cosmetic industry has contributed to linking female social identity with the exercise of cosmetic rituals for beautifying and caring for the skin of women's faces.
Key words: mask, cosméticas industry, female social identity, cosmetic practices.
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Introducción
En las sociedades actuales la industria cosmética de productos para el cuidado y embellecimiento de la piel de los rostros de las mujeres es tan masiva que se asemeja a una industria de bienes de primera necesidad.
La red de comercialización de este tipo de productos es extensa y capilar. Abarca desde locales especialmente dedicados a esta actividad, como son los
casos de marcas globales como Sephora, The Body Shop, Mac, Ulta y muchas otras, hasta la presencia en perfumerías, farmacias, supermercados, kioscos y pequeños almacenes. A todo lo mencionado se debe añadir la llamada venta directa o por catálogo de marcas igualmente globales -como Avon y Natura-, la
venta por catálogo y también, telefónica. A todo lo anterior se agrega hoy en día el comercio electrónico a través de todo tipo de plataformas digitales.
La presencia de los locales comerciales mencionados resulta algo tan habitual que, para todas las transeúntes de cualquier ciudad, en cualquier continente, forman parte del paisaje urbano cotidiano. Lo mismo sucede con los espacios dedicados a la comercialización de productos cosméticos en supermercados, farmacias y perfumerías. La promesa que se les hace a las mujeres de una piel más joven y bella está presente en casi todos los espacios de venta de productos de consumo masivo. Hace parte de nuestra vida cotidiana a nivel global. Nos enseña a todas y a todos que la piel de los rostros de las mujeres no solamente
puede verse más joven y bella, sino que debe parecerlo.
A los fines de tomar una mínima dimensión del fenómeno del que hablamos,
la marca The Body Shop ya cuenta con más de 3000 locales en más de sesenta y cinco países (Santos, Au-Yong-Oliveira &Branco, 2018; Stokinger &Ozuem, 2018; Denton, 2019) y continúa creciendo. La marca brasileña Natura tiene seis millones seiscientas mil consultoras de belleza alrededor del mundo CITA. Es la marca con mayor cantidad de vendedoras directas y cuenta con una presencia creciente en todos los continentes (Stokinger & Ozuem, 2018; Denton, 2019). El mayor crecimiento de Natura ha sido en América latina. El caso de la marca Sephora es el de mayor crecimiento mundial en menor cantidad de tiempo. Cuenta con más de dos mil trescientas tiendas en unos treinta y cinco países y su mayor
crecimiento se ha dado en los últimos veinte años (Stokinger & Ozuem, 2018; Denton, 2019).
A nadie sorprende ya la masiva promoción publicitaria de este tipo de productos cosméticos asegurando todo tipo de efectos positivos para la apariencia facial de las mujeres. Por el contrario, nos parece natural que nos digan que un rostro femenino puede y debe verse rejuvenecido en cuestión de días o semanas, que existen verdaderos tratamientos antiedad, antiarrugas, contra las líneas de expresión, las pecas, las manchas, la sequedad, la falta de nutrición, los daños que provocan los rayos del sol, las líneas de expresión, el paso de los años y decenas de fenómenos más que son señalados como nocivos para la piel de los
rostros de las mujeres.
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Es posible que resulte difícil que nos sorprenda aquello por lo cual estamos
atravesados tan profundamente. Hoy en día, la gran mayoría de personas que habitamos este planeta estamos directa o indirectamente expuestas a millones de mensajes procedentes del complejo industrial cosmético. Por el contrario, este tipo de mensajes está tan atomizado y masificado que, como dice John Berger (2000), ya hace parte de nuestro modo de ver contemporáneo.
A lo largo del presente artículo habremos de reflexionar acerca de cómo el surgimiento e intensificación de la industria cosmética facial para las mujeres ha relacionado su propio progreso económico con la propuesta de una identidad social femenina estrechamente vinculada al consumo y al ritual de uso de productos cosméticos. Para ello revisaremos las formas en que ha sido
conceptualizado el concepto de máscara, los rituales de decoración corporal, el concepto de rostro y el desarrollo de la moderna industria cosmética. Lo habremos de analizar a la luz del concepto de máscara desarrollado por Erving Goffman a lo largo de su obra.
La piel del rostro, la máscara social.
El rostro de las personas es considerado como el espacio corporal donde convergen numerosos sentidos sociales (Crossley, 2001; Mc Phail Fanger, 2002; Nettleton & Watson, 2002; Peiss, 1990; Petersen, 2007; Saulquin, 2001; Turner,
2008). Su piel, el cutis, es analizada desde la antropología, la sociología y la
psicología social, entre otras disciplinas, como superficie semiótica hacia donde se dirigen aspectos relativos a la hetero percepción y asignación de significados tanto como el propio registro o autopercepción (Foucault, 1997; Martínez
Barreiro, 2004; Metzger et al., 2006; Nadesan, 2010; Scott &Morgan, 2004; Waskul & Vannini, 2006). En él se inscriben las enunciaciones de los otros, sus miradas, consideraciones sociales que mutan según las épocas y los valores culturales que se sostienen como creencias compartidas (Bendelow & Williams, 2002; Corbin, Courtine, & Vigarello, 2005; Ho, 1976; Le Breton, 1995; Rella, 2004; Valentine, Lewis, & Hills, 2016).
El rostro es el espacio de la identidad y del reconocimiento social (Kenrick et
al., 2010; Manis et al., 1972; Sarason et al., 1990; Synnott, 1989; Thibaut, 2017;
Vannini, 2016). En buena medida es desde los rostros y hacia los rostros donde se dirigen procesos psicosociales de estereotipia, prejuicios, clasificación, estigmatización, etc.
La apariencia facial sería, entonces, el locus social donde se devela el orden y el desorden, el ajuste o el alejamiento de principios sociales normativos. Principios que rigen, para la presentación de las personas en términos estético - corporales, lo que es o no es aceptable, lo que es pertinente o no en relación a las exigencias de contextos sociales (Le Breton, 1995; Eco, 2004; Goffman, 2012). A lo largo de su extensa obra, el sociólogo Erving Goffman plantea y propone
que lo que se debe analizar son las condiciones sociales que habilitan tales
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procesos psicosociales y dejar de realizar extensos e inútiles listados de atributos pasibles de devenir en objetos de estigmatización (1974, 1976, 1979, 2009, 2012,
2017).
En La enfermedad y sus metáforas (1989), Susan Sontag plantea que es en el rostro de las personas donde se pueden vislumbrar y entrever las pasiones humanas mientras que en sus cuerpos solo se registran las marcas que provocan tales pasiones. Como en tantos otros casos, la autora sitúa al rostro como el epicentro de la expresión de la vida humana. De igual modo lo hace el sociólogo y antropólogo David Le Breton al plantear que alrededor de los rostros se despliega una verdadera axiología de los comportamientos humanos, las habilidades, la clase social, el género, la psicología, la identidad (2018). Umberto
Eco en sus textos Historia de la belleza e Historia de la fealdad afirma que es en el semblante facial humano donde se han localizado los marcadores sociales de la idea de belleza y fealdad humanas (Eco, 2004, 2007). Para Dominque Picard el rostro humano es la locación física portaestandarte que condensa toda señal de humanidad (1986).
Lo que acontece con el elemento corporal-social rostro debe ser pensado como parte de una semiótica social a través del cual lo social acontece (Benthien, 2002; Brook, 2008; Hernández, 2011; Mc Phail Fanger, 2002; Moody & Sasser, 2012; Nettleton & Watson, 2002; Poon, 2011; Scarry, 1985; Stearns, 2002; Ting - Toomey, 1994). O, como lo plantea Foucault, el propio cuerpo, y por sobre todo
el rostro, es el punto cero de toda distancia y de toda cercanía (Foucault, 2010).
Dada la enorme carga social que pesa sobre el elemento corporal rostro y la
profunda relevancia que tiene en cada proceso de interacción interpersonal, Goffman plantea una trilogía conceptual de suma relevancia: rostro-persona - máscara (2012). Es alrededor de esta trilogía sobre la que Goffman desarrolla sus conceptos de dramaturgia social, personificación y gestión de sí en los diversos contextos sociales y ante las diversas restricciones normativas por los cuales cada uno de estos está atravesado (Amparán & Gallegos, 2000; Burns, 2002; Dawe, 1973; Galindo, 2015; García, 2011; Herrera Gómez & Soriano Miras, 2004; Maldonado & Contreras, 2011; Manning, 2013; Smith, 2006).
A partir de la idea de máscara se propone al concepto de personificación, de
encarnación de papeles según situaciones y condiciones: la gestión de la persona como máscara y la gestión de la máscara como emblema de la persona que se puede llegar a encarnar, que se debe encarnar o que se espera que cada sujeto encarne ante situaciones sociales disímiles (Goffman, 1963, 2009, 2012, 2017; Smith, 2005). Dar la cara o dar cara pasa cobrar un sentido mucho más profundo puesto que termina por suponer y abarcar al concepto de performance. Ofrecer cara según expectativas sociales es algo que será extensamente debatido en la obra de Goffman y posteriores (Cregan, 2006; Dawe, 1973; Jagger, 2008; Manning, 2013; Marrero-Guillamón, 2012; Peplo, 2014; Smith, 2013).
La idea de dar la cara, como forma de expresión para plantear las formas en que nos presentamos y disponemos ante el mundo, es extensamente
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desarrollada por el propio Goffman, especialmente en On face work (1955). Allí
denomina dar la cara a las acciones efectuadas por una persona para lograr que lo que hace resulte coherente e inteligible a los otros. El trabajo de gestión de la apariencia facilita contrarrestar “incidentes”, es decir, “sucesos cuyas consecuencias simbólicas efectivas ponen en peligro a las formas en que se da cara al mundo, a la sociedad” (Goffman, 1963, p. 18).
Desde Goffman en adelante el concepto de máscara será debatido alrededor de la persona que cada sujeto pueda desplegar, logre desplegar o esté en condiciones más o menos habilitadas para desplegar (Goffman, 1974, 1976, 2017). El concepto de máscara y persona tendrá que ver con la idea de
personificar (embodyment). Es decir, tendrá que ver con el repertorio de
comportamientos que cada persona deberá desplegar para gestionar su disposición en el mundo (Ahmed & Stacey, 2003; Cregan, 2006; Goffman, 1974, 2012, 2017; Shilling, 2007).
El rostro femenino: Emblema de la belleza
En The double standard of aging3 (2018), Susan Sontag plantea que, en buena parte de las sociedades que habitamos, las mujeres están compelidas a personificar y encarnar una imagen de belleza y juventud. Por esta razón todo lo que se reconoce socialmente como signo corporal de envejecimiento aterraría a
casi toda mujer (Sontag, 2018). La demanda social hacia las mujeres de una bella
y juvenil apariencia facial ya es planteada por Simone De Beauvoir a lo largo de su obra (De Beauvoir, 1989, 1999, 2006; Simons, 2010). En su texto La vejez sugiere que la condición femenina gira alrededor de encarnar apariencias de mujeres jóvenes y bellas y alrededor del ejercicio cosmético de los rostros (De Beauvoir, 1980).
Tanto Sontag como Beauvoir argumentan que las mujeres están exigidas socialmente a practicar la dramaturgia de la buena apariencia facial, a través del arreglo cosmético, a los fines de practicar y sostener su condición femenina. Eco también refiere a la demanda social histórica por la apariencia femenina bella y juvenil de las mujeres, presuntamente reveladas en sus rostros (2004; 2007).
Berger expresa que a lo largo de la historia hemos aprendido a homologar a las mujeres con lo que llamamos la virtud de la belleza y que es algo que se puede revisar detenidamente, cuanto menos, desde el Renacimiento a la fecha (2000).
En Modos de ver, Berger propone algo estrechamente relacionado con lo que plantean Sontag y Beauvoir:
Los hombres actúan y las mujeres aparecen. Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se miran a sí mismas siendo miradas. Esto no
3 El doble estándar de la vejez
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solamente determina las relaciones entre hombres y mujeres sino de las mujeres para consigo mismas” (2000, p. 57)4 .
A lo largo de su obra, Michelle Perrot revisa el extenso recorrido histórico de las tareas que las mujeres han tenido que realizar en la intimidad para poder mostrarse en sociedad con decente apariencia hacia la mirada de las otras y los
otros (Ariés, et al., 2011; Perrot, 1993, 1996). En Historia de las mujeres se señala que:
Se trata de fijar la mirada de aquel cuya atención se quiere ganar; la belleza femenina es entonces uno de los medios de esta fijación, antes incluso de
cualquier intercambio. Mantener la mirada del otro es una de las condiciones de posibilidad de intercambio social (...) De esta suerte, se puede decir del primer compromiso del “parecer” que es más funcional que estético (Duby & Perrot, 1991, p.107).
En este sentido, se advierte extensamente a los hombres que deben cuidarse de los influjos de las miradas de las bellas mujeres que con rostros de ninfa les hechizan y embrujan (Duby & Perrot, 1991; Sprenger, 2010). La idea misma de ninfas y doncellas es adjudicada solamente a las mujeres que pueden ostentar rostros bellos, capaces de influir en las miradas de los hombres, alterando sus
pasiones (Foster, 2000; Gowing, 2013; Perrot & Duby, 2008; Robb &Harris, 2013; Tate, 2016; Toulalan & Fisher, 2013).
La evaluación social de las mujeres de acuerdo con el buen estado de sus rostros se revela como un asunto clave para revisar críticamente las numerosas formas en que se ha ido consolidando la idea femenina alrededor de la disposición de las mujeres para la mirada ajena, la masculina (Barthel, 1988; del - Teso-Craviotto, 2006; Hammer, 2012; Heflick, Goldenberg, Cooper, &Puvia, 2011; Pliner, Chaiken, &Flett, 1990). El buen semblante de los rostros de las mujeres, su apariencia bella y joven, se ha ido instituyendo como uno marcador social clave de la conformación de la identidad social femenina.
El discurso de la cultura corporal resiste o niega el envejecimiento: en general,
los cuerpos hermosos son presuntos cuerpos jóvenes (Coupland y Coupland, 1993). Y si bien esto aplica al cuerpo en general, en el rostro, nuestra interface con el mundo, esto es aún mayor. Le Breton afirma que “el rostro es la juventud en el imaginario social del mundo occidental” (1995).
En las mujeres, el rostro adquiere significativa importancia (Synnott, 1993). La cara es un espacio semiótico para la autoidentificación, un espacio con zonas clave, cada una con sus propias cualidades negociadas para la atracción, tanto social como sexual: ojos, mejillas, labios y suavidad de la piel, etc. (Coupland y Coupland, 1993).
4 Traducción de los autores.
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De acuerdo con lo que cada contexto social valore como aceptable en
términos de belleza y juventud se evaluará al estado facial de las mujeres (Bloch & Richins, 1992; Chapkis, 1986; Davis, 1991; Freedman, 2002; Halprin, 1995). De esta manera, los signos faciales que se consideran como indeseables o no aceptables son el producto instituido de la apariencia facial esperada en las mujeres (Brook, 2008; Davis, 1995; Slevec y Tiggemann, 2010).

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Figura 1. Publicidad de Pond’s. “¡Los signos de la edad empiezan debajo!”. Tomado de The Ladies Home Journal (1936, p.39) .
“Los signos de la edad” como arrugas, poros dilatados y piel seca, no solo son consideradas “fallas reveladoras de las pieles”, sino que, además, están presentes siempre “debajo de la piel” (Fig.1). Así, las arrugas faciales se convierten en
equivalentes del deterioro de la belleza y de la juventud de las mujeres y, por tanto, de la salida del “mercado” erótico (Calasanti, 2007). Las arrugas se transforman en símbolos corporales del llamado paso del tiempo en la medida en que se consideran como elementos ajenos a la apariencia de bella juventud (Ogle y Damhorst, 2005; Pike, 2010).
Eco plantea que las mujeres dejan de ser consideradas ninfas y doncellas en cuanto sus rostros evidencian manchas, pecas, pelos, espinillas, arrugas y otros elementos que se consideran impropios de la juventud (2004; 2007). En la medida en que la virtud de la belleza y de la fealdad le es asignada a la mujer y a sus
rostros, cada una de ellas sentirá presiones sociales como ningún hombre ha Revista SOMEPSO Vol.5, núm.1, enero-junio (2020)
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sentido jamás (Corbin et al., 2006; Le Breton, 1995, 2018; Rella, 2004; Vigarello, 2005, 2009).
En la medida en que el capitalismo se afirma como sistema económico, crece el mercantilismo y comienza a masificarse el consumo de bienes, la belleza esperada pasa a ser un objeto de consumo más y deja de pertenecer exclusivamente a los círculos aristocráticos. La belleza se expande como valor de mercancía y con ella la necesidad de contar con elementos técnicos que faciliten su circulación así como su restricción (Melchior-Bonnet, 2014).
A lo largo de su trabajo de investigación sobre la historia del espejo, Melchior-Bonnet da cuenta de la transformación del objeto espejo hacia el dispositivo social espejo como el elemento clave para el escrutinio y evaluación
del adecuado o inadecuado estado facial femenino. Así, como también lo es el rostro para la feminidad, el espejo es el lugar donde indagar la corrección, o no, de la mujer (Fig.2).

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Figura 2. Publicidad de Tinkal. Tomado de Para Tí (1929a, p.47).
Desde mediados del siglo XVIII a nuestros días, se ha producido una progresiva intensificación de la mercantilización de la belleza. Esto ha supuesto una equivalente intensificación de la mercantilización de la apariencia del rostro femenino como emblema fisiológico y simbólico de la apariencia de eterna juventud como atributo y condición homóloga a la de belleza (Angeloglou, 1970;
Black, 2004; Buss, 2016; Chaudhri & Jain, 2014). Se pasa del concepto de buen gusto por la buena presencia de los círculos nobiliarios a la economía de mercado de la buena apariencia facial femenina (riberiro, 2013; Jeffreys, 2014; Plumwood, 2002; Ribeiro, 2011).
En la actualidad, la demanda de belleza a los rostros de las mujeres aparece como fruto de una extensa e incesante construcción social de las puestas en escena de las mujeres (Le Breton, 2010). En relación con lo anterior, dice Barthes
en Mitologías :
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El rostro de la Garbo representa ese momento inestable en que el cine
extrae una belleza existencial de una belleza esencial, cuando el arquetipo va a inflexionarse hacia la fascinación de figuras perecederas, cuando la claridad de las esencias carnales va a dar lugar a una lírica de la mujer (2008, p. 62).
Como lo plantea Berger, las imágenes de la belleza femenina, que circulaban de manera privada en contextos nobiliarios como representaciones pictóricas, pasaron a ser objetos de consumo masivo con el advenimiento de la burguesía, y aún más con industrialización masiva de la cosmética y sus anuncios publicitarios que reproducen las históricas y repetidas formas de exposición de la
idea del par juventud-belleza femenina (Berger, 2000). Hoy en día, la industria de la belleza y la industria cosmética plantea y propone al ritual cosmético de la máscara facial de las mujeres como un asunto ritual naturalizado y consolidado, al trabajo permanente y sistemático (Jones, 2010; Kwan & Trautner, 2009; Parish & Crissey, 1988; Shallu & Gupta, 2013; Wolf, 1991).
Sentidos sociales asignados a las prácticas cosméticas.
Actualmente, el ritual cosmético facial está asociado exclusivamente a prácticas realizadas por mujeres. A los fines de poder elucidar algunos puntos relevantes
para el presente trabajo, proponemos una mirada un poco más extensa de la actividad cosmética y de algunos de sus significados sociales.
Hablar de la cosmética como práctica supone a referir a rituales de decoración del propio cuerpo que, cuanto menos, remiten al período paleolítico superior, unos 35.000 años atrás (Necipoğlu & Payne, 2016). Los sentidos y significados de la decoración y ornamentación corporal han variado a lo largo del tiempo hasta llegar a lo que hoy en día comprendemos por cosmética (Jones, 2011; Winckelmann, 1980). Desde el periodo paleolítico superior en adelante, se ha interpretado que la decoración del propio cuerpo ha estado asociada a figuraciones folclóricas de la propia actividad social: ilustraciones en el cuerpo de experiencias de la vida cotidiana (Brantingham et al., 2004; Honour & Fleming, 2005).
La ornamentación personal se encuentra en casi toda civilización (Ayyar, 1987;
Baysal, 2019). Muchos estudios comprenden a dicha actividad como una forma de expresión y creación de identidad grupal y de reconocimiento colectivo (Perlès, 2018). A lo largo de distintas investigaciones antropológicas y arqueológicas se han hallado vestigios y signos de este tipo de prácticas en todos los continentes (Ayyar, 1987; Bania, 2014; Ward, 1909).
La progresión de los estudios de antropología ha permitido conocer el fuerte sentido ritual que han tenido las prácticas de ornamentación, decoración y vestimenta en la historia de cada una de las culturas y civilizaciones (Dani &
Masson, 1999; Haynes, 2000; Sadowski, 2009; Asimov, 1998). Se han encontrado
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evidencias de decoración corporal como forma de celebración de fin de períodos de cosecha (Asimov, 1998; Ehret, 2002) y, en África, sobre ornamentaciones y pinturas para simbolizar la adoración de la naturaleza y sus frutos (Connah, 2016). En el caso de las civilizaciones mesoamericanas se han identificado ornamentaciones de diverso tipo para simbolizar tanto jerarquía militar como social y linaje (Rosenswig & Rosenswig, 2010), acceso a nuevos niveles de
autoridad (Carmack et al., 2016), sacrificios, duelos, matrimonios y mucho más (Palka, 2010; Fernandez-Armesto, 2001).
La práctica de coloración facial ha estado muy relacionada a lo que hoy se definiría como performance (Bruzzi & Gibson, 2013; Dani & Masson, 1999; Sherrow, 2001). El concepto de performance, en el sentido de personificar, ha sido
recuperado con fuerza por Goffman, quien precisamente lo toma tanto en su acepción romana así como lo liga a la idea de máscara (Belknap &Leonard, 1991; Goffman, 2012; Hardie-Bick, 2008; Manning, 2013; Smith, 2006; Verhoeven, 1993). El concepto de personificación aparece como central a las prácticas de decoración, maquillaje y ornamentación (Bouttiaux & Turine, 2009; Jones, 1997; Markman & Markman, 1989; Pernet, 2006). En muchas de la culturas africanas, mesoamericanas, mesopotámicas, asiáticas y de Oceanía, la coloración de los rostros se ejercitaba como forma de encarnar a otras personas dentro de rituales específicos, como forma de poder acercarse al resto del colectivo social desde
una persona diferente (Fernandez-Armesto, 2001; Mahar, 1999).
Las prácticas de ornamentación y decoración personal también han sido
utilizadas para marcar a personas que infringían normas o tradiciones sociales. Así, la ornamentación de la cara se va transformando en la persona, la máscara a través de la cual se adquiere relevancia social, tanto positiva, negativa o como mera condición del ser en una circunstancia dada. Las prácticas de decoración del cuerpo son formas de alcanzar densidad social en términos de reconocimiento (Goffman, 1955; Pernet, 2006; Stewart, 2017). Tanto es así que podemos encontrar muchas que, en muchas culturas, la expresión “quitarse la máscara” es dar cuenta de un fin de farsa y la develación del verdadero rostro que se encuentra detrás de lo verdadero, lo que presuntamente ya no podría ser salvaguardado por ornamentación alguna (Pernet, 2006).
Conceptualizaciones en torno al concepto de máscara
Para comprender el concepto de máscara y la profunda conexión que guarda con las formas de ornamentación y disposición ante los demás, es relevante indagar alrededor del término y sus varias comprensiones. Partiremos de la perspectiva sociológica de Goffman para pensar la relación entre el concepto de máscara y la gestión de la identidad social.
En la antigua China, el concepto de rostro está ligado al de máscara, tal y
como lo retoma Goffman (2012). El interés que tiene Goffman por el concepto chino de máscara guarda relación con los significados que tiene el término en esa
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cultura, siendo que la palabra rostro y cara se usan para significar reputación, respeto por uno mismo, prestigio o dignidad (DeMello, 2012).
La articulación entre rostro y máscara solo puede ser entendida a partir de la relevancia que tiene para la llamada cultura tradicional china. En dicha cultura, el concepto de cara incluye la actividad de poder mostrar la cara, que una persona esté socialmente habilitada para dar la cara, que posea las dotes para hacerlo en tanto y en cuanto no haya acometido un acto vergonzoso, no haya herido la susceptibilidad de una figura social de relevancia (Hodge et al., 1998; Kuei, 2000; Ngan &Kwok-bun, 2012; Zou, 2011). Por lo tanto, para la cultura china, la máscara no solamente es rostro o cara sino también el acto de dar la cara (Hodge et al. , 1998; Kuei, 2000). En esta forma de comprender la idea de máscara hay una conexión con el modo en que lo hacía la antigua civilización griega (Jevons, 1916; Meineck, 2 017).
En griego, la palaba máscara es prósopon (en griego antiguo: πρόσωπον ;
literalmente: “delante de la cara”). En este caso, la máscara aparece como aquello que se utiliza para personificar, en particular, a deidades y voces (Meineck, 2017). La sola presencia de la máscara habilita al código de interpretación mutua entre actores y público para que éste último comprenda que está en presencia de esas instancias emocionales, es decir, habilita reconocimiento social (Jevons, 1916). De manera similar al caso griego, la máscara era utilizada en el teatro romano.
El término “persona” era empleado para denominar a cada una de las máscaras que los actores estaban habilitados a portar ante el público. Solo al ver dichas máscaras, el público podía comprender cuál era el rol de cada actor en escena
(Wiles, 2004).
A nuestros días ha llegado la idea grecorromana de máscara, no solamente como apariencia sino como acto de manifestación, de rol y de disposición (Wiles, 2004; Jevons, 1916). De allí se deriva que el concepto sociológico de rostro- cara está relacionado a la idea de personificar, de poder encarnar a otra individualidad simbólica (Goffman, 1955).
La noción de impresión e impacto social a través de la máscara es lo que precisamente retoma Goffman en Estigma (1963). En ese texto se condensan muchos sentidos del concepto de máscara social que deberá ser gestionada adecuadamente con miras a poder dar una buena cara social. Una máscara adecuada será aquella capaz de lograr una buena impresión. Si la impresión es mala, la vergüenza debería apoderarse de la persona y deberá esconder su c ara, su persona, hasta tanto recupere su prestigio, tal y como se plantea también en la antigua tradición china (Kuei, 2000; Ngan & Kwok-bun, 2012).
La noción de “dar cara” ha estado estrechamente ligada al concepto de vergüenza, noción que es muy relevante para la psicología social (Goffman, 1963; Nathanson, 1987; Powers, 2010). Este concepto está emparentado con numerosos comportamientos relativos a la adecuación de las personas a contextos sociales y sus reglas tanto como lo está con la idea de norma soc ial.
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Todo el concepto de dar la cara, del facing, tiene que ver con los ajustes a prerrogativas sociales (Arundale, 2006; Goffman, 1955).
La gestión pública de la propia cara y todo el simbolismo que esto supone en
términos de interacción social guarda relación con la persona que cada sujeto puede llegar a ser y gestionar dentro de situaciones y condiciones concretas (Goffman, 2017; Maldonado & Contreras, 2011; Ogle & Damhorst, 2005). Como lo expone Jerome Brunner, cuando una persona está en una situación de correos, se comporta como correo y acorde las pautas que la situación demandan (Bruner, 1990).
La idea de vergüenza se liga con todo aquello lo que un contexto puede comprender como vergonzante, en caso de que las personas que integran un
colectivo social no se ajusten al carácter normativo implícito de convivencia (Hinshaw, 2007; Nathanson, 1987). En tal sentido, esta idea de vergüenza se relaciona con el concepto de estigma con que trabaja Goffman (1963). Allí explicita que resulta irrelevante hablar de las marcas corporales, simbólicas, religiosas, de preferencias sexuales o de cualquier otro tipo porque, en definitiva, lo que existen no son atributos pasibles de ser estigmatizados sino condiciones sociales que les asignan cargas simbólicas negativas (Goffman, 1963).
Máscara, teatro, ritual, rostro, cara y persona van componiendo una red de conceptos que se articulan alrededor de la apariencia facial de las personas, una apariencia siempre en búsqueda de dar una “buena cara” (Arundale, 2006;
Goffman, 1981). Así, la preparación de la propia máscara remite, según Goffman,
a la preparación para la adecuación de la persona a la vida social (Goffman, 1955, 2012). Desconocer la norma social sobre las formas de gestión de la másca ra facial llevan a que los sujetos deban lidiar con la impresión social de una identidad social dañada (Goffman, 1963).
Desarrollo de la industria cosmética
Si bien se pueden rastrear recetas de cremas faciales en recetarios ya en la Antigüedad, fue recién a fines del siglo XVIII cuando se comenzaron a popularizar fórmulas caseras para el tratamiento de diferentes tipos de asuntos del cutis de
las mujeres. La difusión de estos productos, junto a la creciente industrialización, dieron por resultado lo que hoy llamamos industria de la belleza.
Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, nace una institución nunca antes vista: la de los “cuidados de la belleza”, que viene a confirmar una visión más unificada del embellecimiento (Vigarello, 2009, p. 17). De manera no casual los espacios de venta y comercialización de productos cosméticos han sido denominados como “belleza” y “cuidado personal”. Este hecho da cuenta de la conjunción entre prácticas de arreglo personal y prácticas higiénicas (Kumar et al., 20 06).
Expresiones como “producto de belleza” y “cuidados de la belleza” aparecen en este momento incipiente de la industria cosmética como una gran novedad
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(Vigarello, 2005). La aparición de estas nuevas expresiones habla de la
importancia que la época le asigna a la apariencia de belleza facial de las mujeres, una preocupación lo suficientemente aceptada como para proponer una verdadera política de cuidados estético-faciales, recurriendo, de manera presunta, a todas las novedades técnicas de su tiempo.
La industria cosmética, junto con los medios masivos de comunicación, impulsó un ideal de apariencia-belleza: parecer jóvenes y bellas pasa a ser un imperativo existencial para las mujeres. Así, el ritual cosmético facial pasa a ser considerado como una práctica por la que toda mujer debe preocuparse y ocuparse. Para poder llevarlo a cabo necesita recurrir, precisamente, al uso de productos cosméticos que la propia industria cosmética provee (Butler, 2000;
Draelos, 2000; Peiss, 1990; Ruck, 2018; Snook, 2011; Willett, 2010; Wolf, 1991; Wolkowitz, 2006).
De acuerdo con el propio discurso de la industria, se deben maquillar a los llamados signos del paso del tiempo, a la vez que se los debe comprender como una patología que es posible tratar gracias a lo que la industria cosmética ofrece. Se debe combatir a la apariencia de vejez de manera firme y sostenida, porque es un asunto orgánico que daña a la identidad social femenina y por tanto avergüenza a las mujeres (Clarke, 2010; Kampf & Botelho, 2009; Pike, 2010).

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Figura 3. Publicidad de Hinds. Figura 4. Publicidad de Hinds.
Tomado de Para Tí (1929b, p.37). Tomado de Para Tí (2015, p.25).
Las promesas que realizan los productos (Fig.3), apelan a enunciados que tienen por común denominador la advertencia del futuro como un espacio temido (Calasanti, 2007). Lo que se propone y plantea en las publicidades de cosmética
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facial es la prevención de la vejez y la invitación a que, vía el consumo de estos
productos, se realicen todos los esfuerzos que estén al alcance del bolsillo de las mujeres para que la “monstruosidad” del envejecimiento no se haga presente (Domínguez Rendón, 2011; Freixas, 1998; Guerrero, 2007; Rey, Cachero, y Serrano, 2008; Sanz, 2001), para que la belleza no desaparezca.
La industria cosmética, el gran motor económico y psicosocial
Detrás de las prácticas de cuidado y embellecimiento del cutis se encuentra un verdadero complejo industrial compuesto de decenas de industrias. La práctica diaria de utilización de este tipo de productos da trabajo a unas más de 15 millones de personas en el mundo según cifras oficiales (Jones, 2010).
Desde principios del siglo XIX la industria cosmética ha emergido como una industria dedicada exclusivamente a las mujeres, y para atender asuntos de su específico interés: verse más bellas y lucir mejor (Peiss, 1990). Desde el inicio de los llamados salones de belleza en Francia hasta su expansión a lo largo de todo el mundo, las prácticas de embellecimiento han estado ligadas a la idea de acompañar con belleza a los hombres, disponerse de manera bella hacia éstos, ofrecer una cara con decoro a otras mujeres y ofrecer una apariencia facial debidamente adecuada para salir al mundo (Blanco-Dávila, 2000).
Esta industria comenzó con la venta de productos como jabones, cremas y lociones y rápidamente fue ampliando la oferta en la medida en que rápidamente
crecieron las ventas y, por ende, las prácticas de consumo de las mujeres;
especialmente entre la primera y la segunda revolución industrial El fenómeno de migración masiva hacia las ciudades fue acompañado por el incremento del consumo de productos y servicios para la recreación, el placer y el entretenimiento (Chaudhri & Jain, 2014).
La primera revolución industrial generó una transformación social de un profundo impacto que se expandió a todo el resto de los continentes. Desde Europa, se exportaron bienes, formas de producción y, sobre todo, de consumos culturales (Vail, 1947). Así, desde principios de siglo XIX, se genera un intensivo proceso de homogenización de estilos de vestir y de lucir públicamente, una modificación social que luego habría de denominarse moda o tendencia
(Hutchings, 2000).
De manera conjunta a los productos, lo que se expandió fue el mercado de la apariencia y de la aspiración de las apariencias por efecto de la masificación de los productos de belleza (Hutchings, 2000). En el caso específico de los productos cosméticos faciales, para la vista de todos los colectivos sociales alrededor del mundo, se comenzó a desplegar lo que muchos/as han denominado como la conformación de verdaderas políticas de apariencia femenina (Wolf, 1991).
El caso de la industria cosmética es tan particular que nunca ha visto mermadas sus ventas, tanto en casos de guerras como en recesiones económicas. Tampoco durante la última gran crisis económica financiera de 2008 (Mutascu &
Murgea, 2017; Vorisek, 2017). Esto la ha convertido en objeto de numerosos
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estudios porque, entre otras cosas, al menos el 98% del consumo de la totalidad de productos lo realizan las mujeres (Connelly, 2013).
Los datos de crecimiento de esta industria hablan por sí solos en relación con las prácticas de consumo y cosméticas por parte de mujeres. La industria no ha visto mermar jamás sus ventas. En la gráfica que sigue se puede ver una trayectoria histórica desde principios de siglo XIX a la fecha:

Gráfica 1. Crecimiento estimado del mercado global de la belleza de 1913 a 2008 (los datos están expresados en dólares estadounidenses). Los datos que van de 1913 a 1976 fueron tomados de la producción. En el caso de los correspondientes a 2008 fueron tomados de ventas minoristas. Fuente: Jones (2010, pp. 366- 367)
Decir que la industria cosmética no ha sufrido pérdidas económicas en ningún momento de sus más de 150 años de historia es lo mismo que decir que, desde ese entonces, son cada vez las más mujeres que compran y consumen productos para embellecer y cuidar la apariencia de la piel de sus rostros (Connelly, 2013). Es decir, el que el complejo industrial cosmético sea cada vez más grande y facture cientos de miles de millones de dólares de manera ininterrumpida, supone necesariamente hablar de prácticas sociales que pueden ser definidas como
verdaderas prácticas cosméticas (Grogan, 2006; Morganti et al., 2019). Hablamos de cientos de millones de mujeres que compran productos cosméticos para el
cuidado y el maquillaje de la apariencia de la piel de sus rostros, todos los días del año y en todos y cada uno de los países. En suma, referir a los actos de compra y de consumo como prácticas cosméticas supone necesariamente hablar de un fenómeno psicosocial igualmente gigantesco (Mutascu & Murgea, 2017).
El crecimiento que ha tenido la industria cosmética en los últimos veinte años evidencia una intensificación de las prácticas cosméticas faciales llevadas a cabo por las mujeres. Parte de esto lo podemos observar en la siguiente gráfica:
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Gráfica 2. Crecimiento anual del mercado mundial de cosméticos de 2004 a 2019. Fuente: Shahbandeh (2020).
La industria cosmética y, por tanto, las prácticas cosméticas, no han dejado de crecer. Incluso durante la crisis financiera de 2008, que afectó gravemente a todas
las economías del mundo, la industria cosmética solo vio mermado su crecimiento (Stokinger & Ozuem, 2018; Denton, 2019). Según distintos analistas, las ventas de los primeros años del presente siglo indican que las mujeres están gastando prácticamente el doble en el año 2019 de lo que lo hacían a comienzos del año 2000 (Santos, Au-Yong-Oliveira & Branco, 2018; (Stokinger & Ozuem, 2018; Denton, 2019). Los países y regiones que presentan mayores crecimientos son los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), América latina y el conjunto del sudeste asiático (Stokinger & Ozuem, 2018).
En nuestros días se estima que una mujer puede llegar a utilizar hasta treinta productos cosméticos diferentes para cuidados faciales a lo largo de un año (Featherstone, 2010; Whitney, 2013). Si al número anterior le agregáramos todo
lo que se corresponde con la categoría maquillaje, deberíamos hablar de más de doscientos productos; y esto son solo estimaciones aproximadas (Kwan, 2016). El total de productos para cosméticos faciales que hoy en día se ofrecen para el embellecimiento y el cuidado de la piel de los rostros de las mujeres resulta muy difícil de calcular.
Hoy en día, a lo largo de todo el mundo, las mujeres consumen
cotidianamente productos cosméticos faciales para trabajar su máscara social y procurar mejorar su apariencia y la de la persona más o menos femenina que consigan alcanzar a través del ejercicio ritual de la práctica cosmética.
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Conclusiones .
A lo largo del presente artículo hemos revisado las actuales comprensiones de prácticas cosméticas a partir del concepto de máscara planteado por Erving Goffman. Hemos visto que el fenomenal desarrollo comercial de la llamada industria de la belleza ha estado inexorablemente ligado a prácticas de consumo de productos y discursos cosméticos por parte de mujeres de todo el mund o. Identificamos que la industria cosmética opera valiéndose de imaginarios sociales disponibles sobre prácticas de ornamentación y decoración corporal, así
como de las restricciones que cada contexto social impone a las personas en materia de la gestión de sus máscaras sociales y de la buena apariencia. De manera específica, hemos expuesto que el crecimiento del fenómeno comercial cosmético facial constituye también un fenómeno psicosocial de suma relevancia. Lo que se observa es que las prácticas de consumo de productos cosméticos revelan y exponen el consumo de la propuesta simbólica que la propia industria cosmética extiende a todas las mujeres: alcanzar su identidad femenina exclusivamente a través de las prácticas de compra y consumo de sus productos cosméticos.
Desde fines del siglo XVIII a la fecha, se les propone a las mujeres y a la sociedad en su conjunto una equiparación, una homologación y una fusión simbólica entre producto cosmético y apariencia facial femenina. Desde fines del
siglo XIX se propone que la persona femenina se realiza a través del ritual cosmético facial. La definición de un buen trabajo cosmético, y por ende de un buen ejercicio de la feminidad, parece mensurarse en los cientos de miles de millones de dólares que la industria cosmética factura anualmente.
Observamos que la industria cosmética, a través de las prácticas de producción, promoción y venta, termina por operar como un verdadero dispositivo social. La propia industria otorga nuevos sentidos y significados a la concepción de máscara social de las mujeres proponiendo al conjunto de la sociedad una definición muy específica de la persona femenina. La mujer
devendrá femenina en la medida en que ejercite cosméticamente su máscara y la disponga tal y como la industria lo plantea: con cuidada apariencia facial de belleza y juventud.
Finalmente, consideramos que, dada la magnitud del fenómeno cosmético a nivel mundial, resulta de suma relevancia una prospectiva analítica crítica desde la psicología social alrededor del mismo. De esa forma se podrá poner en cuestionamiento sistemático lo que hoy aparece como naturalizado: la cosmética facial como asunto clave de la feminidad de las mujeres.
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“La máscara de la feminidad: el desarrollo de la industria cosmética facial para mujeres y la configuración de la identidad social femenina” por Santiago Bavosi y Laura Susana Díaz está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional

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